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Nuestras culturas originarias guardan una gran sabiduría. Ellos saben del vivir en armonía con la naturaleza y han aprendido a conocer sus secretos y utilizarlos en beneficio de todos. Algunos los ven como si fueran pasado sin comprender que sin ellos es imposible el futuro.

jueves, 3 de septiembre de 2020

La población misionera tras la expulsión de los jesuitas


Las identidades de los pueblos abundan en mitos en torno a un pasado más o menos remoto que, al no poder ser plenamente explicado, es cargado con fantasías. Estas a veces se sustentan en hechos reales, pero en ocasiones son meras fabulaciones. Un claro ejemplo de ello es la idea de que, tras la expulsión de los jesuitas, los guaraníes que vivían en las reducciones retornaron a la selva. Concatenado con ésta se encuentra otro mito: el del espacio vacío, configurando así una auténtica matriz explicativa según la cual en el siglo XIX los indígenas habrían retornado al “salvajismo” y, por ello, el aluvión migratorio de fines del siglo XIX se habría encontrado con una selva despoblada, generando una identidad nueva centrada en la figura del pionero como “agente civilizador”. A lo largo del siglo XX, a medida que se fue avanzando en el conocimiento del pasado misionero, esas suposiciones fueron gradualmente refutadas aunque siguen operando en el imaginario colectivo.

Hoy sabemos que los Mbya que hoy habitan Misiones no son descendientes de los antiguos guaraníes misioneros, sino de los denominados Cainguá o Monteses. Es decir, pueblos que habían evitado cualquier contacto con las sociedades coloniales y nacionales mientras eso fue posible. ¿Qué pasó entonces con los antiguos pobladores de las Misiones?

En primero lugar, se produjo un brusco descenso demográfico en el medio siglo que siguió a la expulsión de la Compañía de Jesús: de los 106.554 habitantes que tenía Misiones en 1768 quedaban tan solo 38.430 al momento de estallar la revolución en 1810. Las causas de este fenómeno son múltiples. En principio, las tasas de mortalidad se volvieron más altas debido a que las condiciones de salubridad se tornaron más precarias, al tiempo que la alimentación se redujo. Es que la nueva administración utilizó extensivamente la mano de obra en la explotación de productos comercializables, sobre todo la yerba mate, desatendiendo los cultivos que sustentaban a las comunidades. Al hambre se le sumaron las frecuentes epidemias, que ya en tiempos de los jesuitas hacían que la población tuviera fluctuaciones importantes.

Sin embargo, la principal causa de la disminución de la población no era el incremento de la tasa de mortalidad sino un saldo migratorio fuertemente negativo. Muchos guaraníes simplemente abandonaban los pueblos pero no para encaminarse hacia la selva, sino para dirigirse a las jurisdicciones circunvecinas: Paraguay, Corrientes, Rio Grande do Sul, la Banda Oriental, incluso Buenos Aires y Santa Fe tuvieron una creciente presencia de migrantes misioneros. Pocas imágenes reflejan esta situación de manera tan clara como los dos mapas que ilustran el presente artículo, tomados del Atlas Histórico del Nordeste confeccionado por Ernesto Maeder y Ramón Gutiérrez. En ellos, cada punto representa un número de doscientos habitantes. Muchos de los puntos ausentes en Misiones en 1810 son precisamente los que aparecen en los distritos aledaños casi despoblados en años anteriores. Es que la decadencia misionera y el crecimiento del Litoral rioplatense son dos caras del mismo proceso histórico que signó el momento tardocolonial.

Los guaraníes que eran diestros en algún oficio artesanal tenían fácil inserción laboral en las ciudades, y alcanzaban condiciones de vida mucho más holgadas que las que podían tener en sus pueblos de origen. Los músicos misioneros, por ejemplo, tenían una alta consideración. Tan importante era su aporte que en ocasiones los mismos Cabildos de las ciudades intercedían para que no se los enviara de vuelta a sus pueblos cuando las autoridades de Misiones lo requerían. En 1802 el propio fiscal Villota intercedió en Buenos Aires para que se les permitiera a los guaraníes permanecer en la ciudad. Quienes no tuvieran formación específica en ningún oficio igualmente tenían a su disposición una oferta laboral amplia en las estancias aledañas. El peón guaraní era tan valorado que, muchas veces, su presencia era ocultada por los patrones para no tener que devolverlos a Misiones.

En la Memoria Histórica que escribió en 1785, Gonzalo Doblas nos dejó una interesante información: “Muchos de los prófugos de los pueblos permanecen en esta provincia de Misiones, pasando de unos pueblos a otros, ocultos en las chácaras de los mismos indios”. Es decir que muchos guaraníes, solos o con sus familias, no eran contabilizados en los registros oficiales por el sencillo hecho de que no vivían en los pueblos, sino en las zonas rurales. Muchos se concentraron en los extensos campos orientales, entre Río Grande y Montevideo, sin salir de hecho de Misiones ya que toda esa zona pertenecía a las estancias de los pueblos, sobre todo a la de Yapeyú. Numerosas familias llevaron adelante una economía campesina, al tiempo que muchos hombres formaban parte de las partidas de contrabandistas de ganado y cuatreros que se movían libremente en la frontera. Entre estos se encontraba incluso el propio Andrés Guacurarí, quien siendo adolescente se integró al entorno de José Artigas.

El descenso demográfico, a primera vista catastrófico, tal vez no lo fue tanto. No significó necesariamente la desaparición del guaraní misionero sino más bien su transformación. Mestizaje mediante, se dio un complejo proceso de construcción de nuevas identidades en toda la región, en el que el aporte indígena fue fundamental, mezclándose e interactuando con sectores europeos y africanos. Como bien lo expresara Lucía Gálvez, “no tenemos más que mirar a nuestro alrededor para darnos cuenta de que muchos hemos heredado el color moreno o lo ojos almendrados de nuestros lejanos abuelos indígenas, a quienes tantas veces ignoramos”.

Por Mgtr. Oscar Daniel Cantero, especial para Misiones Tiene Historia.

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