Un espacio destinado a fomentar la investigación, la valoración, el conocimiento y la difusión de la cultura e historia de la milenaria Nación Guaraní y de los Pueblos Originarios.

Nuestras culturas originarias guardan una gran sabiduría. Ellos saben del vivir en armonía con la naturaleza y han aprendido a conocer sus secretos y utilizarlos en beneficio de todos. Algunos los ven como si fueran pasado sin comprender que sin ellos es imposible el futuro.

miércoles, 13 de enero de 2016

1.500, el año que no ha terminado


Escrito: Eliane Brum

Un niño de dos años fue asesinado. Un hombre le acarició el rostro. Y le metió una cuchilla en el cuello. El bebé era un indígena del pueblo kaingang. Su nombre era Vitor Pinto. Su familia, como otras de la aldea donde vivía, había llegado a la ciudad para vender artesanía poco antes de la Navidad. Se quedarían hasta el Carnaval. Se guarecían en la estación de autobuses de Imbituba, en el litoral de Santa Catarina. Era allí donde su madre lo alimentaba cuando un hombre le perforó la garganta. Era el mediodía del 30 de diciembre. El año 2015 estaba muy cerca del final.

Y Brasil no paró para llorar la muerte de un niño de dos años. Las campanas no doblaron por Vitor.

La prensa nacional ni siquiera puso de relieve su muerte. Si fuera mi hijo, o el de cualquier mujer blanca de clase media, el asesinado en esas circunstancias, habría titulares, habría especialistas que analizarían la violencia, habría llanto y habría solidaridad. Y tal vez hubiera hasta velas y flores en el suelo de la estación de autobuses, como en el caso de las víctimas del terrorismo en París. Pero Vitor era un indígena. Un bebé, pero indígena. Pequeño, pero indígena. Víctima, pero indígena. Asesinado, pero indígena. Perforado, pero indígena. Ese “pero” es el asesino oculto. Ese “pero” es un serial killer.

La fotografía que ilustró las pocas noticias sobre la muerte del pequeño indígena muestra el suelo de grava y cemento de la estación de autobuses. Un par de chanclas havaianas azules, con motivos infantiles. Un botellín de plástico, una estrellita de juguete, de aquellas de hacer moldes en la arena, una tapa de plástico de lo que parece ser un cubo de playa, un pequeño embalaje en formato de tubo, un paño florido amontonado junto a la pared, tal vez una sábana. Se presenta como “el lugar del crimen” o como “las pertenencias del niño”.

Esa foto es un documento histórico. Tanto por lo que en ella está como por lo que en ella no está. En ella permanecen lo descartable, los objetos de plástico, las chanclas que quedaron. En ella no está aquel al que borraron de la vida. La ausencia es el elemento principal del retrato.
Los indígenas solo pueden existir en Brasil como grabado. Apreciados como ilustración de un pasado superado, los primeros habitantes de esta tierra, con su desnudez y sus tocados de plumas, una cosa bonita para colgar en algunas paredes o estampar aquellos libros que adornan mesas de salas. Los indígenas tienen lugar si están disecados, aunque en cuadros. En el presente, su persistencia en existir se considera inconveniente, de mal gusto. En el Congreso se están tramitando varios proyectos para quedarse con sus tierras en nombre de la exploración y el “progreso”. Hay muchos territorios indígenas debidamente reconocidos que el gobierno de Dilma Rousseff (PT) no homologa porque quiere construir en ellos grandes obras o porque teme herir los intereses de la agroindustria. Hay una Fundación Nacional del Indio (FUNAI) que se está desmantelando progresivamente, tan frágil que a menudo se revela también indecente. En el pasado, los indígenas son. En el presente, no pueden ser.

Como dice el antropólogo Eduardo Viveiros de Castro, los indígenas son especialistas en fin de mundo, ya que su mundo se acabó en 1500. Sin embargo, tuvieron la desfachatez de sobrevivir al apocalipsis promovido por los dioses europeos. Aunque se haya exterminado a cientos de miles, han sobrevivido a la extinción total. Y porque sobrevivieron se continúa asesinándolos. Cuando no se consigue matarlos, la estrategia consiste en convertirlos en pobres en los suburbios de las ciudades. Cuando se convierten en pobres urbanos, se les llama “indígenas falsos”. O “paraguayos”, en un prejuicio más contra el país vecino. En el pasado, los indígenas son alegoría. “Mira, hijo mío, cómo eran valientes los primeros habitantes de esta tierra”. En el presente, son “obstáculos al desarrollo”. “Mira, hijo mío, cómo son feos, sucios y perezosos esos indígenas falsos”. Los indígenas necesitan ser falsos porque sus tierras son verdaderas –y ricas–.

La muerte de los pequeños indígenas no cambia ninguna política, las fotos de su ausencia no conmueven a millones.

Si Vitor era un obstáculo, se eliminó ese obstáculo. Por eso la foto es un documento histórico. Si hubiera alguna honestidad, esa imagen es la que debería estar en las paredes.

Parece que no basta que Vitor, un bebé de dos años, pasase semanas en el suelo de una estación de autobuses, porque la violencia contra su pueblo fue tanta y durante tantos siglos, y aún hoy continúa, que sus padres, Sonia y Arcelino, necesitan dejar la aldea para vender artesanía. A precios bajos, porque devaluados están los artesanos. Es importante notar el nivel de desamparo que lleva a alguien a considerar una estación de autobuses un lugar seguro y acogedor. Los terminales son lugares de paso, y la familia de Vitor, así como la de otros indígenas, se abriga allí porque circula gente. Una estación de autobuses es tierra de nadie. Por eso en ella suelen caber los mendigos, los niños de la calle, los borrachos, las putas, los parias. Y los indígenas. O cabían. Ahora tal vez ya no quepan.

Las estaciones de autobuses son espacios de circulación de extraños, y, por ser “los otros”, los extranjeros nativos, los indígenas creen que en este lugar tienen la oportunidad de escapar de la expulsión. Pero en seguida son expulsados. Una parte de la población de los municipios en que los indígenas aparecen con su artesanía cree que la estación de autobuses es demasiado buena para los indígenas. “La estación de autobuses es un símbolo de la ciudad, en un período en el que tanta gente está viajando, llegando. ¿Qué imagen van a llevarse de la ciudad?”, preguntó un comerciante de São Miguel do Oeste, también en Santa Catarina, para justificar la expulsión de los indígenas del lugar antes de la Navidad.

Vitor ya no estropea el paisaje de nadie. De él no hay ni siquiera un rostro. La foto de su ausencia no conmoverá a millones en todo el mundo, como con el niño sirio traído por las olas del mar. La muerte de los pequeños indios no cambia ninguna política.

Antes me acusen de precipitación, exageración o injusticia, hay que decirlo: los “ciudadanos de bien” no quieren que se les perfore el cuello a los niños indígenas. De modo alguno. Solo que estén fuera de vista. En otro lugar, donde no contaminen, ensucien o afeen. Pero tampoco en sus tierras, si estas son ricas en minerales, fértiles para la soja o buenas para el pastoreo de ganado. Eso ya es un abuso. Apenas que desaparezcan. Pero matar, no, matar ya es maldad.

2015 fue el año en que Brasil fue bicampeón con este discurso. El diputado estatal Fernando Furtado, del Partido Comunista de Brasil (PCdoB), fue reconocido como “Racista del Año” por la organización Survival International, por su declaración antológica, al manifestar en una audiencia pública: “Allá, en Brasilia, Arnaldo vio a los indígenas todos con camisetitas, todos arregladitos, con flechitas, todos una pandilla de mariconcitos, que había unos tres que eran maricones, estoy seguro, maricones. No sabía que había indígenas maricones, lo fui a saber aquel día en Brasilia... Todos maricones. Así que, de esa forma, ¿cómo es que los indígenas ya consiguen ser maricones y no consiguen trabajar y producir? ¡Negativo!”.

Para una parte de los habitantes de las ciudades de la región sur, los indígenas “ensucian” el paisaje.

El diputado se refería a los awa-guajás, considerados uno de los pueblos más vulnerables del planeta. La conquista de Fernando Furtado, sin embargo, no es inédita. Otro parlamentario, Luis Carlos Heinze, en este caso diputado federal por el Partido Progresista (PP) de Rio Grande do Sul, ya había subido al podio en 2014, con la siguiente declaración: “El gobierno... está compinchado con los quilombolas, los indígenas, los gais y las lesbianas, todo lo que no vale nada”. Todo indica que Brasil es casi imbatible para convertirse en tricampeón. Se habla tanto de un país polarizado, pero el premio prueba que los indígenas son un raro punto de unanimidad entre cierta derecha y cierta izquierda de esta gran nación.
 
Manifestación de Hermanos Originarios en las calles de  Chapecó, lugar de origen del niño Vitor, muerto en Imbituba (Foto: Isabel Malheiros/RBS TV)
Vitor, el bebé asesinado, vivía en la aldea de Condá, en el municipio de Chapecó, en el oeste de Santa Catarina. Los crímenes cometidos por el Estado contra el pueblo kaingang, de la región sur de Brasil, están registrados en el Informe Figueiredo, un documento histórico que se creía perdido y que se descubrió a finales de 2012. El informe, de 1968, documentó el tratamiento dado a los pueblos indígenas por el antiguo Servicio de Protección a los Indígenas (SPI). En total, el fiscal Jáder Figueiredo Correia dedicó 7.000 páginas a contar lo que su equipo vio y oyó. Cualquier persona que quiera entender por qué Vitor se guarecía en el suelo de la estación de autobuses de Imbituba, en vez de pasar los meses de verano seguro, saludable y feliz en su aldea, tiene una rica fuente de información en el documento disponible en Internet. Va a descubrir, entre otras atrocidades, cómo los antepasados de Vitor llegaron a ser torturados y a vivir en condiciones análogas a la esclavitud, para que sus tierras fuesen deforestadas y explotadas por los no indígenas en pleno siglo 20. Es posible que algunos de esos “emprendedores” sean abuelos de aquellos que hoy creen que indígenas como Vitor ensucian el paisaje de sus ciudades.

Comenzamos 2016 como acabamos 2015: obscenos.

Después del asesinato del bebé, la policía militar arrestó al sospechoso de siempre. Un muchacho pobre, en libertad provisional, con “una pequeña cantidad de marihuana y cocaína en la mochila”. Como no había ninguna prueba en su contra, fue puesto en libertad. Poco después arrestó a otro joven, que ahora se considera el principal sospechoso. La policía buscaba a alguien bastante genérico: con una mochila y una gorra y un tipo físico similar al que aparece en un vídeo grabado por una cámara de seguridad. La sospecha de los policías militares es que el asesino se sentiría “incómodo con la presencia de los indígenas en el lugar”. La policía civil mencionó como posibles motivos el “prejuicio”, una “enajenación mental” y “problemas psicológicos”. 

En un comunicado, el CIMI afirmó: “El Consejo Indigenista Misionero está preocupado por el clima de intolerancia que se está propagando, en la región sur del país, contra los pueblos indígenas. Un racismo —a veces velado, a veces explícito— que se difunde a través de los medios de comunicación masivos y las redes sociales”.

Quien de hecho asesinó a Vitor tal vez sea investigado, juzgado, condenado y castigado, lo que ya es una rareza en las muertes de indígenas en Brasil, marcadas por la impunidad. Pero hay que hacer preguntas más complicadas. ¿Quién armó a esa mano? ¿Qué encrucijada histórica permitió que Vitor fuese el bebé elegido por el asesino, independientemente de su cordura o locura, y no mi hijo o el suyo? ¿Dónde estamos nosotros en esta foto en la que estamos sin estar?
Se ha dicho que 2015, un año de crisis en Brasil y de horror en todas partes, es el año que no ha terminado. 2016 sería apenas un bucle. 

Tiene sentido. En la víspera de esta Navidad, Antônio Isídio Pereira da Silva, líder rural y ecologista en Maranhão, fue encontrado muerto. Era un asesinato anunciado más. Hace un año que se archivó la solicitud de inclusión del agricultor en el programa federal de protección a los defensores de los derechos humanos. Él se estaba preparando para denunciar una tala ilegal en una región con graves conflictos de tierras cuando lo asesinaron. También en Navidad, cinco jóvenes denunciaron a policías militares de Río de Janeiro por tortura y robo. Según su relato, volvían en tres motos de una fiesta cuando los arrestaron policías militares de la Unidad de Policía Pacificadora de Coroa, Fallet y Fogueteiro. Además de torturas con un cuchillo caliente, mecheros y puñetazos, habrían obligado a uno de ellos a hacerle sexo oral a su amigo. En São Paulo tardó tan solo dos días en producirse la primera masacre de 2016, con cuatro muertos, en las afueras de Guarulhos. Se sospecha de venganza por la muerte de un policía militar días antes en la región.

Empezamos como acabamos. Nada, por tanto, ni ha comenzado ni ha terminado. Quienes continúan muriendo de asesinato en Brasil, en su mayoría, son los negros, los pobres y los indígenas. El genocidio continúa ante la indiferencia, cuando no el aplauso, de la sociedad brasileña. Empezamos 2016 como acabamos 2015. Obscenos. Los fuegos del Año Nuevo ya fracasaran en el artificio. Estamos desnudos. Y nuestra imagen es horrible. Ella ensucia de sangre el cuerpecillo de Vitor, por el que tan pocos han llorado.

Dicen que 2015 es el año que no termina. O que 2015 es el que no llega a su fin.

Para los indígenas es mucho más brutal: el año 1500 aún no ha terminado.

Eliane Brum es escritora, periodista y documentalista. Autora de los libros de no ficción Coluna Prestes - o avesso da lenda, A vida que ninguém vê, O olho da rua, A menina quebrada, Meus desacontecimentos, y de la novela Uma duas.

Fuentes:
El País (España) – 6 de Enero de 2.016
Santa Catarina RBSTV
Sitio web: desacontecimentos.com
Traducción de Óscar Curros


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