Escrito: María Rosa
Lojo
Los Pueblos
Indígenas de América Latina, siglos XIX y XX” fue el título del II Congreso
Internacional (20 al 24 de setiembre de 2016) celebrado en la Universidad
Nacional de La Pampa. Un encuentro semejante parecía sencillamente inconcebible
hace casi veinticinco años, cuando estaba escribiendo mi novela La pasión
de los nómades y me propuse rehacer el itinerario trazado por Lucio V.
Mansilla en Una excursión a los indios ranqueles (1870). Fuera de
algunos especialistas, escritores y topónimos, la historia indígena de ese
territorio y las batallas que se libraron sobre él se habían convertido, para
los lugareños, en una fábula remota. El olvido, o la irrealidad del pasado,
seguían expulsando paradójicamente a los nativos, no solo de sus espacios
ancestrales, sino del lugar que hubiera debido corresponderles en el imaginario
nacional.
Aunque los pueblos
aborígenes intervinieron activamente en la política criolla, no solo en las
guerras de la Independencia sino en las guerras civiles, no se los consideró
como sujetos históricos y políticos también decisivos para la construcción de
la Argentina tal como es hoy. Antes bien, su imagen fue sometida, de diversas
maneras, a procesos de deshumanización, deshistorización y despolitización.
Los indios habían
sido declarados hombres libres e iguales a los blancos por los primeros
gobiernos durante el proceso independentista, así como eximidos de tributos y
de servidumbre; incluso se llegó a pensar en una monarquía indoamericana, pero
seguirían siendo, no obstante, “los otros” para el incipiente Estado nacional.
La Constitución de 1819, a pesar de insistir en la “igualdad”, descontaba, sin
embargo, que había dos mundos: uno “exterior” y otro “interior”, en tanto
establecía que el Congreso debía “proveer a la seguridad de las fronteras,
conservar el trato pacífico con los indios y promover la conversión de ellos al
catolicismo”.
Nuestra literatura
canónica decimonónica, a diferencia de otras naciones hispanoamericanas, no es
indigenista. Antes bien, relega decididamente al “salvaje” al ámbito siempre
externo de una intemperie amenazante y ominosa. Tanto para Esteban Echeverría,
con su poema La cautiva (1837), como para José Hernández con su Martín
Fierro (1872 y 1879) ese “salvaje”, alejado de la cabal humanidad, es más
bien identificado con las alimañas malignas o con la furia de los elementos
naturales.
El primer giro
significativo de estas imágenes en los textos literarios ocurre en algunas
obras no incorporadas al canon nacional. En las dos novelas tituladas Lucía
Miranda , de Rosa Guerra y de Eduarda Mansilla, se reescribe el episodio
de la supuesta primera cautiva blanca inscrito en la crónica La Argentina
manuscrita (circa 1612) de Ruy Díaz de Guzmán. Ambas se publican en 1860,
un año clave para el país, de crecientes tensiones entre Buenos Aires y las
provincias, entre los aborígenes de la Pampa central y los gobiernos criollos.
Tanto en la obra más erudita de Mansilla, asentada en lecturas históricas, como
en la breve narración sentimental de Guerra, los indígenas son sujetos sociales
y culturales que se ajustan a normas y valores y profesan creencias (algunas no
incompatibles con las cristianas). La Naturaleza no se ve como desierto
inhóspito, sino como un espacio habitable y acogedor para la nueva sociedad
interétnica que surgirá desde la pareja integrada por Anté (una joven guaraní)
y Alejo (un soldado español) en la novela de Eduarda Mansilla, primera en
reconocer el mestizaje fundacional. Los novios, que escapan al incendio del
fuerte Sancti Spiritu, no quedan desamparados en la intemperie cruel. Por el
contrario, la “inmensidad de la Pampa” les brindará “un refugio para su amor”.
Supervivencia, indígenas del norte argentina hacia el año 1.900 |
Lucio V. Mansilla,
hermano de Eduarda, sí se colocaría finalmente en un centro canónico literario
con su famoso relato de viaje a las tolderías del cacique ranquel Mariano
Rosas. Su fuerza testimonial de primera mano busca desbaratar muchos prejuicios
de la sociedad blanca sobre los aborígenes y su entorno. Lucio V. muestra que
el “desierto” no es tan desierto, ni en el sentido demográfico ni en el
geográfico y climatológico, y que sus moradores conocen la clemencia y la
solidaridad. Los indios son argentinos y los criollos también son indios. Y si
esto es así, recuerda Mansilla en su discurso ante el parlamento de caciques
(como lo repetirá en otro registro para sus lectores cristianos, dentro del
mismo libro), es porque los primeros españoles (a quienes llama “gringos”)
llegaron solos a Buenos Aires y (sic en el original) “les quitaron sus mujeres
a los indios, tuvieron hijos con ellas, y es por eso que les he dicho que todos
los que han nacido en esta tierra son indios, no gringos”. La descripción
invierte el mito de origen propuesto por Ruy Díaz de Guzmán, donde sólo hay una
cautiva tomada por la fuerza: la mujer española. Por otro lado, pone en claro
que la hibridación biológica y cultural continúa en la porosa sociedad de la
frontera y dentro de las mismas tolderías, donde convivían aborígenes, gauchos
renegados y perseguidos, extranjeros y cautivas.
Después de la
Campaña al Desierto liderada por Julio A. Roca, este mundo entreverado, denso,
plural, parece evaporarse bajo la pantalla de una Argentina que marcha guiada
por las “ideas-fuerza” de la Civilización y el Progreso. Más allá del
exterminio físico que también trajo la guerra ofensiva con sus secuelas, se
dispara un prolongado proceso de desaparición simbólica. Los sobrevivientes
derrotados deben renunciar a su peculiaridad lingüística y su cosmovisión para
asimilarse a una sociedad que busca la homogeneidad bajo otros moldes; así,
preferirán ignorar u ocultar, de manera vergonzante, sus raíces etnoculturales.
La des-memoria, la “identidad enmascarada” (Isabel Hernández), son sus
consecuencias. No era extraño que, todavía en 1992, el encargado de la estancia
donde persistían los restos de la laguna de Leubucó dudara seriamente (así
consta en La pasión de los nómades ) de que en aquellos campos
(¡centro neurálgico del poder ranquel!) hubieran vivido de verdad los indios.
Pero en los años 80
y sobre todo 90 del siglo XX, comienza un ya irreversible movimiento de
anámnesis, de reconocimiento y recuperación de esas huellas identitarias
sumergidas. Sus frutos están hoy a la vista en lenguas que se estudian y se
hablan, en un patrimonio cultural que se actualiza, en monumentos que honran la
condición humana (como el que cobija los restos por fin dignamente sepultados
de Mariano Rosas, antes solo un cráneo o un trofeo en el Museo de Ciencias
Naturales de La Plata). Y por supuesto, en la historiografía y en la ficción
que dialoga con la Historia, permitiendo que “los otros” vuelvan a tomar la
palabra dentro de nosotros mismos.
El encuentro contó
con más de mil asistentes de la Argentina y el extranjero, noventa y siete
simposios internos, cuatro conferencias (magistrales y especiales),
presentaciones de libros, talleres, mesas redondas y actividades culturales
complementarias, desde muestras fotográficas y audiovisuales, hasta
demostraciones lúdicas y gastronómicas. Buena parte de esta riquísima oferta
tuvo como protagonistas a nuestros propios pueblos aborígenes, saldando así, en
este Bicentenario de nuestra Declaración de Independencia, de manera pública y
multitudinaria y a través de una institución académica nacional, parte de la
deuda que la memoria argentina tiene para con ellos.
Resumen de la
conferencia especial dictada en el II Congreso Internacional “Los Pueblos
Indígenas de América Latina, siglos XIX y XX” realizado en La Pampa
(Argentina).
Fuente: Ñ Revista de
Cultura del Diario Clarín (Buenos Aires) – Jueves 20 de Octubre de 2.016
No hay comentarios:
Publicar un comentario