El recuerdo de la vida
ejemplar del doctor Maradona se funde con el homenaje a todos los médicos
rurales argentinos, cuyas historias anónimas nos esconden sus nombres y sus
desvelos: el 4 de julio, día de su nacimiento ha sido declarado por ley Día
Nacional del Médico Rural.
La historia…
Parecía una parada más.
Pero la modorra del convoy se sacudió por los gritos y las manos que se
levantaban con más angustia que aires de bienvenida, y clamando sin mucha
esperanza por un milagro en aquel paraje olvidado…un médico. Un hombre delgado,
de apenas 1, 53 m, se alisó los cabellos oscuros y lacios y con voz amable y
firme bajó de inmediato a ofrecerse como tal. Tiempo después, el mismo
recordaría su encuentro con su Formosa de monte e indios donde pasaría los
siguientes 50 años de su vida con estas palabras y esta sencillez: “Había que
tomar una decisión y la tomé. El tren que me llevaba a Tucumán, donde vivía mi
hermano, estaba a punto de arrancar Yo estaba en el andén del Paraje Guaycurri
(que con los años sería Estanislao del Campo) cuando vi muchas manos que se
alzaban suplicantes y voces ininteligibles que me llamaban en idiomas
diferentes. Entonces me subí a un sulky tirado por una mujer cincuentona muy
preocupada y me dejé internar en la maleza. Poco después, como dijeron por
allá, le había “salvado” la vida a una indiecita que después se me presentó
como Mercedes Almirón y que hoy vive en Tucumán rodeada de sus nietos y sus
bisnietos. Un parto distócico había estado a punto de terminar con ella y con
el bebé. Fue entonces cuando decidí perder mi pasaje en el tren, que aún me
aguardaba, y no volver nunca a las comodidades de mi consultorio en Buenos
Aires. La bienvenida me la dieron indios, criollos y algún que otro inmigrante,
todos enfermos, barbudos, harapientos. Yo mismo me di la bienvenida a ese mundo
nuevo, aún a riesgo de mi salud y mi vida.”
Sin otro adorno que su
simple sencillez narró siempre aquel instante que no sólo cambió su vida sino
que mejoró para siempre la de miles de habitantes de las selvas de Formosa y
Chaco, y que alcanzó a indios tobas, matacos, mocovíes y pilagás, a criollos y a
inmigrant es. No fue poco: logró erradicar de ese olvidado rincón del país los
flagelos de la lepra, el mal de Chagas, la tuberculosis, el cólera, el
paludismo y hasta la sífilis, que él entendía como el mal aportado por la
civilización, a la que por eso llamaba “sifilización”. Para lograr sus
objetivos, juntó lo que podía y como podía de la ciencia médica traída de la
Universidad de Buenos Aires, sus propios y extensos estudios como naturalista,
su ingenio y su creatividad y trabajó con métodos y remedios caseros,
escribiendo su propia versión del sanitarismo cuando enseñó a sus queridos
indios a fabricar ladrillos, a edificar sus casas y a cuidar de su salud.
Inevitablemente alguien lo
llamó un día cuando su historia trascendió el monte “el Albert Schweitzer de
los tobas y matacos”, y su comentario al respecto ayuda a conocerlo sin
necesidad de comparaciones ociosas: “Nunca pude entender quién inventó esas
macanas de que yo era como Ghandi o de que era el Albert Schweitzer d e la
Argentina —comentaba—, eso no me causa gracia porque yo odio el exhibicionismo
en cualquiera de sus manifestaciones. Yo soy sólo un médico de monte, que es
menos aún que un médico de barrio”. “Schweitzer sí era un hombre ilustre, él
sabía música; era un eximio organista, más allá de su gigantesca obra en
África. Y cómo pueden compararme con Ghandi, justamente con él, que con la no
violencia salvó a todo el pueblo. Y a mí, sólo por haber cumplido con mi deber,
me quieren hacer fama, justamente a mí, que siempre me creí el más inútil de
los 14 hermanos. Cómo voy a ser un hombre ilustre si de chico fui retraído,
taciturno; fui mal alumno, desordenado, rebelde, solitario y de carácter
fuerte. Era medio desobediente y a veces prefería quedarme pintando abajo de un
ombú antes que leer libros”.
A los 90 años, cuando los
dolores de un cuerpo ya entumecido le hicieron partir a su pesar, se despidió
sencillamente de “su gente” y se tomó un ómnibus para Santa Fe. Las c rónicas
nos dicen que las autoridades lo detectaron y le consiguieron una ambulancia
para que completara el viaje. Llegó tan mal que fue necesario internarlo por un
mes, y pidió expresamente a su familia que siempre fuera en un hospital
público. Casi 9 años después, pisando el siglo de vida, con la lucidez que lo
acompañó siempre resumió su vida en un párrafo cuya sencillez y grandeza
estremecen: “Así viví muy sobriamente cincuenta y tres años en la selva, hasta
que el cuerpo me dijo basta. Un día me sentí morir y me empecé a despedir de
los indios, con una mezcla de orgullo y felicidad, porque ya se vestían, se
ponían zapatos, eran instruidos. Creo que no hice ninguna otra cosa más que
cumplir con mi deber”. Dos lecciones y a cual más grande: una vida de entrega y
trabajo y una humildad igualmente épica.
La biografía formal Maradona
nació en Esperanza (Santa Fe) el 4 de julio de 1895, uno de los 14 hijos de
Waldino Maradona y Petrona de la Encarnación Villalba, una familia enraizada ya
en estas tierras. Descendía, por parte de su padre, de una familia gallega (los
Fernández Maradona) llegada desde Chile en la época colonial a poco de fundarse
San Juan donde finalmente se radicaron y dieron figuras de talla histórica. Del
lado materno en cambio la ascendencia era criolla (de Santiago y Buenos Aires),
y su infancia transcurrió en gran parte en su estancia de Los Aromos en las
barrancas santafecinas del río Coronda. Ya adolescente, la familia se trasladó
a Buenos Aires, donde se recibió dos décadas después de médico (1928).
Se instaló unos meses en la
Capital Federal y luego en Resistencia, Chaco. Y allí estaba en 1930, cuando la
revolución de Uriburu depuso al presidente Hip ólito Yrigoyen. Si bien nunca
había sido yrigoyenista sino acaso lo contrario, asumió como ciudadano defender
la democracia y el gobierno constitucional pronunciando entonces fogosas
conferencias en las plazas públicas, que le valieron inmediatas persecuciones.
En el entusiasmo de la juventud acaso esa experiencia lo marcara, porque nunca
luego llegó a practicarla seriamente y definitivamente se apartó de ella. “Pese
a que llegué a ser candidato a diputado por el Partido Unitario —recordaba a
propósito del tema—, la política nunca ocupó el centro de mi vida; los
políticos, en su mayoría, siempre dicen una cosa y hacen otra, muchas veces
desvirtúan la democracia para hacer demagogia en nombre de ella”.
Perseguido por el régimen
que derrocara a Yrigoyen, partió para Paraguay donde comenzaba entonces la
Guerra del Chaco Boreal, con apenas una valija de ropa, un revólver 38 y su
diploma de médico como todo equipaje. Ya llegado, ofreció sus servicios a un
comisario de Asunción, pero pidió que no lo sometieran a ninguna bandera porque
su único fin era el “humano y cristiano de restañar las heridas de los pobres
soldados que caen en el campo de batalla por desinteligencias de los que
gobiernan”. Tan nobles palabras le valieron la cárcel por unos días: no le
creyeron y lo tomaron por un espía argentino. Poco después ya liberado, lo
tomaron como camillero en el Hospital Naval, donde pronto llegó a en tres años
llegó a ser director, atendiendo en esa etapa a cientos de soldados de ambos
bandos. Fue para ese entonces que conoció a la que sería el único amor de su
vida: Aurora Ebaly, una jovencita de 20 años descendiente de irlandeses y
sobrina del presidente paraguayo. Ya comprometidos, el romance estaba llamado a
ser fugaz: el 31 de diciembre de 1934 Aurora murió con el año víctima de la
fiebre tifoidea. Pero fue largo el recuerdo que Maradona encendió en su
memoria, pues no se casó nunca y nunca volvió a noviar.
Acaso el dolor del duel o
fue uno de los motivos que lo alejaron de Paraguay no bien terminó la guerra.
Tras donar los sueldos que ganó a soldados paraguayos y a la Cruz Roja, escapó,
de los honores y agasajos que le realizaron. No pocos dijeron que este médico tuvo
mucho que ver con el fin de la guerra, pero él mismo se encargó de minimizar
las versiones: “Pese a lo que algunos dijeron, yo no fui quien directamente
hizo firmar la paz entre ambos países. Solamente colaboré para que se juntaran
las comisiones que habían viajado desde Europa con los delegados de Bolivia y
Paraguay”.
Volvió entonces a
Argentina. Había proyectado las etapas de su viaje: regresaría a su país en
barco, hasta Formosa, y allí tomaría el tren que pasaba por Salta, Jujuy y
Tucumán; en esta ciudad visitaría a un hermano, que era intendente; después
llegaría a Buenos Aires, donde vivía su madre. Fue en ese tren donde le salió
al encuentro su destino definitivo en el monte formoseño. El próximo pasaba a
los tres o cuatro días, y en ese intervalo la gente del lugar y de los campos
vecinos acudió a hacerse asistir, y todos le pidieron insistentemente que se
quedara, ya que no había ningún médico en muchas leguas a la redonda. Y también
fue entonces cuando simplemente y según sus palabras “Había que tomar una
decisión y la tomé… quedarme donde me necesitaban. Y me quedé 53 años de mi
vida.”
Y se estableció en
Estanislao del Campo, entonces el Paraje Guaycurri, un villorrio formoseño sin
agua corriente, gas, luz o teléfono. Y a poco de vivir allí, vio aparecer a los
aborígenes de las cercanías, tobas y pilagás. Llegaban de cuando en cuando,
como espectros en fuga, miserables, desnutridos y enfermos a los comercios y
viviendas de los límites del poblado, ofreciendo canjear plumas de avestruces,
arcos, flechas y otras artesanías por alguna ropa o alimento que necesitaban.
El corazón de Maradona se conmovió y latió con ellos, con su dolor y su
desamparo, y se transformó en un compromiso asu mido como obligación moral de
hacer algo por ellos, desde entonces y durante toda su vida. E hizo muchísimo:
no es fácil resumirlo, el lector habrá de llenar los espacios cotidianos que
mediaron en medio siglo… Primero acercarse, ganar su confianza demasiado
herida, atenderlos, curarlos, oírlos y aprender sus lenguas y costumbres hasta
ser aceptado en las tribus.
Y en el monte y las
tolderías se escribió el capítulo más admirable de este hombre de
extraordinaria riqueza y fuerza espiritual volcada en amor a su prójimo más
necesitado. Su labor no se circunscribió solamente a la asistencia sanitaria:
convivió con ellos, se interiorizó de las múltiples necesidades que padecían y
trató de ayudarlos también en todos los aspectos que pudo: económicos,
culturales, humanos y sociales. Realizó gestiones ante el Gobierno del Territorio
Nacional de Formosa y obtuvo que se les adjudicara una fracción de tierras
fiscales. Allí, reuniendo a cerca de cuatrocientos naturales, fundó con éstos
una Colonia Aborigen, a la que bautizó “Juan Bautista Alberdi”, en homenaje al
autor de “Las Bases . . .”, colonia que fue oficializada en 1948. Les enseñó
algunas faenas agrícolas, especialmente a cultivar el algodón, a cocer
ladrillos y a construir sencillos edificios. A la vez, los atendía
sanitariamente, todo, por supuesto, de manera gratuita y benéfica, hasta el
extremo de invertir su propio dinero para comprarles arados y semillas. Cuando
edificaron la Escuela, enseñó como maestro durante tres años, hasta que llegó
un docente nombrado por el gobierno.
Era además un apasionado de
las ciencias naturales. Inspirado por la riqueza natural del monte formoseño,
escribió una veintena de libros, la mayoría inéditos, sobre etnografía,
lingüística, mitología indígena, dendrología, zoología, botánica, leprología,
historia, sociología y topografía. Varias veces le ofrecieron puestos; nunca
prestó conformidad. En 1981 un jurado compuesto por representantes de
organismos oficiales, de entidades médicas y de laboratorios medicinales, lo
distinguió con el premio al “Médico Rural Iberoamericano”, que se adjudicaba
acompañado de importante suma de dinero. Rechazó a ésta de plano, y en el mismo
acto de la entrega, logró que con ese fondo se instituyeran becas para
estudiantes que aspiraban a ser médicos rurales. Cuando ya era anciano, el
gobierno quiso destinarle una pensión vitalicia; tampoco aceptó. Su norma
inquebrantable de conducta rezaba “todo para los demás, nada para mí”.
Fue postulado tres veces
para el Premio Nobel y recibió decenas de premios nacionales e internacionales,
entre los que se cuenta el Premio Estrella de la Medicina para la Paz, que le
entregó la ONU en 1987. Sin embargo, no le importaban los honores. Había
escrito su historia en el silencio, y la fama lo asaltó tiñendo su figura de
ribetes legendarios y valores espirituales alejados de las sociedades de este
tiempo, que paradójicamente lo admiraron por ello. Esa notoriedad le fue tan
ajena como los homenajes o las retribuciones dinerarias: simplemente no
alteraba su vida ni la aceptaba como algo merecido o que valiera la pena. En
una carta dirigida a Eduardo Bernardi, al referirse a los premios, escribió:
“Es todo humo que se disipa en el espacio”. Sus frases, siempre amables y sin
altisonancias, son en sí mismas un legado más para la reflexión cuando ya su
figura es una ausencia grande:
“Si algún asomo de mérito
me asiste en el desempeño de mi profesión, éste es bien limitado; yo no he
hecho más que cumplir con el clásico juramento hipocrático de hacer el bien”.
“Muchas veces se ha dicho
que vivir en austeridad, humilde y solidariamente, es renunciar a uno mismo. En
realidad ello es realizarse íntegramente como hombre en la dimensión magnífica
para la cual fue creado” ….”estoy satisfecho de haber hecho el bien en lo
posible a nuestro prójimo, sobre todo al más necesitado y lo continuaré haciendo
hasta que Dios diga basta”.
Y mucho bien hizo, y ese
bien habría de ser muy necesitado pues Dios tardó en decir basta. Recién cuando
ya desbordaba los 91 años a mediados de 1986, enfermó y aceptó ir a vivir en
Rosario con la familia. Su sobrino, el doctor José Ignacio Maradona y su esposa
Amelia junto a sus diez hijos lo rodearon de afecto los nueve últimos años de
su vida. De una lucidez asombrosa, que conservó hasta su muerte, estudiaba con
los más chicos medicina e Historia. Su más cercano amigo durante 35 años, Abel
Bassanese, cuenta que en el día anterior al de su deceso habían estudiado temas
sobre el Virreinato del Río de la Plata. Murió de vejez, sin sufrimientos
físicos ni morales -en la santa paz de los buenos y justos- poco después de
despuntar la mañana del 14 de enero de 1995, cuando le faltaban apenas unos
meses para cumplir los cien años.
Su recuerdo, tal como quizá
lo hubiera querido, se funde con el homenaje a todos los médicos rurales
argentinos, cuyas historias anónimas nos esconden sus nombres y sus desvelos:
el 4 de julio, día de su nacimiento ha sido declarado por ley Día Nacional del
Médico Rural.
Fuente: http://www.zonapediatrica.com/mod-htmlpages-display-pid-844.html
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