Uno de los elementos del discurso oficial, el mito de los pueblos
originarios, es un relato mítico del pasado, de matriz antigua, sobre el que
sucesivamente se proyectaron valores y propuestas diferentes. El rasgo común es
la apelación al colectivo indiferenciado. La actual visión correcta deriva del
multiculturalismo: afirma que en cada sociedad existen comunidades postergadas,
con sus legítimas identidades y sus derechos, y una larga lista de reclamos. Es
una idea distinta de la asentada en las nociones de individuo, contrato
político e igualdad ante la ley que recoge la Constitución Nacional en
Argentina.
Por Luis Alberto Romero
(*)
Tehuelches y tobas.
Al llegar los españoles, los aborígenes, con milenios de adaptaciones y
confrontaciones, tenían pocas semejanzas y escasas coincidencias identitarias.
Tampoco era un mundo feliz: la guerra y el sometimiento eran habituales entre
ellos.
Muchos reclamos sociales, como los de los tobas o
los mapuches, se hacen hoy en nombre de los derechos de los "pueblos
originarios". Esta denominación genérica, de extensión potencialmente
infinita, es uno de los puntos salientes de la discursividad correcta, hoy
utilizada por el discurso oficial. Se trata de un relato mítico del pasado, de
matriz antigua, sobre el que sucesivamente se proyectaron valores y propuestas
diferentes. El rasgo común: la apelación al colectivo indiferenciado. Los
españoles los llamaban "indios", indistintos y descalificados:
"cuando se ha visto a un indio se los ha visto a todos", se decía. El
indigenismo del siglo XX, a la manera romántica, vio en la indigenidad esencial
la posible regeneración de una sociedad corrupta y explotadora. Otra variante
de ese esencialismo colocó a los aborígenes en la matriz nacional, a la que
pertenecían los del territorio argentino, diferenciados de otros muy parecidos,
pero que estaban en Bolivia, en Chile o en Paraguay. No faltan quienes llaman a
los mapuches "invasores chilenos".
Hoy se considera correcto llamarlos "pueblos
originarios" y reivindicar sus derechos como tales. Como
"aborígenes" o "indígenas" –es la misma palabra– la
denominación refiere a la gente que estaba en un lugar, y cuyos derechos fueron
arrebatados por otros que vinieron y se quedaron. En rigor, no debería limitarse
a la conquista española: aborígenes eran los pueblos del noroeste argentino,
sometidos hacia 1480 a una dura explotación por los incas peruanos. La actual
visión correcta deriva del multiculturalismo: afirma que en cada sociedad
existen comunidades postergadas, con sus legítimas identidades y sus derechos,
y una larga lista de reclamos. Es una idea distinta de la asentada en las
nociones de individuo, contrato político e igualdad ante la ley.
El genocidio. Hay un segundo argumento que se
considera correcto: aludir al genocidio practicado en el siglo XIX, que
completó el del siglo XVI. En el relato acerca de los "pueblos
originarios", de un lado siempre están los explotadores y del otro los
pueblos originarios, cuyo mundo feliz fue destrozado por dos conquistas que en
realidad son una sola y que constituyen el antecedente del reciente terrorismo
de Estado.
Los relatos míticos se entrelazan y forman un
compuesto sólido y resistente. Desmontarlos y remplazarlos por explicaciones
constituye el solitario trabajo de los historiadores. Es lo que ha hecho Raúl
Mandrini en su síntesis La Argentina aborigen. De las primeras poblaciones a
1910, un volumen de la Biblioteca Básica de Historia de Siglo XXI Editores.
Mandrini construye una narración de la larga historia de la América aborigen,
iniciada hace quizá 18 mil años, cuando sus primeros pobladores cruzaron el
helado estrecho de Behring y comenzaron a dispersarse por el continente, y que
él termina cuando el Estado nacional afirma su plena soberanía territorial,
hacia 1910.
Mandrini desmiente el mito de los "pueblos
originarios", vistos como una unidad compacta, resistente y destruida
masivamente por la conquista española. En 1500 estos pueblos, con muchos
milenios de movimientos, adaptaciones y confrontaciones, tenían pocas
semejanzas y escasas coincidencias identitarias. Tampoco era un mundo feliz: la
experiencia de la guerra y el sometimiento eran habituales, como en la
mencionada invasión incaica. Con la conquista, no hubo una división absoluta:
los españoles no siempre fueron el enemigo. Los habitantes de Tlaxcala ayudaron
a Hernán Cortés contra los odiados aztecas, y los indios pampas ayudaron a
Urquiza contra los porteños. En estas confrontaciones, cada pueblo definió su
identidad que, muy lejos de una esencia aborigen, tomaba como referencia al
enemigo vecino. Esas identidades no fueron inmutables; cambiaron muchas veces,
en un proceso multiforme que sus actuales reivindicadores procuran ignorar.
Mandrini nos ofrece algunos elementos significativos del caso mapuche, hoy en
debate.
En el siglo XVI, los belicosos pueblos del sur de
Chile fueron denominados "arcas" –rebeldes– por los incas, que no
pudieron con ellos. Los españoles retomaron el nombre: araucanos. Pero ellos se
llamaban a si mismos reke, "gente verdadera". En el siglo XVIII
comenzaron a usar la denominación mapuche, "gente de la tierra",
actualmente reivindicada por quienes se reclaman sus descendientes. ¿Son los
mismos pueblos del siglo XVI?
Sí y no. Las cosas cambiaron muchísimo con el
contacto con los españoles, y siguieron cambiando. La incorporación del caballo
fue decisiva en su nuevo modo de vida, y la proliferación de ganado vacuno dio
origen en el siglo XVIII a una lucrativa actividad: tomarlo en las llanuras
pampeanas y trasladarlo hacia los mercados chilenos. No sólo se modificó toda
su forma de vida, sino que se vincularon estrechamente con los pueblos
aborígenes trasandinos, los llamados tehuelches, a quienes absorbieron. También
generaron un vasto sistema de contactos con las sociedades blancas o, para
decirlo en términos anacrónicos, con argentinos y chilenos.
Esta vinculación entre aborígenes y blancos, a
ambos lados de la Cordillera, se basó en el comercio, la diplomacia y la
guerra, que en ambos lados estimularon el crecimiento y la transformación. Hay
un paralelismo entre las titubeantes construcciones estatales criollas y los
grandes cacicazgos pampeanos, como los de Calfucurá o Catriel. En estas vastas
construcciones aborígenes quedaron en el camino otras identidades, como la tehuelche,
disuelta en la mapuche por la combinación de migraciones, culturalización y
guerra. También debe de haberse perdido la antigua identidad mapuche,
remplazada por otra que, aunque conservara el nombre, difería mucho de la
"gente de la tierra" del siglo XVIII.
Hubo un punto de ruptura en esta relación de tres
partes: la formación en la Argentina y en Chile de Estados nacionales, fundados
como todos los de su época en el principio de la soberanía territorial. La
afirmación de la soberanía que empezaba a llamarse "interna" y la
urgencia por delimitar las fronteras explican la "Campaña del
Desierto". Un territorio como la Patagonia, y tres poderes estatales que
lo reclaman, genera habitualmente una guerra. Sobran casos en la historia de la
humanidad, y en la de los propios pueblos aborígenes. Podemos llamarlo
genocidio, siempre que apliquemos el calificativo a todos los casos; por
ejemplo al inca Pachacutec, que instalaba campos de trabajo forzado y
desterraba a las comunidades rebeldes. No sería difícil compararlo con Stalin.
Pero no ganaríamos nada en comprensión.
Los historiadores se ocupan de comprender y
explicar. Esperamos de ellos que nos ayuden a entender las causas que como
ciudadanos queremos defender, y no que nos adormezcan con un cuento gratificante.
Para eso, lo primero es evitar el anacronismo; juzgar el pasado con los valores
del presente no ayuda ni a comprender ni a militar eficazmente. Meter todo en
la misma bolsa genocida no sirve para evitar la reaparición del terrorismo de
Estado. Tampoco se construye la idea de igualdad –que decimos defender– cuando
conjuntos de pobladores sometidos a la explotación de propietarios y
autoridades, en lugar de reclamar por sus derechos como ciudadanos, lo hacen
como miembros de un "pueblo originario", cuyos derechos se afirman en
las injusticias de la conquista del siglo XVI o del XIX. No es raro que el
gobernador Insfrán pueda ignorarlos impunemente. Finalmente, el mito termina
siendo contraproducente.
(*) Historiador.
Publicado en Perfil,
el 20 de noviembre de 2011
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