Nos preguntamos qué quieren decir
los que pronuncian la palabra utopía o, lo que es lo mismo, qué queremos decir
nosotros cuando empleamos esa palabra que pareciera estar escondida en algún
cofre en una isla desierta. Nos referimos a ella como si fuera una piedra
preciosa encantada guardada con siete sellos, o como si se tratase de sueños de
libros de infancia. Y no nos damos cuenta que utopía no significa otra cosa que
lo que tendríamos que hacer para ser felices. Así de sencillo. Uno parece un
maestro ciruela diciendo y creyendo en estas cosas, pero es que es así: es lo
que deberíamos hacer pero además, es lo más fácil de realizar y conseguir.
Pongamos un ejemplo. Somos todos
niños, queremos jugar en la arena. A nadie se le ocurriría permitir que uno de
los niños se adjudicara el 80 por ciento del cajón de arena para él solo y que
los demás jugáramos en un rincón, todos apretujados. Tampoco permitiríamos que
ese niño que se adueñó así de gran parte del cajón de arena nos exigiera
juguetes para poder jugar en "su" zona, que en realidad pertenece a
todos. Ni tampoco permitiríamos que uno de nosotros se adjudicara el mando y
nos diera órdenes para hacer lo que él dictaminara, con el prejuicio de hacerlo
para mantener la igualdad y la disciplina.
La única verdad es que todo
pertenece a todos pero además no pertenece a nadie. Desde la docencia se
tendría que enseñar como primera materia la negación del sentido de la
propiedad y del derecho del más fuerte, y además el diálogo, como fuente de
comprensión. La docencia tendría que enseñarnos desde pequeños a despreciar a
todo aquél que usufructa más de lo que necesita para su vida y subsistencia.
Vayamos a un ejemplo que está al alcance de todos: el transporte en las grandes
ciudades. ¿Qué nos dice el análisis racional? Que el transporte individual, el
auto, perjudica a todos, es el derecho del más fuerte, del que tiene más
dinero. Lo equitativo y lo cuerdo sería que el transporte fuese colectivo y
sano. Se ha comprendido que en este sentido, los mejores transportes son los
subterráneos y los trenes. El transporte automotor no sólo envenena la
atmósfera en forma irreversible sino también es actor de accidentes que han
costado una cantidad incalculable de víctimas , que se repiten día a día, en
gran parte niños. Además se estimularía la sana costumbre de caminar o de
trasladarse en bicicleta. Otros transportes mecánicos, sin gases residuales,
podrían adaptarse para el transporte de gente de edad o incapacitados desde las
estaciones a sus destinos. Pero la racionalidad se sacrifica en aras de la
fatuidad, del lujo, de la comodidad de algunos y de la esperanza del resto. Es
un sistema absolutamente criminal. Y la ley, si fuera justa tendría que
castigar a quienes lo castigan y permiten. El lobby de la industria automotriz paró
durante décadas en nuestro país la construcción de subterráneos y promovió el
levantamiento de las vías férreas, y los políticos corruptos lo aceptan todo.
¿Hay acaso algo más irracional que las calles de Buenos Aires taponadas, con
sus bocinazos, su aire envenenado que perjudica principalmente a los más
pequeños, la pérdida de tiempo para todos que esto significa, los nervios, el
estrés? ¿Cómo es posible explicar racionalmente que viaje en autos lujosos y
enormes sólo una persona por vehículo? La idiotez y el egoísmo se pasean en
coche. Y todos callamos, en el mundo entero, porque tal vez quisiéramos llegar
a ser, cada uno de nosotros, uno de esos imbéciles en carrocería de oro.
Nuestras sociedades enseñan a
despreciar al pobre o a quienes tienen otro color de piel, en vez de despreciar
al aprovechador y al explotador. Debería enseñar a despreciar a quien aprovecha
la naturaleza de todos para sí mismo y admirar a quienes encuentran la
felicidad en la humildad y la modestia, ésos que piensan siempre en utopías y
así tal vez alcanzar la felicidad de la sociedad toda, en esta vida tan breve,
y llena de dolor y de misterios. Ya desde la primera escuela se debería enseñar
el pensamiento de los utopistas, los proyectos de las repúblicas ideales que
elaboraron sus benditos cerebros y no hacernos glorificar conquistadores
brutales y genocidas de pueblos que actuaron en nombre de la
"civilización". Enseñar también la historia de las religiones para
dejar al desnudo toda la mentira del miedo con aquello de Dios todopoderoso, o
de hijos de vírgenes o de santísimas trinidades con don de ubicuidad que nos
vigilan permanentemente, o aquellas teologías que humillan a las mujeres
condenándolas a cubrir su cuerpo; o lo del pecado original, el infierno y la
llama eterna que nos quemará vivos por los siglos de los siglos.
Así de sencillo es la utopía:
sentarnos a discutir todo aquello que se nos impuso en nombre de la autoridad y
la propiedad, que nos ha llevado a guerras, torturas, regímenes de esclavitud y
a la absoluta obscenidad de las fortunas multimillonarias y su correlato de
millones de hambrientos que mueren todos los años.
Hubiéramos podido hacer un resumen
del ideario de todos los grandes pensadores de la utopía. Pero es una segunda
parte. La utopía está en la calle de todos los días, hay que formarla desde los
hechos simples, en los juegos, en la lealtad a la amistad, en el desprecio a lo
superfluo que nos devora la vida y termina por esclavizarnos a nosotros y a los
que más queremos. Producir violencia es atacar nuestra propia existencia, la de
nuestra familia, la de nuestro derredor. Promover la vida simple, engrandecer
la honestidad, el altruismo. Despreciar y hacer despreciable las internas del
poder que, por desdicha, hasta se protagoniza en los pasillos de las altas
casas de estudio, que tendrían que ser los templos de la utopía.
No voy a hablar ni de Thomas Moro,
ni de Campanella, ni de Owen, Bacon o Proudhon. (A ellos hay que leerlos, gozar
de ellos, imaginarse el mundo pensado por ellos) Es mejor y ya es tiempo de
ponernos a caminar. Aplicar lo simple de la razón. Terminar con aquello pérfido
de que "la política es el arte de lo posible", sino que el único
futuro está en la lucha por lo que se cree imposible, que es nada menos que
poner de relieve la bondad del ser humano, que existe. Ponerse a caminar y
aprender lo bueno de los revolucionarios y corregir sus equivocaciones. Eso es
la utopía. Si logramos dar diez pasos de aproximación a ella, ya justificaremos
nuestro viaje por la vida.
Osvaldo Bayer – En camino al paraíso (26 de
Julio de 1.997)
que genial el blogs!!!
ResponderEliminares importante enriquecerse con sabiduría como esta, gracias por la información :)
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