Los indígenas de Sarayaku, en la selva ecuatoriana, luchan para que
se valore su ancestral cosmovisión sobre la vida y la naturaleza.
Son las tres de la madrugada y toda la
familia está ya en pie. Los hombres machacan
el barbasco, una raíz cuyo jugo funge de veneno paralizador de peces. Las
mujeres mascan la yuca para elaborar chicha, la bebida alcohólica energizante
más popular de la selva. Las puntas de hierro de los arpones artesanales, que
en unas horas servirán para ensartar a los bocachicos que abundan en el agua, resplandecen a
la luz de la lumbre. A orillas del río Rotuno, esta familia de Sarayaku, en la Amazonía ecuatoriana, está lista para
iniciar el ritual de pesca colectiva junto al resto de su comunidad. Cuando el
sol aparece en el horizonte, los hombres suben a las canoas y remontan el río
para soltar el barbasco, cuya sustancia blanquecina convierte el agua en leche
y adormece a los animales. Mientras, las mujeres aguardan río abajo y machete
en mano, dispuestas a llenar de peces las cestas que cuelgan de sus cabezas. La
pesca, como llaman en esta comunidad de la suroriental provincia de Pastaza a
este ancestral método de captura colectiva para la subsistencia, tiene lugar
una vez cada seis meses, aproximadamente. Para garantizar la reproducción de
los peces, está prohibido realizar la pesca más a menudo. Como tantos otros pueblos indígenas, los kichwas de
Sarayaku han creado normas encaminadas a conservar su medio ambiente y
garantizar la sostenibilidad y supervivencia del hábitat amazónico, que según
ellos también es morada de espíritus.
“Dentro del bosque existen seres supremos, pequeños y grandes,
visibles e invisibles, móviles e inmóviles, que están vivos. Los humanos somos
una parte de ellos”, explica Tupak Viteri, uno de los siete kurakas o
autoridades tradicionales de Sarayaku. “Aquí existen espíritus, animales,
árboles, que tienen energías y a los que estamos conectados a través de los
sueños. Ellos conforman la selva viviente”, añade, bastón de mando en mano,
este vigoroso kichwa de 32 años. “Ecuador reconoce los derechos de la naturaleza, pero eso
solo la considera un simple espacio verde, no como un lugar que alberga a seres
que están vivos y que deben ser respetados igual que los humanos. Deben tener
derechos jurídicos”, aclara.
La Constitución ecuatoriana asevera que la naturaleza “tiene
derecho a que se respete integralmente su existencia y el mantenimiento y
regeneración de sus ciclos vitales, estructura, funciones y procesos evolutivo”
y encomienda al Estado la tarea de proteger los bosques y a la población que en
ellos habita.
Cumpliendo con su función de kuraka, Viteri recorre su
comunidad casa por casa recogiendo las inquietudes de las familias y
transmitiendo las decisiones tomadas por el Gobierno autónomo de Sarayaku, una
comuna que ha resistido los intentos de explotación petrolera durante tres décadas.
Después de que la Corte Interamericana de Derechos Humanos fallara a favor de
Sarayaku en 2012 tras su demanda contra el Estado ecuatoriano por permitir el ingreso de la petrolera argentina
Compañía General de Combustibles a su territorio sin consentimiento previo en 2002, Sarayaku ahora
trata de que el mundo reconozca el concepto de Kawsak Sacha, Selva Viviente en kichwa.
“En el bosque existe un equilibrio, una integridad de un ecosistema
formado por lagunas y montañas en las que habitan seres que nos protegen”,
asegura Félix Santi, presidente de Sarayaku, elegido por el consejo de Gobierno
comunitario en 2014. “Queremos que Naciones Unidas incorpore el Kawsak Sacha, que
el mundo asuma que la selva está viva y que por tanto debe estar libre de
explotación petrolera, maderera, minera y de cualquier otra empresa que pueda
atentar contra la integridad de la jungla y de sus habitantes”, reclama Santi,
quien acudió a la Cumbre del Clima de París en diciembre de 2015 para
dar a conocer al mundo la propuesta surgida de las entrañas de la selva.
Sarayaku también busca que
se reconozca el importante papel de los pueblos originarios en la conservación
de la naturaleza
A la capital francesa llegó también una canoa tallada a mano
en Sarayaku que recorrió 10.000 kilómetros por tierra y aire para poder surcar
el Sena y llevar al mundo el mensaje amazónico. Sentado en su casa de
madera con un cuenco de humeante guayusa entre las manos, el líder indígena recuerda
las palabras que pronunció en aquel viaje a Europa. “Colón con sus carabelas
nos trajo muerte, nosotros con esta canoa traemos vida”, sentenció en París un
Santi convencido de que el futuro de los pueblos indígenas pasa por el respeto
de sus derechos y la incorporación de su visión del mundo a la legislación
nacional e internacional.
Regulación para la sostenibilidad
En Sarayaku, como en la mayoría de comunidades indígenas de la Amazonía
ecuatoriana, existen normativas locales creadas para asegurar un
consumo sostenible por parte de la población. Hace más de una década que
Sarayaku dividió su territorio de 135.000 hectáreas en varias zonas,
cada una designada para un fin concreto. Este sistema de gestión territorial
delimita diferentes áreas destinadas a vivienda, agricultura, cacería y pesca,
así como zonas sagradas y de reserva. De esta manera, se busca minimizar el
impacto sobre el entorno, limitando la expansión de asentamientos y prohibiendo
actividades como la caza en los sectores de reserva o conservación, donde los
animales se reproducen y habitan sin intromisiones humanas. Sin embargo, el
aumento poblacional constituye un reto para la comunidad, que en los últimos
años ha pasado de contar con 1.200 a 1.600 habitantes, según su presidente.
“Comenzamos a regular la caza porque se estaban acabando los
animales”, reconoce Carlos Santi, dirigente de territorio y recursos naturales
de Sarayaku. Hasta hace unos años, en esta comunidad se realizaba cada mes de
febrero una fiesta de cacería, conocida como Uyantza Raymi,
en la que los hombres se internaban en la selva durante dos semanas para matar
con sus rifles a cientos de monos, tucanes y otros animales. Las presas servían
de alimento para toda la comunidad durante los meses siguientes, además de
avivar el espíritu guerrero y cazador de los varones de Sarayaku. Ante el
menguante número de animales, el consejo de gobierno decidió modificar la
periodicidad del festejo, que pasó de ser anual a celebrarse cada dos años.
“Ahora se está pensando en hacerlo cada tres años”, afirma Antonio Aranda,
coordinador del Plan Atayak, destinado a rescatar la sabiduría ancestral de
Sarayaku. “Estamos tratando de compatibilizar la soberanía alimentaria de una
población creciente con la sostenibilidad. Para ello tenemos proyectos de
piscicultura y avicultura, que reducen la necesidad de salir a cazar”, revela
este corpulento joven de larga cabellera negra.
En el río Rotuno, uno de los cientos de vías fluviales que bañan el
territorio de Sarayaku, una parte de la población se reúne en las épocas de
vacaciones para llevar a cabo la pesca colectiva de subsistencia.
Miles de peces son apresados en estas capturas realizadas con barbasco. Los
animales, que huyen río abajo de la sustancia narcótica, encuentran su fin al
toparse con el dique construido por los indígenas el día anterior a la pesca.
Es entonces cuando los habitantes de Sarayaku llenan sus cestos y canoas con
decenas de pescados, para más tarde limpiarlos de escamas y vísceras.
Finalmente, proceden a ahumarlos para
que se conserven durante al menos dos meses, tiempo en el que servirán de
alimento para las familias.
“Anteriormente se pescaba mensualmente, pero así los peces no
podían reproducirse rápidamente. Analizando, nos dimos cuenta de que era
necesario esperar al menos tres meses para que aumentara el número de peces”,
relata Aranda. “Entonces, decidimos que durante el año solo se puede pescar con
anzuelo, reservando el barbasco para las épocas de vacaciones y las grandes
fiestas. Ahora la pesca se hace entre cada cinco y ocho meses”, cuenta.
La propuesta de Kawsak Sacha se enmarca dentro de un
esfuerzo de Sarayaku por promover el conocimiento ancestral e inculcar en los
más jóvenes las ideas de conservación. La comunidad ha puesto en marcha
diversos proyectos dirigidos a resguardar las plantas medicinales, promover las
prácticas de salud tradicional y avanzar en la educación intercultural. Todo
ello sin menospreciar el saber occidental, que se combina con el acervo
indígena.
Dentro del bosque existen
seres supremos, pequeños y grandes, visibles e invisibles, móviles e inmóviles,
que están vivos. Los humanos somos una parte de ellos.
Además, en Sarayaku están levantando una Frontera de Vida:
un camino de flores formado por varios tipos de coloridos árboles plantados a
lo largo de los límites del territorio comunitario. La iniciativa pretende que
los viajeros que llegan en avioneta a Sarayaku puedan observar desde el aire
los multicolores confines de su territorio. “Es una protección simbólica para
que se respete a Sarayaku”, declara Aranda en referencia a las recurrentes violaciones territoriales que ha
sufrido la comunidad por parte del Estado y las empresas petroleras.
Pueblos indígenas y conservación
Con su propuesta de Selva Viviente, Sarayaku también busca que se
reconozca el importante papel que juegan los pueblos originarios en la
conservación de la naturaleza. “Los pueblos indígenas hemos tenido una
resistencia durante muchos años y gracias a eso nuestra selva permanece virgen,
pero ese esfuerzo no es considerado”, denuncia Viteri. “Ahora el mundo discute cómo mitigar el
cambio climático, pero no reconoce que los pueblos indígenas hemos
hecho un buen trabajo”, lamenta el kuraka. “Queremos tener el derecho a la
administración territorial en función de nuestros conocimientos y principios.
Así podríamos ejercer la autodeterminación”, proclama justo antes de beber un
trago de chicha.
Con ese punto de vista coincide Leo Cerda, de Amazon Watch. “Los pueblos indígenas representan el 4%
de la población mundial y conservan más del 80% de los bosques forestales en el
mundo”, expone este representante de la ONG estadounidense que acaba de
publicar un informe sobre los impactos del consumo del petróleo
amazónico. “Mientras el hombre occidental observa la naturaleza como un recurso
material y quiere imponer sus normas sobre ella, el indígena habita en armonía
con la naturaleza y acepta sus reglas”, menciona.
Los pueblos indígenas
representan el 4% de la población mundial y conservan más del 80% de los
bosques forestales en el mundo.
Al vivir en una relación de dependencia con su entorno que se ha
prolongado durante siglos, los pueblos indígenas suelen ser los primeros
interesados en conservar intacta la naturaleza que los rodea. Para la escritora
norteamericana Naomi Klein,
estos pueblos “siempre han estado a la vanguardia de la resistencia contra los
combustibles fósiles, protegiendo su tierra y su cultura”. Sin duda,
Sarayaku es ejemplo de
ello.
A pesar de realizar actividades extractivas como la caza o la
pesca, el conocimiento ancestral y la necesidad de seguir conviviendo en un
ambiente que los provea de comida facilita las prácticas sostenibles. Según un
documento de la iniciativa Visión Amazónica,
los pueblos indígenas “han ayudado a mantener la biodiversidad desde hace miles
de años”.
Decididos a continuar con su emblemática lucha contra la
explotación petrolera y a no cambiar el verdor de la inconmensurable vegetación
amazónica por el negro del crudo, los habitantes de Sarayaku conservan su
territorio del mismo modo que lo hicieron sus bisabuelos. Recurriendo a
prácticas sostenibles que permitan a las próximas generaciones mantener el
estilo de vida tradicional, esta comunidad de la jungla ecuatoriana no desiste
en su empeño de mantener el petróleo bajo tierra, a pesar del avance de la
industria en el resto del país. En Sarayaku, los guardianes de la
selva viviente saben que el futuro de la Amazonía depende de sus más longevos
habitantes: los pueblos indígenas y el resto de seres que la habitan, espíritus
incluidos.
Escrito: Jaime Giménez en Sarayaku (Ecuador)
Fuente: El País 22 de Noviembre de 2.016
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