Recopilación hecha por
Enrique Melantoni
Yací, la Luna de los
guaraníes, cruza el cielo misionero cubriendo con un manto de luz plateada las
copas de los árboles, y el agua de las corrientes y saltos. La vegetación es
tan densa, que la diosa sólo conoce de oídas las maravillas que hay debajo, en la
tierra. Allí tampoco el Sol, señor del día, puede llegar con su luz.
Yací es curiosa. Quiere ver
con sus propios ojos las flores fragantes, el brillante colorido de las aves y
el silencioso acecho de las fieras.
Un día, decidida a conocer
esa tierra de ensueño, decide bajar, e invita a acompañarla a su amiga Airá, la
Nube Rosada del Crepúsculo.
Airá se sorprende ante la
invitación, y se preocupa por las posibles consecuencias.
—¿Qué pasará cuando
descubran que dejaste el cielo? —pregunta.
— Nadie tiene que saberlo
—contesta Yací con picardía—. Si les pides a tus hermanas que vuelen veloces y
cubran todo, nadie me echará de menos.
Airá se da cuenta de que
Yací está dispuesta a bajar a pesar de todo acepta la invitación. Ella también
quiere ver los brillantes picaflores paseando entre las orquídeas; quiere
maravillarse con el parloteo de los loros, el pico de todos colores de los
tucanes y las acrobacias de los monos entre las ramas.
Al atardecer del día
siguiente, protegidas por un cielo cubierto de densas nubes de lluvia, bajan a
la selva en la forma de dos jóvenes muy hermosas.
Yací y Airá sienten en los
pies desnudos el contacto con la hierba tierna y húmeda, y se reflejan en la
superficie tranquila de las aguas.
Escuchan el concierto de
las voces de la selva, y juegan a reconocer cada sonido.
Por primera vez ven el otro
lado de la noche.
El Sol baja hasta ocultarse
y, después de unas horas maravillosas, las jóvenes comienzan a sentir el
cansancio de un cuerpo humano.
Buscan un lugar donde
detenerse a descansar. Airá cree ver una cabaña entre los árboles. Se dirigen
hacia ella para pedir un sitio donde dormir cuando descubren, agazapado, un
yaguareté que las acecha desde una roca cercana.
Yací, sorprendida, olvida
opacar su brillo lunar, y el yaguareté queda deslumbrado con su fulgor.
Furioso, salta sobre ellas, con las zarpas listas para destrozarlas. Entonces
se oye el silbido de una flecha cruzando el aire delgado de la noche, y el yaguareté
se sacude, en mitad del salto, herido de muerte.
Airá ve al arquero. Es un
hombre de edad, pero con la destreza y la vista intactas, que se aproxima
rápidamente para rematar al tigre con su cuchillo.
Cuando termina, se acerca a
Yací, que había ocultado su fulgor, y a la asustada Airá, y les ofrece la
hospitalidad de su casa.
Las muchachas aceptan su
ofrecimiento y lo siguen, hasta la cabaña que Airá había visto antes a lo
lejos.
—Siéntense —les dice el
hombre—, mientras les aviso a mi mujer y a mi hija que tenemos visitas.
Yací y Airá se miran sin
comprender. Les resulta extraño que alguien quiera vivir en esta soledad, en
medio de los peligros de la selva, pero mucho más que haya llevado hasta allí a
su familia. ¿Qué lo habrá impulsado a alejarse tanto de su pueblo?
La mayor sorpresa se la
llevan al conocer a las mujeres, que las tratan afectuosamente. La esposa del
cazador comparte con ellas las escasas comodidades que tienen, como una madre
que se quita su abrigo para cubrir a sus hijos del frío.
Pero el mayor enigma se los
plantea la hija. No sabía Yací que los hombres pudieran dar a luz una criatura
tan bella y que fuera a la vez tan cálida y educada, aun con dos extrañas. La
jovencita, viendo que están cansadas y hambrientas, les trae unas tortas de
maíz tiernas y calientes, que les devuelven las fuerzas. Lo que Yací y Airá no
se imaginan es que las tortas están hechas con el último grano que quedaba en
la casa.
La confusión aumenta cuando
se les ocurre preguntar al hombre si hay otros pobladores en la zona.
—No —les contesta, negando
con la cabeza—. Vivimos alejados del resto.
—¿Y no sienten miedo de
vivir tan aislados, en medio de la selva?
—No. Estamos aquí por
nuestra voluntad...
Como si no quisiera seguir
dando explicaciones, el hombre se levanta y les desea buenas noches.
–Tupá no mira con buenos
ojos a quien olvida las reglas de la hospitalidad. Las dejaremos descansar. En
la mañana, si desean salir de estos lugares y que las guíe hasta alguna
población, no tienen más que pedírmelo —les dice, y sale de la habitación con
su mujer y su hermosa hija.
Cuando se quedan solas,
Yací vuelve a brillar con su clara y tranquila luz de Luna, iluminando el
lugar. Pero una arruga le cruza la frente, y Airá sabe lo que eso significa:
Yací está concentrada en resolver el misterio que se les ha planteado.
Aunque cree saber la
respuesta, Airá pregunta:
—¿Qué haremos, Yací? ¿Nos
quedamos hasta la mañana, o volvemos ahora al cielo y dejamos que crean que
todo fue un sueño?
Yací la mira con el ceño
fruncido, pero enseguida se relaja y sonríe.
Tendiéndose sobre la manta
que la mujer les había dado contesta:
—Como diosas, podríamos
saber inmediatamente qué motivos tuvo este hombre para traer a su familia a
vivir aquí. Pero como doncellas humanas no tenemos los mismos poderes. Quiero
tratar de convencerlo para que me lo cuente por sí mismo. Así que, hasta
mañana, Airá.
—Hasta mañana, Yací.
A la mañana siguiente, recién inicia el sol su viaje por el cielo
cuando
Yací y Airá salen de la cabaña, listas para partir. Mientras
caminan, acompañadas por su anfitrión, Yací comienza a hablar, esperando que el
hombre les dé una respuesta a sus inquietudes.
—¿Y hace mucho que viven por aquí? —le pregunta.
—Sí. Muchos años. Aquí encontré la paz que no hallaba mientras
vivía en mi tribu... — contesta él. Yací piensa que no dirá más, pero después
de un momento el hombre continúa—. Yo era un cazador y un guerrero. Cuando me
casé, y mi esposa dio a luz a nuestra hija, creí que había alcanzado la más
completa felicidad. ¡Era tan hermosa, tan inocente y falta de malos
sentimientos! Pero pronto comencé a temer la llegada del día en que perdiera
sus preciadas virtudes, regalo de Tupá. Por eso nos alejamos de la aldea. Aquí,
mi hija está lejos de las influencias que podrían malograrla. Sé que parece una
locura, pero vivimos en paz, y felices. Sólo el inmenso amor que tenemos por
nuestra hija pudo traernos a estos parajes tan solitarios.
Ni Yací ni Araí saben qué contestar.
Como ya están cerca de un poblado, le agradecen nuevamente al
hombre por su hospitalidad y, cuando lo ven alejarse, abandonan su forma humana
y ascienden al cielo.
Pero aunque Yací vuelve a ocupar su lugar entre las estrellas, no
puede olvidar su aventura en la tierra. Cada noche ve al poblador y a su
familia, y comprende su generosidad, al descubrir que les ofrecieron las
últimas tortas de maíz que tenían.
Un día vuelve a hablar con Araí y le cuenta lo que ha visto.
—Deberíamos premiar su gesto —dice Araí.
—Yo pienso lo mismo —contesta Yací—. Pero creo que, ya que ha
elegido una vida tan dura por amor a su hija, es en ella en quien debiera
recaer el premio.
Ambas diosas están de acuerdo. Por un tiempo, sólo piensan en
elegir cuál será la naturaleza del regalo. Hasta que finalmente lo deciden.
Una noche, los tres ocupantes de la cabaña caen en un profundo
sueño, mientras Yací, convertida nuevamente en una doncella radiante, recorre
los alrededores sembrando unas semillas mágicas. Araí va detrás, en forma de nube,
dejando caer una suave lluvia sobre la tierra.
En la mañana, unos árboles nuevos saludan al día, con sus hojas
verde oscuro y sus pequeñas flores blancas.
El hombre no puede creer que estas plantas desconocidas hayan
brotado durante la noche. Llama a gritos a su esposa y a su hija, que confirman
lo que han visto sus ojos.
Todavía no se reponen de la sorpresa, cuando las nubes dispersas en
el cielo se reúnen sobre ellos. Entre las nubes hay un punto brillante, una
luminaria que se desprende y desciende a su encuentro. Ya roza la tierra con
suavidad. Reconocen en ella a la doncella que durmió en su casa.
—Soy Yací, la diosa de la Luna —les dice sonriendo—. Y he venido a
traerles un presente como reconocimiento a su generosidad. Esta planta, que
llamarán caá, será para todos los hombres símbolo de amistad. También he
determinado que sea vuestra hija la dueña de la planta, por lo que a partir de
ahora vivirá por siempre. Nunca perderá su bondad, su inocencia y su belleza...
Después de mostrarles la manera correcta de secar las hojas,
prepara el primer mate y se los ofrece.
Luego Yací regresa a su camino celeste.
Pasan muchos años, y luego de la muerte de sus padres, la hija
desaparece de la tierra. Ahora es Caá Yarí, una joven hermosa que pasea entre
las plantas, susurrándoles y velando su crecimiento. A ella confían su alma los
trabajadores en los yerbatales.
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