Escrito: Héctor Bernardo
Francisco Pascasio Moreno, también conocido como el Perito Moreno, nació
en Buenos Aires, el 31 de mayo de 1852 y murió en Buenos Aires el 22 de noviembre de
1919. La historia argentina está plagada de hechos trágicos, de injusticias, de
apellidos poderosos que se repiten incesantemente y de próceres que no merecen
llevar ese calificativo. Lo sucedido luego de la mal llamada “Conquista del
Desierto” es una clara muestra de ello. Luego de aquel genocidio emprendido por
Julio Argentino Roca, un grupo de indígenas sobrevivientes fue llevado cautivo
al Museo de Ciencias Naturales de La Plata. Allí fueron expuestos como piezas
vivas para ser estudiados por científicos europeos y producir el deleite de las
familias aristocráticas que visitaban la institución. El autor de tamaña
perversidad fue Francisco Pascasio Moreno, más conocido como el perito Moreno.
El coleccionista huesos
“La Conquista del Desierto” (la ocupación a sangre y fuego de un vasto
territorio que estaba habitado por comunidades mapuches–tehuelches), además de
producir el exterminio de los pueblos originarios que habitan las tierras del
sur, tuvo como consecuencia que 40 millones de hectáreas quedaran en manos de
un puñado de terratenientes, entre los que estaba, por ejemplo, la familia
Martínez de Hoz (un apellido que siempre está vinculado a las grandes tragedias
argentinas).
El Museo de Ciencias Naturales de La Plata fue creado en ese marco
histórico. La avanzada militar sobre los pueblos originarios necesitaba un
discurso que la justificara y los supuestos científicos vinculados al
positivismo estaban dispuestos a dárselo.
La construcción del Museo comenzó en 1877 y en 1884 abrió sus puertas. Su
fundador fue el perito Francisco Pascasio Moreno. Este supuesto prócer
argentino dedicó gran parte de su vida a saquear tumbas, y muchos de los restos
que profanó le sirvieron como piezas claves para fundar el Museo. A los 23 años
Moreno poseía una colección de 700 cráneos y cuando inauguró la institución
platense tenía más de 1.000.
El desprecio que el perito Moreno sentía por los indígenas se ve reflejado
en varias de sus cartas. En una de ellas, cuenta que le propuso a su guía
aborigen, Sam Slick, que lo acompañara en una expedición y este “se rehusó diciendo
que yo quería su cabeza”; lejos de negarlo, Francisco Moreno asegura en la
epístola: “Su destino era ese”. Días después, la cabeza del guía pasó a
engrosar la colección del perito.
Una vez terminado el genocidio emprendido por Roca, los aborígenes
sobrevivientes fueron llevados a la Capital y muchos de ellos fueron vendidos
como esclavos (a pesar de que en nuestro país la Asamblea de 1813 había abolido
la esclavitud).
Moreno, no conforme con haber profanado cuanto cementerio indígena
encontró, llevó prisioneros al Museo a un grupo de aborígenes sobrevivientes y
los mantuvo cautivos para ser expuestos como piezas vivas. Científicos de
distintas partes del mundo – sobre todo de Europa – visitaron el Museo,
midieron y analizaron a los indígenas como si formaran parte del conjunto de
objetos que allí se guardaban. Los cautivos fueron obligados a pasearse por las
mismas habitaciones donde los restos de sus compañeros eran expuestos en
vitrinas, y a medida que morían sus esqueletos pasaban a formar parte de la
exposición.
Como todo coleccionista, Moreno se enorgullecía de sus adquisiciones. En
otra de sus cartas señaló: “tenemos ya en el Museo representantes vivos de las
razas más inferiores”.
El historiador y periodista Osvaldo Bayer en un artículo al respecto
comentó: “Cuando se conozca bien nuestra historia y la ética triunfe sobre el
positivismo la figura del perito Moreno perderá todo su halo”, y agregó: “La
exhibición que hizo el perito Moreno de los caciques Inakayal y Foyel en el
Museo de La Plata fue obscena y racista”.
Bayer agregó un dato que ayuda describir aún más claramente la
personalidad de Francisco Moreno: “Cuál fue la idea fundamental del perito
Moreno lo dice su última acción: fue fundador de la Liga Patriótica Argentina,
la organización de ultra derecha formada para combatir al movimiento obrero”.
Cautivos
Entre los indígenas que fueron llevados vivos al Museo para su exposición,
estaban: el cacique Inakayal; Margarita, su mujer; Margarita Foyel (hija del cacique
Foyel); Eulltyamal; una niña que todavía no está claramente identificada -pero
que figura en registros periodísticos de la época-, y un joven yagan llamado
Maish Kensi.
Los cautivos fueron alojados en unos pequeños depósitos del sótano del
lugar, huecos húmedos y fríos a los que el personal hoy sigue denominando: “las
cárceles”.
Los hombres eran obligados a hacer las tareas de mantenimiento y las
mujeres a tejer. Al joven Maish Kensi lo pusieron a trabajar en la preparación
de los esqueletos de los aborígenes para su exhibición – después de su muerte,
sus restos estuvieron expuestos durante 112 años –.
Las autopsias realizadas a los esqueletos de los cautivos demostraron que,
al momento de su muerte, se encontraban desnutridos. Los registros de la época
que los describen señalan que Inakayal era “reservado, desconfiado, orgulloso y
rencoroso. Comunicativo solamente cuando estaba ebrio. Dormía casi todo el
día”. Quien describió las características del cacique parece no haber querido
darse cuenta que se trataba de un líder a quien le habían masacrado a casi todo
su pueblo, que sus hermanos sobrevivientes habían sido vendidos como esclavos y
que él estaba prisionero y expuesto entre los esqueletos de sus hermanos para
el deleite de los “hombres civilizados”.
Inakayal murió el 24 de septiembre de 1888, a los 45 años. La versión
oficial señala que el cacique se suicidó luego de hacer un ritual en las
escalinatas del Museo y de despojarse la ropa occidental que le obligaban a
usar. Hoy los investigadores sospechan que pudo haber sido asesinado.
Clemente Onelli describió: “Un día, cuando el sol poniente teñía de
púrpura el horizonte, apareció Inakayal en la escalera del Museo. Se arrancó la
ropa, la del invasor de su patria, desnudó su torso dorado como metal corintio,
hizo un ademán al sol y otro larguísimo hacia el sur; habló palabras
desconocidas. Y en el crepúsculo, la sombra agobiada de ese viejo señor de la
tierra se desvaneció como la rápida evocación de un mundo. Esa misma noche,
Inakayal moría”.
Ecos de ayer y hoy
El cacique Inakayal es un símbolo de la cultura mapuche-tehuelche. Luego
de su muerte, su cerebro, su cuero cabelludo y su esqueleto fueron expuestos en
la sala de antropología del Museo.
Cuando los miembros de los pueblos originarios tuvieron una mínima
oportunidad de hacerse oír, comenzaron a reclamar la restitución de los restos
de sus antepasados, en especial la de aquellos que habían ocupado un lugar
trascendente en la comunidad.
Las peticiones ante las autoridades del Museo se sumaron una tras otra.
Pero durante muchos años el mundo académico y el político hicieron oídos sordos
a esos reclamos.
Recién en el año 2001 se sancionó la ley 25.517, la cual determinó que
deben restituirse a los pueblos originarios los restos que estén en
instituciones públicas.
A pesar de que ya se cumplieron 9 años de la creación de la ley, las
restituciones se pueden contar con los dedos de una mano. Si tenemos en cuenta
que sólo en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata hay 8 mil restos
humanos, las restituciones son insignificantes. Si bien otros museos de nuestro
país tienen cantidades similares a la del Museo platense, esta entidad se ha
transformado en un punto clave del reclamo de los pueblos originarios, ya que
entre los restos identificados hay por lo menos 13 caciques.
Los restos de Inakayal fueron devueltos a su comunidad, pero sólo de
manera parcial. Miembros del Grupo Universitario de Investigación en
Antropología Social (GUIAS) descubrieron que la restitución había sido
incompleta. Si bien se habían entregado los restos óseos, el Museo se había
quedado con el cerebro y el cuero cabelludo del cacique, violando la ley y
humillando una vez más a los pueblos originarios.
A través de Fernando Miguel (Colectivo Guías)
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