Durante generaciones, las luciérnagas fueron parte de las noches de verano: pequeñas luces flotando en jardines, campos y bordes de ríos. No eran un espectáculo raro, sino algo casi cotidiano. Hoy, en muchas regiones del mundo incluida en la nuestra, América Latina, verlas se volvió cada vez más difícil.
Científicos y ambientalistas advierten que las poblaciones de luciérnagas están disminuyendo de forma acelerada. ¿Las causas? No son un misterio: pérdida de hábitat, uso intensivo de pesticidas, contaminación lumínica y la degradación de suelos y humedales. Todo lo que afecta a los ecosistemas también las afecta a ellas.
El problema va más allá de la nostalgia. Las luciérnagas son indicadores de ecosistemas sanos. Cuando desaparecen, es una señal clara de que algo no está funcionando bien en el ambiente. Su ausencia habla de suelos empobrecidos, agua contaminada y biodiversidad en retroceso.
La buena noticia es que aún hay margen de acción: reducir pesticidas, proteger áreas verdes, apagar luces innecesarias por la noche y volver a pensar nuestras ciudades y campos en diálogo con la naturaleza.
Tal vez salvar a las luciérnagas también sea una forma de recordarnos que no todo progreso tiene que brillar más fuerte que la vida misma.

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