El esquivo depredador
americano es venerado como un símbolo espiritual.
Hoy este felino se enfrenta
a peligros que podrían convertir su imagen en un mero recuerdo.
Atracción turística En algunas algunas regiones de Brasil y otras zonas del área de distribución del jaguar, los ecologistas trabajan para que el turismo se convierta en un acicate que impulse la economía local y garantizce la supervivencia de estos felinos. Fotografia Steve Winter |
Curandero peruano
El curandero peruano maestro Juan Flores se deja fotografiar junto al río Hirviente, otrora evitado por los lugareños por la presencia de jaguares y de fuerzas sobrenaturales. Hoy los únicos jaguares que hay son los que él invoca apelando al mundo de los espíritus. El maestro buscó curaciones tradicionales en este lugar tras recibir un tiro en las piernas; después fundó el centro de sanación chamánica de Mayantuyacu.
Fotografia Steve Winter
Los aprendices del maestro
Juan Flores me ofrecieron la llave de entrada al mundo espiritual de
los jaguares dentro de un pequeño cáliz de plástico.
Contenía «la medicina», una decocción parda y densa a base de hojas
de chacruna y lianas de ayahuasca que habían hervido durante dos días y
decantado en botellas de agua recicladas. Para comenzar la ceremonia, el
maestro consagró la infusión con exhalaciones de humo de mapacho, el
tabaco silvestre amazónico. Acto seguido empezó a llenar el cáliz: una
pequeña dosis para cada uno de los presentes.
Nosotros aguardábamos
sentados en esteras, con mantas y cubos de plástico para recoger los vómitos,
bajo el techo de paja de un amplio pabellón sin paredes llamado maloca. Éramos
28, procedentes de Estados Unidos, Canadá, España, Francia, Argentina y Perú.
Todos habíamos ido en busca de alguna cosa hasta aquel puesto remoto de la
Amazonia peruana, levantado a orillas de un curso de agua extraño y letal
llamado río Hirviente.
Algunos
confiaban hallar la cura de dolencias graves; otros buscaban orientación;
los había que simplemente deseaban echar un vistazo a otro mundo, el rincón más
esotérico de lo que Alan Rabinowitz denomina «el corredor cultural
del jaguar». Este dominio –geográfico y cultural– abarca los hábitats y
rutas migratorias que su organización conservacionista, Panthera, intenta
proteger para garantizar la supervivencia de los cerca de 100.000 jaguares que
quedan en el mundo y la vitalidad de su acervo genético.
Ritual con ayahuasca
La medicina se repartió en
silencio, sin más sonido que el rumor del río, donde guirnaldas de vapor se
mecían enremolinos de aire fresco nocturno. Cuando los aprendices se
acercaron a mí, me puse de rodillas, tal vez por la antigua costumbre católica
o por la simple imitación de la postura de todos los demás. Un aprendiz me
tendió el cáliz; otro sostenía un vaso de agua.
Como quien se dispone a
saltar al abismo, vacilé, recordando lo que el curandero don José Campos me
había dicho unos días antes en la bulliciosa ciudad portuaria de Pucallpa, en
Perú. «Usted no toma la ayahuasca –me dijo–. La ayahuasca lo toma a usted».
Incliné la copa y bebí.
Había venido a ver al
maestro juan a Mayantuyacu, el centro de sanación chamánica que él fundó
en la década de 1990 con la idea de aprender más cosas sobre los jaguares, en
especial aquellos aspectos que no pueden captarse con una cámara trampa.
Panthera onca es el
carnívoro superdepredador de América del Sur y del Norte. Al tiempo majestuoso
y feroz, sigiloso sin rival, se mueve como pez en el agua en los ríos, en el
suelo de la selva y en las ramas de los árboles. Sus ojos brillan en la
oscuridad por acción del tapetum lucidum de sus retinas de visión
nocturna.
Su mordedura es la más
potente –en relación con su tamaño– de entre los grandes
felinos. Y posee una característica que lo distingue de todos ellos: no
muerde a sus presas en la garganta, sino en el cráneo, a menudo perforándoles
el cerebro y causándoles una muerte instantánea. Su penetrante rugido
gutural se antoja el sonido grave de la mismísima fuerza vital.
La doble vida de los
jaguares
Pero durante miles de
años los jaguares han llevado una doble vida, una existencia figurada que
domina el arte y la arqueología de las culturas precolombinas en prácticamente
la totalidad del área de distribución histórica de la especie, desde el
sudoeste de Estados Unidos hasta Argentina. Fueron divinizados por los
olmecas, los mayas, los aztecas y los incas, que esculpían efigies de jaguar en
sus templos, en sus tronos, en las asas de sus ollas, en las cucharas que
tallaban en los huesos de llama…
Su imagen aparecía
entretejida en chales y sudarios de la cultura chavín, surgida en Perú en torno
al año 900 a.C. Algunas tribus amazónicas bebían su sangre, comían su corazón y
vestían con sus pieles. Muchos creían que las personas podían transformarse en
jaguares y los jaguares, convertirse en personas. Para los desana del noroeste
de Colombia, eran la manifestación del sol; para los tucano, su rugido
anunciaba la lluvia.
La palabra maya balam
denota tanto al jaguar como al sacerdote o hechicero. En la cultura mojo
de Bolivia, el candidato por excelencia para el puesto de chamán era el hombre
que había sobrevivido al ataque de un jaguar. Incluso hoy, cuando la especie
ha sido expulsada de más de la mitad de su territorio original, siguen
apareciendo por doquier manifestaciones modernas de esa relación milenaria.
Cada mes de agosto, por
ejemplo, en el festival de La Tigrada, los vecinos de Chilapa de Álvarez, en el
sudoeste de México, desfilan por las calles con máscaras de jaguar y disfraces
moteados para pedir al dios jaguar Tepeyollotl lluvias y cosechas
abundantes. Es posible encontrar la imagen de un jaguar rugiente en
cualquier objeto imaginable, desde la lata de una de las cervezas más
populares de Perú hasta toallas de playa, camisetas, mochilas, pescaderías y
bares de ambiente.
Sin duda el elemento más
misterioso de la doble vida del jaguar se oculta en los dominios del
chamán y losextraordinarios estados de conciencia que los pueblos
indígenas del alto Amazonas llevan milenios explorando a base de plantas
psicotrópicas. En este universo esotérico en que los curanderos nativos afirman
poder identificar el origen de todas las dolencias y hallar su cura con ayuda
de los espíritus, el jaguar se erige como un aliado, un guardián, una presencia
vital capaz de expulsar enfermedades, catalizar transformaciones y ahuyentar
fuerzas malignas.
Entre la cornucopia de
espíritus amazónicos que supuestamente moran en los lagos y ríos, en los
animales y en las 80.000 especies de plantas estimadas que conforman uno
de los ecosistemas más prodigiosos del planeta, el jaguar no tiene parangón.
Mayantuyacu está a unos 50 kilómetros al sudoeste de Pucallpa. «Hace cuatro
años no había carretera», dijo Andrés Ruzo cuando nuestra camioneta salió de la
autopista de arcilla y grava para incorporarse a una pista precaria abierta
sobre un terreno recién deforestado por los rancheros.
Al pie de una colina
empinada había un santuario de cabañas y construcciones con techo de paja en
medio de los árboles, en los que reverberaba el carillón gorjeante de las
oropéndolas. Ruzo había llegado a conocer bien Mayantuyacu y al maestro Juan en
los siete años que había estado estudiando el río Hirviente para su doctorado
por la Universidad Metodista del Sur, de Texas, financiado parcialmente con
becas de National Geographic.
Un río a 100ºC
El río, de unos seis
kilómetros de longitud, se alimenta de unas aguas que se calientan a gran
profundidad y ascienden por fallas de la corteza terrestre. En algunas
zonas el río ronda los 100 °C, una temperatura capaz de acabar con cualquier
criatura que se precipite a sus aguas.
Generación tras generación, los lugareños han visto en esta anomalía geológica un lugar de importancia espiritual. La mayoría ni siquiera se acercaban al río, temerosos de los espíritus que habitaban sus vapores y de los jaguares que merodeaban en la selva circundante. Pero los curanderos –como muchos prefieren que los llamen– llevan toda la vida acudiendo a él para participar de su poderosa medicina.
Estudiosos de un tipo de
ciencia diferente, la de los efectos de las plantas, adquirían sus conocimientos
de fitoterapia en un proceso llamado «la dieta», en el que consumían y
estudiaban los efectos de diversas recetas preparadas con hojas, raíces,
cortezas y savias. Su plan de estudios incluía también la adquisición de
conocimientos bajo los efectos de la ayahuasca, el medicamento psicotrópico por
excelencia y la base de la vida espiritual de más de 70 pueblos
indígenas y culturas mestizas de la Amazonia.
En nuestra segunda noche en Mayantuyacu, Ruzo nos llevó al fotógrafo Steve Winter y a mí a la cabaña del maestro Juan, uno de los curanderos más famosos de Perú. Estaba tumbado en una hamaca, sin más ropa que los pantalones, fumando un mapacho. A sus 67 años, parecía ser un hombre de pocas palabras, mesurado, estoico, observador; hablaba español con fluidez, pero era de esas personas que no se prestan a confianzas ni a interrogatorios.
Tiene 14 hijos, de entre 13
y 30 años. Algunos trabajan en Mayantuyacu. Hijo de curandero, se crio en la
pequeña aldea de Santa Rosa, a 16 kilómetros al este del río Hirviente. Un día
su padre salió sin la pipa y sin la protección del maestro espíritu del tabaco;
le cayó encima un árbol y murió.
Por entonces Juan tenía 10 años, pero pudo continuar sus estudios gracias a que un curandero ashaninka lo tomó como aprendiz. A partir de ahí estudió con curanderos de muchos pueblos indígenas y contextos diferentes. Fundó Mayantuyacu tras haber visto la muerte muy de cerca cuando pisó una trampa de caza y el disparo resultante le destrozó la tibia. Para cuando pudieron llevarlo al hospital, había perdido tanta sangre que los médicos temieron por su vida. Tenían claro que nunca volvería a caminar sin muletas.
Una enfermera le insinuó que si era un gran curandero, entonces debería ser capaz de sanarse a sí mismo. Así que, transcurrida una semana desde el accidente, agarró las muletas y emprendió una ardua peregrinación río Pachitea arriba y selva a través hasta que se topó con un came renaco (Ficus trigona) que crecía inclinado sobre el río Hirviente, las ramas envueltas en vapor. Con aquel árbol preparó unos tratamientos cuya finalidad era el fortalecimiento óseo.
En cuestión de meses tenía
la pierna como nueva. Poco después se casó con la enfermera que lo había
desafiado y juntos fundaron Mayantuyacu, cerca del came renaco que lo había
sanado.
Pero ahora, más de 20 años después, la salud de la región entera pasa malos momentos. Buena parte de la selva de los alrededores ha sido talada o quemada para hacer sitio al ganado. La mayoría de los animales han sucumbido a la caza. Hasta cuesta encontrar lianas de ayahuasca: ahora Mayantuyacu las importa de otras zonas de Perú o Brasil. En 2013, año en que se construyó la carretera, el came renaco que había encontrado el maestro Juan cayó al río Hirviente y murió.
Steve Winter sacó el portátil
para mostrar a nuestro anfitrión las fotografías de jaguares que había tomado
en el Pantanal brasileño.
El curandero sonrió y bajó
la guardia. Fue como si estuviese contemplando fotos de una rama de su familia
que se hubiese mudado lejos. Se entusiasmó como un chiquillo al visionar la
filmación de un jaguar que se lanzaba a un río y salía de él con un caimán de
70 kilos en las fauces.
Terminado el espectáculo y cerrado el portátil, el maestro Juan encendió un mapacho.
El último jaguar de la zona
«Al último jaguar de esta
zona lo mataron hace dos años», dijo. La mayoría de la gente de Mayantuyacu,
sus aprendices, los trabajadores que preparaban las lianas de ayahuasca, jamás
habían visto uno, excepto cuando los invocaban en ceremonias y se les aparecían
en visiones. Para ellos el jaguar solo existía en el mundo
espiritual. El maestro Juan comentó que solía invocar a los espíritus de
los jaguares para proteger la entrada a la maloca durante las ceremonias.Había
dos: uno vinculado con el jaguar moteado, el llamado otorongo, y otro
relacionado con una variedad mucho más rara, el jaguar negro, al que se refirió
como yanapuma.
Yo debía plantearle una
pregunta dolorosa, porque saltaba a la vista que el maestro Juan era consciente
del apocalipsis a cámara lenta que tenía lugar a su alrededor: un modo de vida
estaba desapareciendo a medida que la selva ardía, la caza se esfumaba y el
jaguar dejaba de rugir. ¿Cómo puede invocarse a los espíritus de los
jaguares de la selva si en la selva no hay jaguares? «Los espíritus no se
borran –dijo–. El cuerpo puede haber muerto, pero el espíritu sigue aquí».
Y, sin embargo, seguía
rezando por el regreso del jaguar, pues sabía que una selva con jaguares
es más sana que una selva sin el gran cazador que mantiene a raya a las demás
especies. «Son buenos –dijo en voz baja–. Ojalá vuelvan». Sabía un poco a
tierra, la ayahuasca del cáliz, acre y dulce a la vez, un poco como la
melaza. Repartida la última dosis,se apagaron las luces y nos inundó la
oscuridad de la selva, una oscuridad tan formidable como el rostro del jaguar
negro cuya mirada desafiante habíamos visto de cerca, refulgiendo tras las
barras de acero de una jaula de Pucallpa.
¿Cómo puede invocarse a los
espíritus de los jaguares de la selva si en la selva no hay jaguares?
Media hora más tarde el
maestro Juan, indicando que empezaba a sentir los efectos de la medicina que
también él había bebido, empezó a entonar el primer icaro, una salmodia
monótona que incorpora frases en distintos idiomas y sílabas sin sentido.Estaba
sentado con las piernas cruzadas.
Llevaba una larga túnica de
rayas, un tocado de plumas de loro de intenso color verde y collares cuyas
cuentas eran grandes conchas marrones de caracol, huayruros (unas semillas
carmesíes) y colmillos de jaguar. Daba la impresión de que su cántico
movía la energía por la sala.
Aquellos asistentes que no
percibían ningún efecto ingirieron una segunda dosis, alumbrándose el camino
hasta el maestro con la luz de sus iPhones. El maestro Juan entonó una
invocación de los espíritus de determinadas aves. Más tarde lo oí llamar a los jaguares
a la maloca. Abrí los ojos y constaté que había seguido el círculo de esteras y
estaba sentado justo delante de mí.
Después me explicó que los
jaguares habían llegado y se habían sentado en la entrada de la maloca, pero
solo un momento. «Pronto volvieron a internarse en la selva», dijo. Yo no los
vi. La ayahuasca no me hizo ver jaguares ni ningún otro animal del mundo de los
espíritus. Pero lo que sí vi en aquellas tres horas fue una de las experiencias
más reveladoras de mi vida. El instante en que la ayahuasca se apodera de
ti se denomina «la mareación», palabra que no hace justicia a la sensación
de ser transportado a otro mundo; en mi caso, no al de los espíritus de los
jaguares, sino al reino secreto de las plantas.
De pronto tuve la sensación
de comprender cómo es avanzar por los dominios oscuros y claustrofóbicos de las
raíces, elevarse desde el suelo por bóvedas catedralicias de luces y sombras
como los zarcillos de una trepadora. Y cómo es saber, igual que uno conoce
intrínsecamente el amor o la aflicción, que las plantas están tan vivas
como cualquier animal, que tienen inteligencia y capacidad de sentir, que
poseen lo que en verdad se me antojaba un modo de espíritu.
Me sentí embargado por lo
que el poeta Dylan Thomas describió como «la fuerza que por el verde tallo
impulsa la flor», dando a entender que en el universo existe un genio mucho
mayor que el nuestro, órdenes ascendientes de genialidad trenzada en el ADN
de todos y cada uno de los seres vivos. Oí a otros cantar, como en celebración
de la misma epifanía: canciones religiosas en español entonadas por los
peruanos de la zona que asistían a las ceremonias dos o tres veces por semana,
salmodias del maestro Juan y sus aprendices, y algunas de las arias sin
palabras más exquisitas que jamás había oído, icaros improvisados en el
momento, reverberando de puro júbilo.
Me quedé despierto casi
hasta al amanecer, tomando notas en mi diario, sabiendo que nada de lo que
pudiese escribir expresaría la belleza y la extrañeza de aquella noche, las
avalanchas de una nueva percepción, los ataques de risa que me sacudieron
al darme cuenta de cuán absurdos son mi ciego materialismo y
la locura de la vida neoyorquina, donde la naturaleza se reduce a ratas,
cucarachas y los agobiados árboles de Central Park. En el desayuno me senté
junto a un exaprendiz del maestro Juan que había sido mi vecino de estera la
víspera. Me dijo que durante mi ataque de risa me había echado humo de tabaco,
temiendo que me estuviese volviendo loco. Intenté explicarle que nunca me
había sentido más cuerdo.
Con todo, debía preguntarme
hasta qué punto había sido real todo aquello. La ciencia tiende
a minimizar los efectos alucinógenos de la ayahuasca y atribuir
muchas de las sanaciones de los curanderos al efecto placebo o a la sugestión,
el hábil uso chamánico del escenario y el contexto. Los espíritus no se pueden
verificar ni cuantificar.
Me inquietaba pensar
en el joven canadiense que había conocido: tenía un tumor canceroso en la
pierna, pero había rechazado la cirugía y la radiación y pensaba curarse
con un tratamiento de fitoterapia e iluminación inducida por la ayahuasca.
La ciencia tiende a
minimizar los efectos alucinógenos de la ayahuasca y atribuir muchas de las
sanaciones de los curanderos al efecto placebo o a la sugestión.
En la misma línea, a la
mañana siguiente la convicción del maestro Juan de que la naturaleza era un
hervidero de espíritus ya no me parecía tan ridículo. Nada ridículo, de
hecho. Él vivía en un mundo que no se había convertido en una máquina.
Donde yo oía el ruido del río como simple agua discurriendo sobre roca, él oía
un coro de voces, incluida a veces la de su hermana, que siendo niña se había
ahogado en un lago y años después se le aparecía en forma de sirena.
¿Quién era nadie para negar
su realidad? Con su medicina, el maestro había mostrado a todos los presentes
en la maloca aquello que conocía de un mundo distinto. Lo que quisiésemos creer
de esa realidad dependía de nosotros.
Un gran número de europeos
y estadounidenses viaja a Mayantuyacu y otros centros chamánicos de Perú con la
esperanza de hallar algo del «espíritu del jaguar» dentro de sí mismos. La
lección general que a mí me enseñó la ayahuasca fue que el rugido del jaguar es
una de tantas voces de la sinfonía ecológica, y que con demasiada
frecuencia nos centramos en las especies emblemáticas –singularmente en los
grandes felinos– y olvidamos que una parte crucial de su identidad es el
entorno en el que viven y su convivencia con otros miles de organismos, incluidos
nosotros.
Días después Ruzo me relató
la visión que experimentó uno de los aprendices del maestro Juan durante la
ceremonia. Había visto un esqueleto completo de jaguar, tendido de costado a
orillas del río Hirviente. El maestro Juan y Ruzo habían debatido extensamente
sobre aquella visión.
El maestro Juan
interpretaba que el esqueleto significaba que el jaguar –en todas sus formas–
ya no puede proteger la selva que rodea Mayantuyacu. No tiene la menor duda de
que ahora depende de él, de Ruzo y de todos los conservacionistas que veneran
el poder y la elegancia del jaguar, que la selva se mantenga indemne.
Escrito
Chip Brown
Fuente
National Geographic - 1ro
de Enero de 2.018
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