En un tiempo antes del tiempo, cuando el mundo aún se tejía en la palma de los dioses, los pueblos originarios del gran continente se reunieron bajo un cielo que parecía arder en un fuego de estrellas.
Aquella noche era especial, porque en cada rincón de la tierra, desde las montañas nevadas del norte hasta las selvas húmedas del sur, resonaban las voces de los ancianos y sabios, de los niños y de los guerreros, de las parteras y las cantoras. Todos, sin excepción, elevaban sus oraciones al Gran Espíritu, al Padre Cielo, a la Madre Tierra, al Sol y a la Luna, al río y al jaguar.
En la Amazonía, los Yanesha entonaban un canto suave, como el murmullo de las hojas al ser mecidas por el viento. Para ellos, cada palabra pronunciada en sus plegarias era como una semilla lanzada al aire, esperando germinar en el corazón de la selva. Mientras tanto, los Kuna, allá en las islas del Caribe, ofrecían sus oraciones al océano, pidiéndole que llevara sus palabras a través de las aguas infinitas para que llegaran a los oídos de las tortugas sagradas que custodiaban los secretos del mundo marino.
Los Aymara, desde la altura del altiplano, recitaban versos en su lengua ancestral mientras encendían fogatas que intentaban imitar la luz del sol naciente. Sabían que sus palabras eran ofrendas vivas, que subían como el humo en espiral, conectando la tierra con el cielo, el aquí con el más allá.
Los Lakota, en las grandes llanuras, soplaban sus oraciones a través de la pipa sagrada, sabiendo que el tabaco era la planta que llevaba sus mensajes a Wakan Tanka, el Gran Misterio.
Los Mapuche, en los valles del sur, danzaban alrededor de un rewe, un tronco sagrado, mientras sus voces resonaban con la fuerza del trueno. Para ellos, las oraciones eran el nexo con los antepasados, con los espíritus de la tierra y del agua, y cada palabra era una promesa de respeto y reciprocidad con la Ñuke Mapu, la Madre Tierra.
Y en el norte, los Navajo, bajo el inmenso cielo del desierto, trazaban figuras en la arena mientras recitaban en voz baja sus cantos de sanación, sabiendo que el viento llevaría su mensaje a los cuatro puntos cardinales.
Así, en cada rincón del continente, las palabras volaban libres como pájaros de fuego. Eran más que sonidos; eran vibraciones que cruzaban montañas, ríos y mares. Eran oraciones tejidas de gratitud, de peticiones y de alabanzas, unidas por un hilo invisible que conectaba a todos los pueblos con lo sagrado.
Porque las oraciones, decían los sabios, eran un puente entre lo humano y lo divino, entre lo terrenal y lo espiritual. Eran la forma en que los pueblos hablaban con los dioses, con los espíritus de los animales y las plantas, con el alma de la tierra misma. Y en cada palabra, en cada susurro y en cada canto, estaba la memoria de todas las generaciones pasadas, y la promesa de todas las que estaban por venir.
Esa noche, bajo el cielo estrellado, un eco sagrado se extendió por todo el continente, y cada ser viviente, desde la hormiga más pequeña hasta el cóndor más majestuoso, lo escuchó. Porque en el lenguaje del corazón, todas las oraciones eran una, y en ese momento eterno, todo el universo se sintió unido en una sola canción de vida.
Y así, los pueblos comprendieron que las oraciones son sagradas porque son la conexión con lo divino, el nexo inquebrantable entre los seres y el misterio del universo.
Cada oración era un recordatorio de que, más allá de las fronteras y los idiomas, todos compartían un mismo aliento, una misma tierra y un mismo destino bajo el manto infinito de las estrellas.
Al Nuir
Compartido por Fernándo Emilio Flores
No hay comentarios:
Publicar un comentario