Por Alejandro Fontela (*)
Los archivos del cacicazgo
de Salinas Grandes, el agrupamiento aborigen más importante de la región
central del actual territorio argentino, fueron encontrados en forma casual por
Estanislao Zeballos en 1879. Recorriendo los montes y médanos ya sin vestigios
de las abandonadas tolderías de Calfucurá, Zeballos divisa una hoja de papel
que sobresale de la arena. Excavando, encuentra allí un verdadero manantial de
revelaciones históricas, políticas y etnográficas. Dicho en síntesis, la
documentación completa, desde el punto de vista aborigen, del período histórico
que va de 1830 a 1875; sin duda, el espejo que le falta a la historia oficial.
Las cartas de Juan Calfucurá permitieron conocer, además de sus reclamos
políticos, aspectos valiosos de su idiosincrasia: su conocimiento detallado de
todas las tribus de un vasto territorio a ambos lados de la cordillera, su
sentido de los vínculos familiares, sus concepciones religiosas y mágicas, y en
general su cosmogonía. AL MAESTRO Espigando ese material y parte de la
bibliografía que generó, me conmovió en particular un episodio.
En 1856 el
maestro Francisco Larguía, que tenía a su cargo en Buenos Aires la educación de
unos de los hijos del cacique, se encuentra en Salinas Grandes tratando de
suscribir, subrepticiamente, las bases para un tratado de paz, según las
instrucciones recibidas en la capital. La respuesta de Calfucurá, citada aquí
en la versión del escritor Omar Lobos, es impresionante: “Maestro-responde el
cacique-, explíqueme usted qué es la famosa Civilización que nos tiene que
barrer de estas pampas por la angurria de unos pocos hombres que se van
repartiendo en tajadas grandotas lo que nos van quitando a nosotros. Pero
explíqueme también todas las muertes y todos los atropellos y piense que les
están dejando a sus hijos una patria equivocada, empantanada en la injusticia y
la mentira. Todos nosotros somos parientes, y vivimos en amistad sobre la misma
ancha tierra, pero el huinca tiene la idea errada de que sólo él tiene derecho
a vivir en ella. Por ignorancia o por pura mezquindad, está tratando de matar
el alma de esta tierra, plantando aquí un mundo ajeno donde caben pocos. Quien
sabe algún día vendrán las lluvias y nuestras desgracias retoñarán en algo que
sea bueno para nuestros hijos”. El maestro Larguía, que dictaba sus clases en
la escuela de Catedral al Norte, la más prestigiosa de Buenos Aires, fundada
por Sarmiento y la primera de América del Sur destinada a la educación común,
en la que luego estudiarían Ambrosetti, Ingenieros, Sáenz Peña y el poeta
Almafuerte, debió escuchar en silencio las opiniones del cacique. Y sin muchos
argumentos para oponer. Los salineros, como los ranqueles, los pampas, y en
general todos los pueblos originarios, se sentían parte de la tierra. Desde que
dejaron de ser cazadores y recolectores nómades y se apaisanaron, aprendiendo a
sembrar, teniendo sus casas y sus corrales en un mismo lugar, mezclándose con
esos médanos y esos montes, la vida para ellos “se hacía dulce y buena, se
hacía sagrada. Nos ha tocado nacer dentro de esto que somos”, afirmaban en cada
negociación.
LO QUE PUDO SER
Ahora bien, entre las
actuales investigaciones sobre la documentación aborigen, se destaca la
recopilación de Carlos Martínez Sarasola, “La argentina de los caciques”,
publicada en 2012. El trabajo propone la visión del país que hubiera sido en
caso de prevalecer las propuestas de integración, tanto de los aborígenes como
de los “blancos” dispuestos a convivir con ellos. Por supuesto la historia fue
otra. Pero plantear la hipótesis del “país que pudo ser” implica una mirada
crítica hacia lo que en realidad ocurrió. Sin embargo el texto de Martínez
Sarasola tiene un colofón polémico. Subraya la importancia de rescatar la
palabra indígena, “máxime teniendo en cuenta el actual punto en que nos
encontramos los argentinos como sociedad y como cultura, y en el cual,
trabajosamente, todos nos encaminamos a vivir en un país más cercano a aquel
por el cual lucharon no sólo los patriotas en la alborada de la Argentina, sino
muchos de los caciques, quienes lo vislumbraron y percibieron en sus sueños”.
Esta suposición me parece una expresión de deseos, pero no sé si se ajusta a la
realidad. En mis oídos sigue resonando la advertencia del cacique al maestro
Larguía: “dejarán a sus hijos una patria equivocada, empantanada en la
injusticia y la mentira”. Es cierto que hay sectores del mundo académico y de
la militancia social que promueven el reconocimiento cultural y la restitución
de derechos de los pueblos originarios. Pero esa justa voluntad vindicativa
encuentra poco eco en las autoridades públicas. El punto en que nos encontramos
“todos los argentinos, como sociedad y cultura”, está atravesado también por la
indiferencia y la mera retórica del discurso político respecto a estos temas,
producto de la vacuidad de valores y la frivolidad de la dirigencia, que
privilegia otros intereses, muchas veces contrapuestos a los reclamos de los
pueblos autóctonos.
RECLAMO VIVO
Pese a un
contexto cultural dominado por la banalidad y la desmemoria, los pueblos
originarios del actual territorio argentino no se extinguieron con la
“conquista del desierto”. Tras un siglo y medio de desarraigo y penurias, sus
sobrevivientes existen, y pugnan por hacer cada vez más visibles reclamos. No
sé si nos encaminamos a ese país por el que lucharon “los caciques y los
patriotas en la alborada de la Argentina”, como afirma Martínez Sarasola. Si
pienso en los valores que aquellos sostenían en cuanto al respeto a los
congéneres, la comunión con la naturaleza y la sacralidad de la vida, creo que
nos alejamos cada vez más. En 1873 moría Calfucurá, el venerado y temido Piedra
Azul, a los 104 años, después de dominar durante más de tres décadas el mundo
pampa y de haber agrupado en torno suyo la confederación aborigen más poderosa
en defensa de sus tierras. Un año atrás, en marzo de l872, había tenido lugar
la batalla de San Carlos, en las afueras de la actual Bolívar, el combate en
que la moderna artillería y los rémington sellaron el fin de la resistencia
indígena. Presintiendo una derrota irrevocable, Calfucurá dejaba una nación de
veinte mil almas, tres mil guerreros y tres hijos dispuestos a sucederle. Desde
entonces el despojo y el éxodo fueron el destino de esa progenie, de esos
pueblos. Y el ruego del viejo cacique, pidiendo un tiempo de bonanza para sus
hijos, hasta ahora ninguna lluvia lo pudo traer.
(*)
Escritor. Profesor en Letras (UNLP)
Leer más en http://www.eldia.com.ar/edis/20141213/La-leccion-Calfucura-opinion1.htm
Fuente> Diario El Dia
(La Plata-Argentina) 15 de Diciembre de 2.014
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