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Nuestras culturas originarias guardan una gran sabiduría. Ellos saben del vivir en armonía con la naturaleza y han aprendido a conocer sus secretos y utilizarlos en beneficio de todos. Algunos los ven como si fueran pasado sin comprender que sin ellos es imposible el futuro.

martes, 18 de noviembre de 2025

La Wiphala: mosaico de resistencia y memoria - Roberto Arnaiz




No se confunda, amigo. La Wiphala no es la “bandera inca” ni el estandarte imperial del Cusco. Tampoco es la bandera de esa ciudad que en el siglo XX inventó un arcoíris para atraer turistas. La Wiphala es otra cosa: es el grito cuadrangular de los pueblos del altiplano, el mosaico que vibra cuando sopla el viento helado de la cordillera y que dice, sin palabras, que los originarios siguen vivos.

La palabra Wiphala viene del aimara: wiphai significa triunfo, victoria; lapx-lapx es el sonido o movimiento que produce el viento al hacer ondear algo flexible. De la unión surge wiphailapx, “el triunfo que ondula al viento”, que con el tiempo se transformó en Wiphala. No es solo una bandera: es una exclamación hecha color y movimiento.

Un cuadrado perfecto: siete por siete, cuarenta y nueve pequeños cuadros que suman los siete colores. Rojo, naranja, amarillo, blanco, verde, azul, violeta. La diagonal blanca cruza como un relámpago, ordenando el caos de la diversidad. Suena sencillo, pero ese diseño carga siglos de historia, de olvidos y de reinvenciones.

No se equivoque nadie: la Wiphala no nació en los campos de batalla de reyes medievales ni bajó en los barcos de Colón. Su raíz cultural está en Tiwanaku, una de las civilizaciones más antiguas y poderosas de los Andes, levantada en el altiplano boliviano, cerca del lago Titicaca, entre el 1500 a.C. y el 1200 d.C. Allí, entre templos ciclópeos y monolitos que parecen custodiar el cielo, como la célebre Puerta del Sol, se forjó una cosmovisión entera.

En sus tejidos, cerámicas y tallas ya aparecía el diseño cuadriculado que siglos más tarde inspiraría la Wiphala. Eso está probado. Lo que no puede afirmarse con certeza es que estos patrones funcionaran como banderas en el sentido moderno: eran símbolos sagrados, geometrías que representaban el cosmos y el equilibrio de la vida comunitaria. La Wiphala tal como hoy la conocemos —cuadrada, con 49 cuadros y siete colores— es una reconstrucción contemporánea, inspirada en esos vestigios ancestrales, pero nacida como bandera en el siglo XX.

Durante la colonia, la Wiphala no flameaba en los balcones de los virreyes ni escoltaba ejércitos oficiales. Sobrevivía como un murmullo, escondida en la pintura y en las fiestas populares. Mire esos cuadros de la escuela cuzqueña: ángeles con cara de mestizos, vestidos como capitanes y empuñando arcabuces, llevan estandartes cuadriculados que parecen salidos de Tiwanaku más que de Jerusalén. Es el damero ancestral infiltrado en la iconografía católica, como diciendo: “Nos someten, pero seguimos aquí”.

En 1716, cuando el virrey arzobispo Morcillo entró en Potosí con toda su pompa, un pintor inmortalizó la escena. Y entre capas de seda, caballos y estandartes reales, aparece una bandera de cuadros multicolores. Nadie lo sospechó entonces, pero allí estaba: la vieja simbología andina colándose en el desfile oficial, resistiendo entre clarines y bendiciones.

La Wiphala en la colonia fue eso: una presencia camuflada, un mensaje en clave, un mosaico que desafiaba al imperio desde las sombras de un lienzo. No necesitaba permiso para existir; le bastaba con sobrevivir en silencio, aguardando el momento de volver a flamear al viento.

El dato duro: Alcide d’Orbigny, naturalista francés, en 1830 vio en La Paz pajes indígenas con estandartes de cuadros blancos, amarillos, rojos, azules y verdes. No lo inventó: lo describió. Y en la Guerra Federal de fines del siglo XIX, Pablo Zárate Willka levantó whipalas de múltiples colores en medio de la pólvora. En 1931, Alberto de Villegas la nombró explícitamente como bandera de los aymaras. Y en 1945, en el Primer Congreso Indigenista de Bolivia, la Wiphala apareció formalmente, mezclada entre etiquetas de refrescos y sueños de tierra recuperada. Su estética colorida ya estaba destinada a convertirse en emblema.

El rediseño final llegó en 1979 con Germán Choque Condori, llamado el “restaurador de la Wiphala”. Él tomó viejos relatos de cronistas y la visión de los arcoíris dobles del Titicaca, y la cristalizó en lo que hoy conocemos: cuarenta y nueve cuadros, siete colores, una bandera cuadrada. Fue un acto de resistencia, una manera de decir: “Aquí estamos, no nos borraron”.

A partir de ahí, los movimientos indígenas la cargaron a hombros. En las universidades, en las marchas, en las plazas. Y el 7 de febrero de 2009, Evo Morales la hizo símbolo oficial de Bolivia, con el mismo rango que la tricolor. En Chile, desde 2017, flamea en Alto Hospicio. En Perú, desde 2022, es reconocida en Puno. En la Argentina, se la permite junto a la celeste y blanca, sobre todo en provincias del norte. La Wiphala salió del silencio y se plantó frente al mundo.

La Wiphala es más que una bandera. Es una bofetada contra siglos de desprecio. Es el recordatorio de que la modernidad no logró borrar la raíz andina. El rojo habla de la tierra, el naranja de la cultura, el amarillo de la energía, el blanco del tiempo, el verde de la producción, el azul del espacio cósmico y el violeta de la política comunitaria. Todo encaja como en un tablero de ajedrez cósmico. Por eso molesta. Porque ondea donde muchos quisieran ver silencio. Porque recuerda que debajo del asfalto de La Paz o de las avenidas de Jujuy, laten todavía los tambores de Tiwanaku. La Wiphala no es folklore. No es souvenir para gringos. Es la memoria que flamea, la victoria que ondula al viento.

Hoy, podemos considerarla la bandera de los pueblos originarios. No porque todos la hayan usado en la antigüedad —eso sería falso—, sino porque se transformó en un emblema común en la actualidad. En Bolivia, Perú, Chile y la Argentina es reconocida oficialmente en distintos grados, y en las marchas indígenas de todo el continente flamea como símbolo de unidad. La Wiphala no es solo de los aymaras ni de los quechuas: hoy representa la dignidad de todos los pueblos originarios que reclaman un lugar en la historia y en el presente.

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