Un espacio destinado a fomentar la investigación, la valoración, el conocimiento y la difusión de la cultura e historia de la milenaria Nación Guaraní y de los Pueblos Originarios.

Nuestras culturas originarias guardan una gran sabiduría. Ellos saben del vivir en armonía con la naturaleza y han aprendido a conocer sus secretos y utilizarlos en beneficio de todos. Algunos los ven como si fueran pasado sin comprender que sin ellos es imposible el futuro.

viernes, 17 de octubre de 2025

Jaguar




El Símbolo Que Cruzó el Tiempo y la Selva
Antes del águila y la serpiente, antes incluso del maíz, hubo un símbolo que reinó en todo Mesoamérica: el jaguar.
Desde las junglas del Golfo hasta los templos del sur, su rugido era el eco de los dioses.
Para los olmecas, mayas y zapotecas, no era solo un animal: era el guardián del Sol y del inframundo, el espíritu que podía caminar entre la vida y la muerte.

TasteAtlas destacó a la chipa entre los mejores panes del mundo: un ícono de la cultura guaraní



La chipa, pan típico guaraní elaborado con almidón de mandioca, fue destacada por TasteAtlas entre los 100 mejores panes del mundo por su sabor e identidad cultural.

La chipa, orgullo guaraní, el pan de mandioca del Litoral se mantiene entre los 100 mejores del mundo según TasteAtlas.

El sabor ancestral de la chipa, símbolo gastronómico del Litoral y herencia viva de la cultura mbya guaraní, volvió a destacarse en el escenario internacional. La reconocida plataforma gastronómica TasteAtlas la mantuvo entre los 100 mejores panes del mundo, resaltando su sabor inconfundible, textura única y el profundo arraigo cultural que conserva en Paraguay y el norte argentino, especialmente en Misiones, Corrientes y Formosa.

El tradicional pan elaborado con almidón de mandioca, queso, grasa o manteca y huevo forma parte del ADN culinario de los pueblos guaraníticos desde tiempos precolombinos. Su vigencia no solo refleja una identidad compartida en la región, sino también la valorización global de los alimentos elaborados a partir de productos nativos.

Un emblema regional con raíces guaraníes

La chipa tiene un origen que se remonta al tiempo en que no existía el trigo en Sudamérica. Los pueblos originarios guaraníes elaboraban sus panes con fécula de mandioca, uno de los cultivos más antiguos y representativos de la región. Con la llegada de los misioneros jesuitas, la receta incorporó ingredientes europeos como la leche, el queso y los huevos, dando origen a la versión actual del producto.

“La chipa representa el pan de cada día para el pueblo paraguayo y guaraní”, destaca TasteAtlas, que subraya su importancia en la vida cotidiana y en festividades religiosas como la Semana Santa, donde se la prepara de manera artesanal en hornos de barro y se comparte en familia.

La crocantez exterior que le da la grasa o manteca, junto con el sabor particular del queso y el anís, conforman una combinación única que convirtió a la chipa en un ícono no solo gastronómico, sino también cultural.

En la provincia de Misiones, la chipa mantiene un lugar protagónico en ferias, rutas y celebraciones populares. Las “chiperas” forman parte del paisaje cotidiano, ofreciendo el producto recién horneado a locales y turistas, una postal que también se repite en los caminos de Paraguay.
De los caminos del Litoral a las mesas del mundo

El reconocimiento de TasteAtlas llega en un contexto de revalorización de la gastronomía autóctona del Cono Sur. Restaurantes de cocina paraguaya y misionera en Londres, Nueva York y Madrid comenzaron a incluir la chipa en sus cartas, acercando su sabor a un público internacional.

Este nuevo logro se suma al que obtuvo Paraguay en 2024, cuando el vori vori fue elegido como la mejor sopa del mundo por la misma plataforma. Ambos platos comparten la raíz guaranítica y un uso destacado de ingredientes locales, especialmente el maíz y la mandioca.

Más allá de las fronteras, la chipa simboliza un punto de encuentro entre tradición e identidad. Su permanencia en el ranking mundial reafirma el valor de las recetas ancestrales del pueblo guaraní y el talento de quienes continúan elaborándolas con técnicas transmitidas de generación en generación.

“Cada chipa representa una historia, una cultura y una manera de vivir que se mantiene viva entre fogones”, resumen desde TasteAtlas.
Patrimonio gastronómico vivo

El reconocimiento internacional refuerza los esfuerzos regionales por posicionar a la gastronomía misionera y paraguaya como parte del patrimonio cultural del Mercosur. En ese marco, la chipa no solo se considera un alimento, sino también una expresión de la identidad mbya guaraní y de la diversidad cultural del norte argentino.

Con su sencillez y su poder simbólico, la chipa demuestra que los alimentos nacidos de la tierra y del conocimiento ancestral pueden conquistar el mundo sin perder su esencia.

Publicado por la Redacción de Economis - Posadas - Misiones - Argentina el día 17 de Octubre de 2025.

https://economis.com.ar/tasteatlas-destaco-a-la-chipa-entre-los-mejores-panes-del-mundo-un-icono-de-la-cultura-guarani/

Conocimiento - Giordano Bruno


“El Taptana, el ajedrez que nació en los Andes”


En el mundo inca existió un juego de estrategia que, aunque hoy permanece parcialmente en sombras, revela una sorprendente similitud con el ajedrez europeo. No era una copia ni una coincidencia: era una creación propia, diseñada para entrenar la mente en lógica, táctica y poder. Se jugaba sobre tableros de piedra con cuadrículas, usando piezas que representaban guerreros, animales sagrados o símbolos del imperio. Cada movimiento tenía peso político, ritual y simbólico. No era solo entretenimiento: era una forma de pensar el conflicto, de simular la guerra, de preparar al estratega.
Este juego, conocido en algunas fuentes como taptana o quipu de guerra, formaba parte de la educación de élites y administradores. Se jugaba en plazas ceremoniales, rodeado de espectadores que leían cada jugada como si fuera una decisión imperial. La lógica del juego reflejaba la cosmovisión andina: dualidad, complementariedad, equilibrio entre fuerzas opuestas. No se trataba de eliminar al otro, sino de entenderlo, de anticiparlo, de mantener el orden.
En Europa, el ajedrez ya se había consolidado como el juego de reyes. Importado desde Persia y adaptado por la nobleza medieval, el ajedrez europeo era también una escuela de estrategia, pero con una lógica distinta: jerárquica, lineal, basada en la conquista. El rey, la reina, los caballos y los peones se movían según reglas estrictas, reflejando la estructura feudal y la visión cristiana del mundo. El tablero era campo de batalla, no espacio ritual.
La comparación entre ambos revela dos formas de entender el poder. En los Andes, el juego era circular, simbólico, vinculado al ciclo agrícola y al equilibrio cósmico. En Europa, era competitivo, reflejo de una sociedad que avanzaba por dominación. Ambos entrenaban la mente, pero uno lo hacía para armonizar, el otro para vencer.
El juego inca no fue menos sofisticado que el ajedrez. Fue simplemente distinto. Y su existencia demuestra que la estrategia, como el pensamiento abstracto, no es patrimonio de una sola cultura, sino una necesidad humana que toma formas diversas según el paisaje, la historia y el alma de cada civilización.
Fuente: Eco del pasado

La alegría de cada día...


La alegría de cada día,
de poder aprender
y conocer....
Conocimiento intercultural
con mis hermanos mbya...
Un aprendizaje que generaosamente
comparten desde la Comunidad
para poder heredar para leer,
y aprender
un milensario saber
en letras que son herencia
de tan hermosa querencia...
Desde selvas y montes,
Rios y Tierra roja,
desde la amada libertad
Tierra Guaraní, Tierra Mbya!

Javier Rodas
4 de Marzo de 2025 

jueves, 16 de octubre de 2025

Apaches



Misterios Apaches: Guardianes del Desierto y del Espíritu del Trueno.

Entre los desiertos del suroeste de Norteamérica —donde el sol cae como fuego y el viento habla entre las rocas— vivieron los apaches, un pueblo de guerreros, chamanes y soñadores.
Su historia está envuelta en misterio: un legado de libertad, resistencia y conexión profunda con las fuerzas invisibles del mundo.
Para ellos, la tierra no era un recurso: era un ser vivo, un espíritu antiguo que respiraba junto a ellos.

El pueblo del viento y la montañaLos apaches se extendieron por vastas regiones de lo que hoy son Arizona, Nuevo México, Texas y el norte de México.

Vivían entre montañas, cañones y desiertos, moviéndose con el ritmo de la naturaleza.

Su nombre, dado por otros pueblos, proviene del zuñi “apachu”, que significa “enemigo”, pero ellos se llamaban a sí mismos Ndee, “la gente”.

Su vida era un equilibrio entre la caza, la guerra y lo espiritual.

Creían que cada piedra, cada corriente de aire y cada estrella tenía un alma.

Nada moría del todo: todo se transformaba.

El poder invisible: los chamanes y las visionesEntre los apaches, los chamanes o diosgán eran los guardianes del mundo espiritual.
Podían comunicarse con los espíritus del viento, los animales del desierto y las montañas sagradas.
A través de sueños, cantos y danzas, invocaban fuerzas que sanaban, protegían o guiaban al pueblo.

Las visiones eran esenciales: un joven debía alejarse solo al desierto durante varios días sin comida ni agua, esperando una señal.
Podía aparecerle un águila, un lobo o un trueno.
Ese encuentro marcaba su destino.
Era un rito de revelación, un pacto entre el hombre y el espíritu.


El misterio del Espíritu del Trueno (Ga’an)Uno de los seres más temidos y venerados en la mitología apache es el Ga’an, el Espíritu del Trueno.
Se dice que habita en las montañas y controla la lluvia, el relámpago y los vientos.
Su llegada es precedida por truenos que hacen temblar la tierra, pero su poder es doble: destruye, pero también purifica.

Durante los rituales de iniciación o sanación, los hombres se pintaban con carbón y arcilla blanca para representar a los Ga’an, danzando al ritmo del tambor.
Cada paso, cada golpe, imitaba el retumbar del cielo, recordando que la naturaleza y el espíritu son una sola fuerza.

El ritual de la mujer y el solUno de los misterios más sagrados de los apaches es la Ceremonia del Amanecer, dedicada a la Mujer Blanca, diosa solar del nacimiento y la renovación.
Cuando una niña alcanzaba la pubertad, se realizaba un rito de cuatro días y cuatro noches, en el que el pueblo entero participaba.
Era una celebración de la fuerza femenina, la fertilidad y el equilibrio del cosmos.
El amanecer simbolizaba el inicio de una nueva vida, y las mujeres se convertían en portadoras del espíritu del sol.
El guerrero y el espíritu del fuego
Para los apaches, el fuego era más que calor: era una presencia viva.
Durante la noche, los guerreros hablaban con las llamas, pidiendo fuerza y visión antes de la batalla.
El humo llevaba sus pensamientos a los ancestros, que respondían a través del crepitar del fuego o del vuelo de las chispas.

El fuego, el viento y la tierra eran los tres maestros del guerrero apache:

El fuego enseñaba pasión y valor.

El viento, paciencia y oído.

La tierra, resistencia y memoria.

Los espíritus del desierto
Las leyendas apaches hablan de espíritus guardianes que habitan los cañones y los montes.
Entre ellos está la Mujer del Agua, que aparece en los manantiales para probar el corazón de los hombres, y el Coyote, el embaucador que enseña con trampas y risas.
Cada historia es una enseñanza disfrazada de mito, una advertencia sobre el respeto a la naturaleza y la humildad ante lo desconocido.

Para los apaches, el verdadero poder no estaba en las palabras, sino en el silencio.Un guerrero debía escuchar antes de hablar, observar antes de actuar y comprender antes de juzgar.
Creían que el universo se expresa en susurros: en el viento, en el crujir de una rama, en el rugido lejano del trueno.

El misterio de los apaches no es solo su historia, sino su filosofía: vivir en equilibrio con lo invisible.
Comprendieron que el miedo, el dolor y la muerte son parte del camino, y que el espíritu solo se fortalece enfrentando la soledad del desierto y la grandeza del cielo.

El eco eterno del desiertoHoy, los descendientes de los apaches aún guardan esas enseñanzas.
Sus danzas, cantos y rezos mantienen vivo el vínculo con la naturaleza y con sus dioses antiguos.
El misterio de su sabiduría no está escrito en piedra, sino en el viento que aún sopla entre las montañas.
El silencio como oración
Porque el espíritu apache no pertenece al pasado:
sigue cabalgando con el trueno,
cantando con el fuego,
y susurrando al alma de quienes aún buscan libertad.

#Apaches #PueblosOriginarios #MisteriosAncestrales #SabiduríaNativa #EspíritusDelDesierto 

Nosotros somos Mujeres de la Tierra - Rose Ponce




Nós somos as mulheres da Terra!
Todas nós
Cada uma de nós encerra em si um milagre.
Cada uma de nós guarda em si a sabedoria universal da vida!
Através de nós a semente da sabedoria ancestral é mantida viva.
Através de nossas ações a terra se mantém fértil, o amor não se perde e os frutos seguem nascendo e nutrindo os corpos sedentos de paz e pertencimento!
Nós somos as mulheres Terra!
Nós somos a própria Terra!
Nós somos a sabedoria ancestral.
Nós somos o poder da restauração.
Nós somos a verdade esquecida, que precisa renascer em todos corações
Nós somos a fonte do amor que não secou!
Nós somos Mulheres!
MULHERES TERRA!
Que tenhamos uma semana de firmeza nos passos, delicadeza nas ações e amorosidade nas palavras!

Rose Ponce
Pará Mirim Poty 

miércoles, 15 de octubre de 2025

Caminar en armonía


Lideres - Martin Luther King


Vive!


El Alto Perú y el nacimiento de Argentina - Roberto Arnaiz




En Bolivia la independencia no nació en congresos de doctores ni en salones perfumados con cera de candelabros. No hubo discursos solemnes ni retratos al óleo de caballeros de levita. Nació en plazas embarradas, manchadas de sangre coagulada, donde los perros hambrientos disputaban los restos de los caídos. Nació en quebradas heladas donde la muerte tenía el rostro de la puna: un viento cortante, un silencio brutal, cadáveres olvidados en las barrancas. Nació en fogatas encendidas a escondidas en la montaña, donde campesinos y mujeres con pollera discutían el próximo ataque mientras los ejércitos regulares, derrotados y famélicos, retrocedían sin rumbo.

La libertad en suelo boliviano fue más larga, más cruel, más sucia y desgarradora que en cualquier otro rincón de América. No se forjó en los papelones del Congreso ni en los tratados con letra elegante. Se escribió con barro, pólvora mojada y lágrimas.

Aquí no hubo un camino recto de héroes de uniforme impecable y espadas relucientes. Hubo hambre que doblaba espaldas, traiciones de cabildos que juraban lealtad y después entregaban guerrilleros, cuerpos colgados en las plazas para escarmiento, mujeres que empuñaban la lanza con la pollera levantada, hombres que morían sin nombre ni tumba, sin cura que los bendijera. Fue una guerra donde el heroísmo olía a sudor y a tierra mojada, no a perfume de gabinete.

Y hubo un puñado de voces que se animaron a dejar testimonio. Entre ellas, la de José Santos Vargas, el Tambor Vargas, apenas un adolescente que golpeaba un tambor en las guerrillas y que, en ratos robados a la muerte, escribía con letra temblorosa lo que veía. Su diario no tiene frases de mármol ni proclamas para la eternidad. Tiene hambre, tiene miedo, tiene fogatas apagándose bajo la nevada, tiene mujeres arengando a hombres derrotados. Es un espejo sin maquillaje de lo que fue la independencia en el Alto Perú.



Los primeros gritos: Chuquisaca y La Paz, 1809

Mucho antes de que en Buenos Aires se alzara el cabildo de mayo con cintas celestes y blancas, en las ciudades de Chuquisaca y La Paz ya ardía el fuego que anunciaba la tormenta. Era 1809 y, en las aulas de Chuquisaca, los estudiantes de la Universidad de San Francisco Xavier discutían a escondidas las ideas prohibidas. Allí, entre pupitres de madera y claustros silenciosos, se murmuraba de libertad, se citaba a Rousseau y se mascullaba odio contra el poder del virrey.

El pueblo, cansado de cargar tributos y humillaciones, acompañó con gritos, pasquines y manifestaciones. Fue un desafío abierto, casi suicida, contra la corona. No tenían ejércitos ni caudillos: tenían apenas la fuerza de la palabra, esa ingenuidad luminosa de los que todavía creen que la justicia puede imponerse con manifiestos.

El eco llegó a La Paz, y allí la chispa se convirtió en incendio. Pedro Domingo Murillo, comerciante y conspirador, reunió hombres y levantó la bandera de la rebelión. El aire en la ciudad era pólvora: campanas que llamaban a la insurrección, muchedumbres enardecidas, discursos que prometían libertad. Por un instante, La Paz pareció capital de una nueva patria.

Pero el imperio no perdona sueños. Los realistas, con su maquinaria de terror, sofocaron la revuelta con fusiles y horcas. Murillo fue capturado, juzgado sin clemencia y llevado al cadalso. Imagine la escena: la plaza oscura, el verdugo ajustando la cuerda, los vecinos mirando en silencio con el corazón helado. El cuerpo del caudillo balanceándose bajo la soga, como un péndulo macabro que marcaba la hora del miedo.

Y sin embargo, en ese instante final, Murillo escupió la frase que todavía atraviesa los siglos como un rayo: “La tea que dejo encendida nadie la apagará.” Era un grito y una profecía. Los realistas podían colgar cuerpos, podían sembrar terror, podían llenar las plazas de sangre… pero no podían apagar esa llama.

Esa tea encendida en 1809 ardió dieciséis años, en quebradas y fogatas clandestinas, hasta alumbrar la independencia.



El eco de Katari y los mártires indígenas

Detrás de esos gritos urbanos de 1809 latía un eco más antiguo, más feroz y más visceral: el de Túpac Katari y Bartolina Sisa. En 1781, casi treinta años antes, habían puesto a La Paz contra las cuerdas con un ejército de cuarenta mil indígenas. Cuarenta mil hambrientos, descalzos, armados con hondas, lanzas de madera y piedras, sitiando una ciudad orgullosa que se creía inexpugnable.

El sitio fue largo, cruel, insoportable. En La Paz se moría de hambre mientras, afuera, la multitud aymara levantaba altares, celebraba ritos y esperaba el momento de quebrar el dominio español. Katari no era noble, no tenía títulos ni pergaminos: era hijo de la humillación, y esa condición lo volvía más peligroso que cualquier general con charreteras.

El final fue brutal. Katari fue capturado, arrastrado, descuartizado en la plaza. Sus miembros repartidos por los pueblos como advertencia, su cabeza exhibida en La Paz como trofeo de terror. Bartolina Sisa, su compañera de lucha, sufrió la misma suerte: colgada, torturada, convertida en espectáculo de horror para escarmentar a los suyos.

Pero el castigo se volvió semilla. En lugar de apagar la rebelión, la encendió en las entrañas del pueblo. Cada indígena que empuñaba una honda, cada campesina que levantaba una piedra contra un soldado, lo hacía recordando el grito de Katari: “Volveré y seré millones.” Ese juramento, medio mito, medio profecía, corría como pólvora en la memoria colectiva.

Los pueblos originarios fueron la carne de cañón de toda la revolución. Los que cargaban sobre la espalda el látigo del tributo, los que morían en los socavones de Potosí sin ver jamás la luz del sol, los que soportaban la humillación diaria de corregidores ebrios y crueles. Ellos no necesitaban leer a Rousseau ni a Montesquieu: sabían en carne viva que la libertad se peleaba con machete, con hambre y con sangre.

Y cuando en 1809 los criollos encendieron la mecha en Chuquisaca y La Paz, el recuerdo de Katari y Bartolina ardía como un tizón oculto bajo las cenizas, listo para volver a prender fuego a los Andes.



Las mujeres combatientes: polleras como estandartes

En el Alto Perú, la independencia no fue desfile de sables relucientes ni oratoria de tribunos engalanados. Fue carne rota, y en esa carne estuvieron también las mujeres, que mezclaron maternidad y guerra en la misma piel.

Ahí estaba Juana Azurduy de Padilla, embarazada, pero al frente de sus tropas, arrebatando estandartes realistas en el fragor del combate. Perdió a cuatro de sus hijos en medio de la guerra, los enterró entre balas y lanzas, y aun así siguió adelante, con la mirada fija en la libertad. No se rindió nunca: guerrera, madre y símbolo de un pueblo que no se arrodillaba.

Ahí estaban también Bartolina Sisa y Gregoria Apaza, colgadas, torturadas, desmembradas, convertidas en espectáculo de horror para los colonizadores. Creyeron que con el cadalso y la soga se acababa el desafío; pero aquellas muertes, en lugar de apagar la llama, se volvieron brasas que ardieron por generaciones.

Y estaban, sobre todo, las capitanas de pollera, esas anónimas que nos revela José Santos Vargas en su Diario de un Comandante de la Guerra de la Independencia. Campesinas que escondían cuchillos, cartas y cartuchos entre los pliegues de la pollera. Mujeres que daban órdenes, que organizaban emboscadas, que castigaban a los desertores. Vargas lo escribió con la sencillez de quien sabe lo que ve: “Las mujeres alentaban más que los hombres.”

Imagine la escena: la niebla bajando en una quebrada, la patrulla realista avanzando confiada, y de pronto el grito de una capitana de pollera que da la señal. El tambor de Vargas golpea, las hondas silban, los machetes caen. Los soldados de casaca bordada se desbandan, derrotados por mujeres que apenas unas horas antes parecían vendedoras de mercado.

Y cuando caía la noche helada en la puna, eran ellas las que repartían el charqui, las que encendían la fogata, las que cantaban para que la moral no se desplome en la oscuridad. Con un brazo acunaban a un niño, con el otro empuñaban la lanza. Ni medallas ni monumentos tuvieron: su bronce fue el frío de la cordillera y su gloria, mantener en pie la guerra cuando los hombres caían vencidos por el hambre y el miedo.



Las republiquetas: ejércitos de barro y hambre

Cuando los ejércitos regulares del Río de la Plata se deshacían en derrotas —cuando Belgrano retrocedía maltrecho, cuando las columnas se desbandaban después de Ayohuma o Vilcapugio—, la resistencia quedaba en manos de los invisibles: las republiquetas.

No eran ejércitos, eran espectros. Campesinos armados con hondas, lanzas improvisadas y machetes oxidados. Mineros escapados del socavón, con la piel curtida por el mercurio, que cambiaban la pala por el fusil robado a un enemigo muerto. Mujeres de pollera convertidas en capitanas, con la falda cargada de cartuchos y cuchillos.

Vivían escondidos en quebradas, en cerros pelados, en pajonales donde el viento cortaba la piel como navaja. Dormían sobre piedras, comían lo que encontraban: un pedazo de charqui duro como hueso, un puñado de maíz robado. Morían como perros en emboscadas, desangrándose en la nieve sin un sacerdote que rezara por ellos. Pero mantenían viva la guerra.

Su táctica era la del hambre y la astucia: atacar convoyes en la madrugada, incendiar graneros, hostigar guarniciones, y después desaparecer en la neblina como fantasmas. Nunca daban batalla frontal: sabían que de frente la derrota era segura. Jugaban al desgaste, al zarpazo inesperado, al golpe de sombra.

Y allí estaban los caudillos olvidados. Vicente Camargo, con su montonera que parecía multiplicarse en los cerros. Eustaquio Méndez, astuto y feroz, símbolo de una resistencia que se negaba a morir. Pedro Domingo Murillo, antes de su martirio, encendiendo la llama de La Paz. Ninguno llegó a los billetes ni a las estatuas de bronce, pero todos escribieron la independencia con la tinta más dura: la sangre.

Y estaba también el Tambor Vargas, adolescente con un tambor atado al pecho. Lo golpeaba con furia en medio de la neblina para anunciar el ataque. Ese redoble, pobre y metálico, hacía temblar a los soldados realistas que se creían invencibles. Imagina la escena: el eco de un tambor que resuena entre los cerros, seguido de gritos y piedras que llueven desde la oscuridad.

Las republiquetas no fueron un apéndice de la revolución. No fueron un pie de página. Fueron el corazón encendido, el fuego que no dejó morir la llama cuando todo parecía perdido. Sin ellas, la independencia en Bolivia se habría apagado mucho antes de 1825.



Belgrano, San Martín y Güemes

La causa del Alto Perú también tuvo nombres de peso, gigantes que cargaron la independencia en sus espaldas aunque el destino les fuera adverso.

Manuel Belgrano, abogado vuelto general por necesidad, condujo al Ejército del Norte hasta las alturas. Dio victorias memorables en Tucumán y Salta, batallas donde la patria se sostuvo por un hilo y él lo amarró con desobediencia y coraje. Pero también sufrió las derrotas que marcaron con hierro caliente la campaña: Vilcapugio y Ayohuma. Lo vio todo: soldados descalzos, sin pólvora, hambrientos, y un gobierno en Buenos Aires que lo abandonaba a la suerte. Enfermo, escribía cartas suplicando auxilios mientras la puna devoraba hombres y esperanzas. Fue héroe en la gloria y mártir en la derrota.

José de San Martín, con la lucidez fría del estratega, comprendió lo que Belgrano ya intuía: por el Alto Perú no se podía quebrar al imperio. Las montañas eran una muralla imposible, las derrotas, un cuchillo en el alma. San Martín eligió otro camino: preparar el cruce de los Andes, liberar Chile, caer sobre Lima desde el Pacífico. No fue cobardía ni renuncia: fue visión. Mientras otros chocaban contra la roca, él buscó la grieta que podía quebrarla.

Y estaba Martín Miguel de Güemes, el caudillo de la frontera, el centinela de poncho rojo que desde Salta y Jujuy levantó a sus gauchos como muralla viva. No eran soldados regulares, eran hombres del campo que con lanzas improvisadas contenían al ejército realista cada vez que intentaba bajar al corazón del Río de la Plata. Güemes, herido de muerte, montaba aún en su caballo para dar ejemplo. Y cuando al fin cayó, su nombre quedó tatuado en la tierra que defendió hasta el último aliento.

Sin ellos, sin Belgrano resistiendo contra todo, sin San Martín abriendo el camino por los Andes, sin Güemes sosteniendo la frontera con carne de gaucho, la guerra en el Alto Perú se habría hundido mucho antes. Ellos fueron la delgada línea que evitó que la independencia muriera en pañales.



Las derrotas que dolieron como puñales

Pero no todo fue heroísmo ni gloria. La independencia en el Alto Perú también se escribió con derrotas que dolieron como cuchilladas en el pecho.

En Vilcapugio y Ayohuma (1813), Belgrano marchó con un ejército descalzo, hambriento, mal armado. Soñaba con repetir el milagro de Tucumán y Salta, pero la puna no perdona ilusos. El desastre fue total: soldados muertos bajo la metralla, armas perdidas, caballos reventados en la huida. La puna quedó teñida de sangre y silencio. Los sobrevivientes vagaban como sombras, con los pies destrozados, arrastrándose en el barro, implorando socorro que nunca llegó desde Buenos Aires. Era la imagen de la revolución quebrada, de un ejército que peleaba con la miseria a cuestas más que con los realistas.

Y luego vino Sipe Sipe (1817), la derrota definitiva. Allí se derrumbó, de un golpe seco, el sueño de liberar el Alto Perú desde las Provincias Unidas. La catástrofe fue total: el ejército del Río de la Plata, reducido a cenizas, huyendo en desbandada, mientras los realistas consolidaban su dominio. Para los revolucionarios fue como tragar vidrio molido: la certeza de que estaban solos, de que la ayuda no vendría, de que la libertad no iba a llegar en desfiles de triunfo sino en años de guerrillas, hambre y muerte.

Cada derrota no fue solo un revés militar. Fue un mazazo moral. Era ver cómo los hombres caían en la nieve, cómo las mujeres quedaban viudas, cómo los pueblos que habían entregado lo poco que tenían eran arrasados por la represión. Era el precio de pelear contra un imperio sin recursos, sin respaldo, con apenas el fuego de la voluntad.



¿Por qué las Provincias Unidas perdieron el Alto Perú?

El sueño de hacer del Alto Perú una provincia más de las nacientes Provincias Unidas se fue pudriendo a golpes de realidad. No fue la falta de voluntad popular —porque en cada quebrada había hombres y mujeres dispuestos a pelear hasta con piedras—. Fue la conjunción maldita de derrotas, distancias y traiciones la que dictó la pérdida.

Primero, las derrotas militares. Vilcapugio, Ayohuma y, sobre todo, Sipe Sipe. Cada nombre es un martillazo en la frente. El ejército de Belgrano, descalzo y famélico, se desangró en la puna. El de Rondeau terminó en una huida vergonzosa, con soldados arrojando fusiles para salvar la vida. La esperanza porteña de sostener ejércitos en esas montañas quedó destrozada, como un espejo hecho añicos.

Segundo, la geografía cruel. El altiplano era un verdugo silencioso: frío que rajaba los huesos, hambre que carcomía las tripas, caminos interminables que tragaban mulas y hombres por igual. Buenos Aires apenas podía dar de comer a su propia gente; ¿cómo sostener expediciones en ese infierno de altura?

Tercero, la ambigüedad de las élites locales. En los cabildos de Charcas, Potosí o La Paz, muchos criollos temían más al rugido indígena que a la autoridad española. Veían en la revolución un monstruo de dos cabezas: libertad para ellos, pero también levantamiento de indios y mestizos. Entonces pactaban a escondidas, apoyaban a medias, entregaban guerrilleros a cambio de mantener sus privilegios. Preferían el yugo de Lima antes que el centralismo de Buenos Aires y el fantasma de la igualdad.

Cuarto, la soledad política. Mientras las Provincias Unidas se desangraban en guerras civiles, mientras se discutía si la capital debía ser en Buenos Aires o en otro sitio, mientras caudillos se peleaban por banderas y constituciones, los guerrilleros del Alto Perú resistían casi solos. Era un reloj descompasado: los porteños con sus congresos y sus pleitos, los republiquistas con sus hondas y lanzas en la montaña. Esa diferencia de ritmos abrió una grieta imposible de cerrar.

Así, cuando Bolívar y Sucre entraron en 1825 a poner el sello de la independencia, la semilla ya estaba regada con sangre. Bolivia nació no porque su gente rechazara ser parte de las Provincias Unidas, sino porque las derrotas, la distancia y las traiciones la empujaron a un destino propio. Fue una independencia parida con dolor y abandono, hija no de la voluntad sino de la fatalidad.



El desenlace con Bolívar y Sucre

Recién en 1825, después de dieciséis años de guerra, aparecieron los libertadores de uniforme impecable y discursos solemnes. Bolívar entró como héroe, Sucre como vencedor, envueltos en vítores y aclamaciones. Fundaron la república que llevaría el nombre del primero, como si la libertad hubiera llegado en un acto teatral de gloria.

Pero detrás de esa imagen oficial había un paisaje de huesos. Miles de muertos sin nombre: campesinos enterrados en quebradas, mujeres de pollera olvidadas en fosas comunes, guerrilleros que jamás escucharon la palabra independencia. Los vítores de La Paz en 1825 retumbaban sobre tumbas anónimas donde yacían los verdaderos vencedores.

La independencia no nació en los congresos ni en las entradas triunfales. Se había parido antes, con sangre y barro, en emboscadas nocturnas y marchas interminables, en la obstinación de las republiquetas que resistieron cuando todo parecía perdido. Bolívar y Sucre recogieron la cosecha que los anónimos habían sembrado con cadáveres.

Y así, Bolivia nació. No del mármol de las proclamas, sino de la entraña desgarrada de un pueblo que, a fuerza de hambre, dolor y dignidad, se negó a rendirse.

Epílogo: la tea encendida

La historia oficial prefirió la versión pulida, la que se aprende en manuales escolares: Bolívar y ASucre entrando victoriosos, congresos solemnes, himnos que suenan como trompetas celestiales. Pero la verdadera independencia boliviana se escribió con tinta espesa y oscura: la sangre de Murillo colgado en La Paz, los huesos dispersados de Katari y Bartolina como advertencia, las polleras de las capitanas flameando como banderas en quebradas heladas, los tambores del joven Vargas redoblando en la noche como un corazón obstinado, las derrotas de Vilcapugio, Ayohuma y Sipe Sipe marcando a fuego que la libertad nunca se concede, se arranca con dientes, uñas y sangre.

Por eso, cuando se habla de independencia en Bolivia, hay que mirar más allá de los bronces y las estatuas. Fue la más larga, la más feroz, la más desgarradora. Y se sostuvo en los hombros de los invisibles: indígenas sometidos al tributo, mestizos sin nombre, campesinas que se volvían capitanas, republiquistas que combatían con hondas y hambre. Ellos fueron los cimientos.

La tea encendida en 1809 no la apagó la horca, ni el descuartizamiento, ni las derrotas más amargas. Esa llama siguió ardiendo en cada fogata de la montaña, en cada emboscada en la puna, en cada pollera convertida en estandarte. Iluminó el camino hasta 1825.

Y todavía hoy, cuando una wiphala flamea en la altura, late el eco de esa tea encendida: no como recuerdo muerto, sino como herida abierta que arde en la memoria del pueblo, recordándonos que la independencia no fue un regalo, sino una conquista arrancada a la historia con dolor y dignidad.

Por Roberto Arnaiz 

Tu Abuela Paterna es tu fuerza espiritual



Si respetas su destino,
si le agradeces que
transmitió la vida
y te regaló a tu padre,
y si honras todas
las dificultades que experimentó,
entonces sentirás una
corriente de energía
poderosa que entra
por tu cabeza,
pasa por tu corazón
y llega hasta tus pies.

Hoy visualiza a su
alma detrás de ti.
Y le dices una
frase sanadora:
"Querida abuela.
Tomo tu fuerza espiritual.
Contigo estoy protegida.
Contigo estoy sostenida.
Gracias Abue!

Tomado del muro de Camino Rojo
Te honro y bendigo tu destino