Lo anuncian las trompetas de los
heraldos. Se echan al viento las campanas y los tambores redoblan alegrías.
El Almirante, recién vuelto de
las Indias, sube la escalera de piedra y avanza sobre el tapiz carmesí, entre
los relumbres de seda de la corte que lo aplaude. El hombre que ha realizado
las profecías de los santos y los sabios llega al estrado, se hinca y besa las
manos de la reina y el rey.
Desde atrás, irrumpen los
trofeos. Centellean sobre las bandejas las piezas de oro que Colón cambió por
espejitos y bonetes colorados en los remotos jardines recién brotados de la
mar.
Sobre ramajes y hojarascas,
desfilan las pieles de lagartos y serpientes; y detrás entrar, temblando,
llorando, los seres jamás vistos. Son los pocos que todavía sobreviven al resfrío,
al sarampión y al asco por la comida y por el mal olor de los cristianos. No
vienen desnudos, como estaban cuando se acercaron a las tres carabelas y fueron
atrapados. Han sido recién cubiertos por calzones, camisolas y unos cuantos
papagayos que les han puesto en las manos y sobre las cabezas y los hombros.
Los papagayos, desplumados por los malos vientos del viaje, parecen tan
moribundos como los hombres. De las mujeres y los niños capturados, no ha
quedado ni uno.
Se escuchan malos murmullos en el
salón. El oro es poco y por ningún lado se ve pimienta negra, ni nuez moscada,
ni clavo, ni jengibre; y Colón no ha traído sirenas barbudas ni hombres con
rabo, de esos que tienen un solo ojo y un único pie, tan grande el pie que
alzándolo se protegen los soles violentos.
Eduardo Galeano
Memoria de Fuego I – Los Nacimientos
No hay comentarios:
Publicar un comentario