El pasto crecía en los estadios vacíos.
Pie de obra en pie de lucha: los jugadores
uruguayos, esclavos de sus clubes, simplemente exigían que los dirigentes
reconocieran que su sindicato existía y tenía el derecho de existir. La causa
era tan escandalosamente justa que la gente apoyó a los huelguistas, aunque el
tiempo pasaba y cada domingo sin fútbol era un insoportable bostezo.
Los dirigentes no daban el brazo a torcer, y
sentados esperaban la rendición por hambre. Pero los jugadores no aflojaban.
Mucho los ayudó el ejemplo de un hombre de frente alta y pocas palabras, que se
crecía en el castigo y levantaba a los caídos y empujaba a los cansados:
Obdulio Varela, negro, casi analfabeto, jugador de fútbol y peón de albañil.
Y así, al cabo de siete meses, los jugadores
uruguayos ganaron la huelga de las piernas cruzadas.
Un año después, también ganaron el campeonato
mundial de fútbol.
Brasil, el dueño de casa, era el favorito
indiscutible. Venía de golear a España 6 a 1 y 7 a 1 a Suecia. Por veredicto
del destino, Uruguay iba a ser la víctima sacrificada en sus altares en la
ceremonia final. Y así estaba ocurriendo, y Uruguay iba perdiendo, y doscientas
mil personas rugían en las tribunas, cuando Obdulio, que estaba jugando con un
tobillo inflamado, apretó los dientes. Y el que había sido capitán de la huelga
fue entonces capitán de una victoria imposible.
Eduardo Galeano . Espejos
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