Túpac Amaru había sido el último rey de los incas, que durante cuarenta años
había peleado en las montañas del Perú. En 1572, cuando el sable del verdugo le
partió el pescuezo, los profetas indios anunciaron que alguna vez la cabeza se
juntaría con el cuerpo.
Y se juntó. Dos siglos después, José
Gabriel Condorcanqui encontró el nombre que lo estaba esperando. Convertido en
Túpac Amaru, él encabezó la más numerosa y peligrosa rebelión indígena en toda
la historia de las Américas.
Ardieron los Andes. Desde la cordillera
hasta la mar se alzaron las víctimas del trabajo forzado en las minas, las
haciendas y los talleres. De victoria en victoria, amenazaban el menú colonial
los sublevados que avanzaban, a paso imparable, vadeando ríos, trepando
montañas, atravesando valles, pueblo tras pueblo. Y a punto estuvieron de
conquistar el Cuzco.
La ciudad sagrada, el corazón del poder,
estaba ahí: desde las cumbres se veía, se tocaba.
Habían pasado dieciocho siglos y medio, y
se repetía la historia de Espartaco, que tuvo a Roma al alcance de la mano. Y
tampoco Túpac Amaru se decidió a atacar. Tropas indias, al mando de un cacique
vendido, defendían el Cuzco, ciudad sitiada, y él no mataba indios: eso no, eso
nunca. Bien sabía que era necesario, que no había otra, pero...
Mientras él dudaba, que sí, que no, que
quién sabe, pasaron los días y las noches y los soldados españoles, muchos,
bien armados, iban llegando desde Lima.
En vano le enviaba desesperados mensajes su
mujer, Micaela Bastidas, que comandaba la retaguardia:
—Tú me has de acabar de pesadumbres...
—Yo ya no tengo paciencia para aguantar
todo esto...
—Bastantes advertencias te di...
—Si tú quieres nuestra ruina, puedes
echarte a dormir.
En 1781, el jefe rebelde entró en el Cuzco.
Entró encadenado, apedreado, insultado.
Lluvia
En la cámara de torturas, lo interrogó el enviado del rey.
—¿Quiénes son tus cómplices? —le preguntó.
Y Túpac Amaru contestó:
—Aquí no hay más cómplices que tú y yo. Tú
por opresor, y yo por libertador, merecemos la muerte.
Fue condenado a morir descuartizado. Lo
ataron a cuatro caballos, brazos y piernas en cruz, y no se partió. Las
espuelas desgarraban los vientres de los caballos, que en vano pujaban, y no se
partió.
Hubo que recurrir al hacha del verdugo.
Era un mediodía de sol feroz, tiempo de
larga sequía en el valle del Cuzco, pero el cielo fue negro de pronto y se
rompió y descargó una lluvia de ésas que ahogan al mundo.
También fueron descuartizados los otros
jefes y jefas rebeldes, Micaela Bastidas, Túpac Catari, Bartolina Sisa,
Gregoria Apaza… Y sus pedazos fueron paseados por los pueblos que habían
sublevado, y fueron quemados, y sus cenizas arrojadas al aire, 'para que de
ellos no quede memoria'.
Eduardo Galeano en Espejos, una Historia casi universal
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