Para la etnia guaraní Mbyá, la palabra lo es todo. Este pueblo originario afirma que el hombre al nacer es una palabra que se pone de pie y solo desde ahí alcanza su estatura verdaderamente humana.
Cada hombre está hecho de "palabras-almas" que "los de arriba" envían a los padres en sueños.
Cuando un niño todavía no tiene su palabra, puede ser arrebatado por la cólera, que es la raíz y origen de todo el mal que anda suelto por el mundo. Por eso la educación, para el guaraní, es una educación de la palabra y él busca la perfección de su ser en la perfección de su decir. En eso, se asemeja a la ancestral sabiduría de los primeros mapuches, que afirmaban: "las buenas palabras son siempre bienamadas".
Nuestros antepasados asignaban una gran importancia a la impecabilidad en el decir. El poder de la palabra, entonces -en estas culturas-, es un poder creador en un doble sentido: crea mundo y al mismo tiempo a través de ella el hombre se "crea" a sí mismo, nace a su verdadero ser. Como dijera el poeta alemán Stefan George, "solo donde hay palabra hay cosa". Los indígenas guaraní Mbyá añadirían: "solo donde hay palabra hay hombre". Por eso la carencia de palabras, de Palabra, tiene consecuencias gravísimas en nuestras vidas.
El hombre sin palabras está al descampado, sin refugio, sin domicilio, porque como lo afirmara el filósofo Martín Heidegger, "la palabra es la Casa del Ser". Para este pensador, la palabra es la más alta posibilidad para el hombre de ser hombre.
El deterioro de la palabra implica un ser empobrecido. Desde luego, no hablemos de esa "impecabilidad en el decir" tan cara a los mapuches de antaño. Esa impecabilidad es un bien escasísimo hoy, y la desconfianza ha minado el antiguo poder de la palabra empeñada, por ejemplo. Pero lo más dramático es cuando hay carencia de palabras para expresar nuestra interioridad.
En las universidades y en los colegios, es cada vez más frecuente ver alumnos que son incapaces no solo de expresar una idea articulada, sino de expresar sus propios sentimientos y puntos de vista sin caer en el balbuceo y la desarticulación.
Gabriela Mistral tenía razón: el dialecto "chileno" se ha ido transformando en un idioma deshuesado. Y esto no tiene nada que ver con seguir las normas de la Real Academia de la Lengua, porque nuestra oralidad chilena campesina era rica en refranes, apodos, decires. De ella se alimentaron nuestros más grandes poetas, los populares y los "cultos". Hoy no tenemos ni esa habla popular ni el habla culta formal: estamos en tierra de nadie, ya no podemos erguirnos desde la palabra, como lo planteaban los indios Mbyá. ¿Dónde está nuestra palabra, la que nos une y nos relata?
"¡Ya no sé hablar!", confesó el joven y genio poeta Rimbaud en un momento de honda crisis en "Temporada en el Infierno". No hay peor infierno que el de la incomunicación y sobre todo el de la incapacidad de poder ponerle nombre a lo que vivimos, y el de estar privados de palabras que den sentido a lo que vivimos. ¿No es frecuente, cuando sucede una catástrofe natural, ver a un periodista colocar el micrófono delante de una víctima que es incapaz de articular palabra y a la que solo le queda llorar, excedida por su impotencia, que la desborda?
La desaparición de la tradicional sobremesa familiar, el inquietante autismo digital en curso, entre otros elementos, harán que la violencia gane terreno allí donde no haya palabra para contener o sublimar.
Se habla mucho de los malos índices de comprensión lectora de los chilenos: me parece eso menos grave que la pérdida de la palabra en la dimensión oral, el empobrecimiento de las conversaciones, que es donde vive el lenguaje. No todos tenemos que ser obligatoriamente buenos lectores, pero sí indefectiblemente somos hablantes. "Zoon phonanta": así nos definió Aristóteles, "animales hablantes".
Es urgente, entonces, recuperar el habla, reconquistar nuestras "palabras-almas" para poder decirnos, para poder "Ser".
No hay comentarios:
Publicar un comentario