Un espacio destinado a fomentar la investigación, la valoración, el conocimiento y la difusión de la cultura e historia de la milenaria Nación Guaraní y de los Pueblos Originarios.

Nuestras culturas originarias guardan una gran sabiduría. Ellos saben del vivir en armonía con la naturaleza y han aprendido a conocer sus secretos y utilizarlos en beneficio de todos. Algunos los ven como si fueran pasado sin comprender que sin ellos es imposible el futuro.

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martes, 26 de agosto de 2025

"La conquista invisible: cómo Inglaterra se quedó con el Río de la Plata antes de la independencia"1713–1805)




Escritos y Fotos por Roberto Arnaiz

El dominio sin cañones

A simple vista, el Río de la Plata nunca fue conquistado. Pero su alma sí lo fue, y sin disparar un solo tiro. Porque no siempre los imperios se construyen con ejércitos. A veces basta con saber esperar. Con extender una mano amable mientras se oculta el puñal en la otra. A veces, la conquista no se anuncia con clarines ni desembarcos, sino con tratados, préstamos, trenes y promesas de civilización. Así actuó Gran Bretaña en el Río de la Plata.

En las escuelas nos enseñan que las invasiones inglesas de 1806 y 1807 fracasaron. Y es cierto. Lo que no nos enseñan es que los británicos no necesitaban ganar en el campo de batalla, porque ya estaban ganando en los escritorios de los comerciantes criollos, en los salones de los virreyes corruptos y en los pasillos donde se firmaban pactos de conveniencia. El verdadero poder no se ejercía con fusiles, sino con contabilidad.

Mientras el Imperio Español imponía cadenas comerciales y burocracias moribundas, Inglaterra ofrecía algo más atractivo: eficiencia. Barcos veloces, productos modernos, monedas fuertes. En un mundo que comenzaba a girar al ritmo de la máquina de vapor, Londres no necesitaba disparar. Solo debía ofrecer lo que los otros no podían dar: libertad para comerciar, aunque esa libertad viniera en una jaula dorada.

Mientras caía el imperio español de flotas y virreyes, se alzaba uno nuevo de locomotoras y letras de cambio. Y así fue como, antes de que flamearan banderas o se disparara el primer tiro, Gran Bretaña ya había trazado su mapa invisible del poder. Un mapa hecho de rutas marítimas, contratos leoninos, agentes de comercio y silenciosas alianzas con quienes mandaban en estas tierras. Un mapa donde las fronteras no se dibujaban en los territorios, sino en los puertos. Donde la soberanía no se perdía en un tratado, sino en un préstamo.

Ese imperio sin bandera, sin virrey y sin ejército, fue más eficaz que cualquier invasión militar. Porque no dejaba muertos: dejaba deudas. No imponía gobernadores: elegía socios locales. Y no dejaba monumentos: dejaba estructuras de dependencia que aún hoy persisten. A eso le llamaron progreso. Pero fue otra cosa. Fue sometimiento con buenos modales.

Scalabrini Ortiz —intelectual argentino que denunció el colonialismo económico en los años 30— lo definió con crudeza: era un imperio sin cañones, pero con embudos clavados en la tierra.

Este artículo es una invitación a mirar lo que no está en los manuales. A entender cómo, mucho antes de la independencia formal, Gran Bretaña ya tejía su telaraña sobre el estuario del Plata. No con fuerza, sino con astucia. No con violencia, sino con seducción. No con colonia, sino con clientela.

Y si hoy, en pleno siglo XXI, seguimos hablando de deuda, de tratados condicionantes y de intereses extranjeros en el Atlántico Sur, es porque ese viejo imperio sin cañones sigue marcando el rumbo.

Y ahí empieza nuestra historia.



Del Asiento de Negros al contrabando del oro hispano (1713–1805)



La historia del dominio británico en el Río de la Plata no comenzó con fusiles ni tratados diplomáticos, sino con cadenas y mercancías. El punto de partida fue el Tratado de Utrecht, firmado en 1713 para poner fin a la Guerra de Sucesión Española y redistribuir el equilibrio de poder en Europa. Entre los premios que obtuvo Inglaterra se encontraba un negocio tan lucrativo como inhumano: el "asiento de negros", es decir, el monopolio del tráfico de esclavos hacia las colonias españolas en América.

Para explotar este privilegio, se fundó la South Sea Company (Compañía del Mar del Sur), una empresa que encarnaba el nuevo espíritu del imperialismo capitalista: combinar finanzas, comercio global y expansión geopolítica. El contrato con la Corona española autorizaba el ingreso de 4.800 esclavos africanos por año durante tres décadas, desde los puertos del Caribe hasta enclaves como Portobelo. Pero la letra chica escondía una intención mayor: abrir las puertas del continente a un imperio sin cañones.

Los barcos ingleses no solo transportaban esclavos: también cargaban textiles, herramientas, manufacturas, artículos de lujo y todo tipo de bienes prohibidos por el sistema de monopolio español. Bajo la excusa del asiento, se abría la puerta al contrabando legalizado. Así, en los márgenes del imperio español, los británicos comenzaron a construir su red de influencia económica.

Uno de los centros más activos de esta red fue el Río de la Plata. Aunque Buenos Aires aún era un puerto marginal, subordinado a los dictámenes de Lima, su ubicación estratégica lo convertía en un imán para el comercio clandestino. Lanchas británicas fondeaban en sus costas, descargaban esclavos y mercaderías, y cargaban oro, plata, cueros, sebo y alimentos. Desde allí, el circuito contrabandista se extendía hacia Montevideo, Colonia del Sacramento —enclave portugués ocupado y disputado repetidamente— y las rutas interiores del continente.

Pero el contrabando no era un delito aislado: era un sistema. Una economía paralela, sostenida por funcionarios corruptos, comerciantes criollos ávidos de productos europeos y una población que encontraba en el mercado negro un respiro frente al encierro económico del monopolio español. Se tejieron lazos, se sellaron pactos, se pagaron coimas. El delito se volvió rutina, y el orden colonial comenzó a deshacerse desde sus cimientos.

Este vínculo con Inglaterra, aunque fuera de la legalidad formal, resultó profundamente eficaz. No solo abasteció a las élites, sino que también transformó los hábitos de consumo populares. En las ciudades del Río de la Plata, desde Buenos Aires hasta Montevideo, se podía encontrar ropa inglesa, herramientas, utensilios, libros. Inglaterra era ya una presencia tangible mucho antes de firmarse tratados oficiales.

Y no fue casual. Mientras España imponía trabas, impuestos, inspecciones y lentitud burocrática, Inglaterra ofrecía agilidad, eficiencia y precios competitivos. En una economía donde comerciar era sobrevivir, muchos criollos —ricos y pobres— prefirieron Londres a Madrid. El imperio español aún manejaba las formalidades del poder, pero los ingleses controlaban la vida cotidiana.

Tulio Halperín Donghi lo expresó con precisión: "el contrabando no fue una excepción del sistema, sino su forma más eficaz en el Plata". Aquel comercio en las sombras no solo sobrevivió a la vigilancia oficial, sino que se transformó en una alternativa viable y deseable para muchos sectores sociales.

Todo esto fue posible porque el sistema imperial español estaba en decadencia. Las flotas, los puertos oficiales y las rutas controladas se volvían anacrónicos. Las reformas borbónicas intentaron reordenar el comercio en el siglo XVIII, pero llegaron tarde. Inglaterra ya había comprendido que podía dominar sin invadir: sobornando al funcionario adecuado, pactando con el comerciante local, ofreciendo lo que el imperio no podía dar.

El Río de la Plata fue el campo de pruebas de una lógica que luego se extendería a todo el Cono Sur: una combinación de comercio, influencia cultural, diplomacia, corrupción y deuda. El esclavo fue apenas el inicio. El verdadero objetivo era el oro, la carne, el cuero y, sobre todo, el control del comercio.

Cuando en 1776 se creó el Virreinato del Río de la Plata, el contrabando británico ya era parte del paisaje. La apertura de Buenos Aires como puerto legal no hizo más que formalizar lo que desde hacía décadas se practicaba a plena vista. Del tráfico oculto al tratado comercial hubo solo un paso.

Este ciclo —del asiento de esclavos al contrabando estructural— demuestra que la relación entre Gran Bretaña y el Río de la Plata no comenzó con las invasiones de 1806. Fue anterior, más astuta y profunda. Inglaterra no desembarcó como invasora: se introdujo como socia en las sombras. Y en esa alianza no escrita, ilegal pero legítima para los actores locales, se sembraron las semillas de una dependencia que florecería con fuerza en el siglo XIX.

Como una bodega oculta que de pronto se convierte en despacho oficial, así mutó la relación. El esclavo fue el pretexto. El oro, el cuero y la carne eran el objetivo. Y el control del comercio, el verdadero botín.

domingo, 10 de agosto de 2025

Martina Chapanay, la leyenda




Corría el año 1800. Las Provincias Unidas ni siquiera soñaban con existir. San Juan no era desierto: era pantano, laguna, barro caliente, donde la historia todavía no se atrevía a meter los pies. Allá, en medio del humedal salvaje, nació Martina Chapanay. Hija de un cacique huarpe, Ambrocio, y de una blanca tomada por la fuerza de los tiempos, Mercedes González. Desde la cuna tuvo dos sangres cruzadas en el pecho: una que galopaba como yegua cimarrona, otra que lloraba como cautiva vieja.

Montó antes de caminar. Se trepó al lomo de un potro como quien se trepa a la vida: sin permiso. Aprendió a nadar en charcos turbios, a rastrear huellas como si fueran versos rotos, a resistir el frío como un jarillal seco y el calor como médano pelado. Le quisieron enseñar buenas costumbres. Le enseñaron la cárcel del vestido, el rosario forzado, la sonrisa bajita. Un día cerró por dentro la puerta de su casa de pupilas, encerró a todos los que la querían amaestrar, y se fue. Nunca más volvió.

Por eso la llamaban la machorra. No era insulto: era leyenda. En el campo, una machorra es una hembra que no pare. En los labios de los hombres, una que no se deja montar, ni domar, ni callar. Le decían así porque se vestía como gaucho, dormía con el cuchillo envuelto en cuero bajo el poncho, escupía donde quería y no se ruborizaba ante ningún varón. Parecía hombre, decían. Pero no era ni macho ni hembra: era ella misma. Indómita. Incómoda. Libre.






En 1816, cuando San Martín reunía hombres en El Plumerillo, se presentó sola. Sin escolta, sin apellido ilustre, sin carta de recomendación. “Conozco los pasos”, le dijo al general. “Y tengo lanza para abrirme camino.” San Martín la miró de arriba abajo y asintió. Se convirtió en chasqui. Cruzó los Andes con la boca cerrada y los pies sangrando. Dicen que una vez, durante una tormenta de nieve, llegó a un campamento con los labios agrietados, el poncho helado y un silbido de viento en los huesos. Entregó el parte, se calentó las manos con el aliento y nadie volvió a quejarse del frío esa noche.

Cuando terminó la guerra contra los realistas, empezó la otra. La de adentro. La que no terminó nunca. Martina no colgó las armas ni se volvió a tejer alpargatas. Se metió con las montoneras. Peleó con Facundo Quiroga. Con el Chacho Peñaloza. Con Nazario Benavidez. Con Felipe Varela. Con Severo Chumbita. No porque fueran santos, sino porque querían un país con voz del interior. Un país sin mozos de levita ni catedrales de mármol que se comieran la sangre del pueblo. Luchaba por el federalismo real, no por el disfraz. Y cuando alguno de los suyos se vendía o se torcía, Martina lo miraba fijo. No hablaba. Pero el cuchillo silbaba en la bota.

En 1863, mataron al Chacho a traición. Lo acribillaron como a un perro. El asesino fue el mayor Pablo Irazábal. Martina lo esperó en un cruce de caminos. Lo desafió a duelo. Él alegó una descompostura. Una falsa fiebre. Una cobardía de esas que se cubren con galones. Ella lo miró. No lo mató. Pero lo dejó muerto de vergüenza.






En los caminos fue ladrona. Sí. Pero no de esas que roban por codicia. Era justiciera con lanza. Robin Hood de chiripá. Robaba a los ricos, a los comerciantes usureros, a los generales con manos limpias y conciencia sucia. Repartía entre las viudas, entre los niños que no conocían el pan, entre los gauchos quebrados por la leva. La seguían el Tuerto Caliba, que leía rastros como mapas secretos; la Chinita Olguín, curandera de noche, espía de día; y el Cacuy, gurí salvado del hambre que la llamaba madre sin que ella lo supiera.

Martina tenía sus reglas: no se mata por gusto. No se roba por codicia. No se deja atrás al caído.

Y sí, también amó. A su manera. Con furia. Con lanza. Con deseo urgente. Amó a Agustín Palacios, montonero de mirada firme. Lo mataron en combate. Ella lo lloró sin decir palabra. Después vino Cuero Cruz, otro bandido bravo. Lo quiso. Hasta que un día, por celos, Cuero mató a un inocente. Martina lo enfrentó, lo cortó en el pecho, le apoyó la daga en el cuello… y no lo mató. “Viví con esto”, le dijo. Y se fue.

Se fue de vieja. Como los zorros sabios. Como los caballos sin marca. A Mogna. A los 87 años. Algunos dicen que la picó una yarará. Otros, que la atacó un puma al que ella misma fue a cazar. Otros dicen que simplemente se dejó morir. Porque no quedaban guerras limpias. Porque los traidores ya eran gobierno. Porque hasta el barro se había secado.


El cura Bustillos, que había sido oficial de San Martín, la enterró bajo una piedra blanca, sin nombre. “Todos saben quién está ahí”, dijo. Tenía razón.

Hoy, los libros no la nombran. Porque fue india. Porque fue mujer. Porque no se dejaba retratar ni sobornar. Porque decía cosas como:

“Ser porteño es ser ciudadano exclusivista. Ser provinciano es ser mendigo sin patria, sin libertad, sin derechos.”

Y eso no entra en el bronce. No entra en los actos escolares. No entra en los discursos vacíos.

Martina no fue personaje.

No fue mártirNo fue moda.

No fue prócer. Fue fuego.

Y todavía arde en la memoria de los nadies.

Si deseas profundizar puedes hacerlo en Amazon o Kindle: LA MUJER EN LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA ARGENTINA


Bibliografía

La mujer en la guerra de la independencia argentina, Roberto Claudio Arnaiz, 2024, Amazon Kindle Edition.

Martina Chapanay: heroína de los montoneros, Raúl Larra, 1973, Ediciones Colihue, Buenos Aires.

Martina Chapanay, la lanza y la rebelión, Susana Ghirardi, 2009, Editorial de la Universidad Nacional de San Juan, San Juan.

Mujeres argentinas: historia y cultura, María Sáenz Quesada, 2011, Editorial Sudamericana, Buenos Aires.

La historia oculta: protagonistas y olvidados de la historia argentina, Felipe Pigna, 2013, Editorial Planeta, Buenos Aires.

Martina Chapanay: la mujer, la leyenda, el cuchillo, Oscar Pringles, 1997, Ediciones del Nuevo Cuyo, Mendoza.


Mujeres silenciadas: voces indígenas y criollas en la historia, Graciela Hernández, 2018, Editorial Biblos, Buenos Aires.

Investigación de Roberto Arnaiz

https://www.robertoarnaiz.com/post/martina-chapanay-la-leyenda?fbclid=IwY2xjawMFI0RleHRuA2FlbQIxMABicmlkETFqWGdLTGZwQ3NkMVJ4c0tkAR7aQjhHF4mbPNaVpidUX3VjZdIteqy-46nS4k3yx88R_6OrwYhfguMFNlPNug_aem_Okuu4iU7bEr5g6m2FEDYcg