Escribe:
Cristina Ávila
Finales de octubre
de 2012: mientras la prensa mundial se ocupaba desde todos los ángulos posibles
de la polémica profecía maya que hablaba de un cambio de era para la humanidad,
una pequeña noticia sobre un suicidio masivo del pueblo indígena Guarani–Kaiowá,
en la amazonia brasileña, intentaba, sin mucho éxito, ocupar los titulares
mediáticos con una dolorosa carta dirigida al gobierno y a quien quisiera
escucharlos:
Nosotros,
cincuenta hombres, cincuenta mujeres y setenta niños ya vamos, y queremos ser
muertos y enterrados junto a nuestros antepasados, aquí mismo, donde estamos
hoy. Por eso, pedimos al gobierno y a la justicia federal para no decretar el
orden de desalojo, pero solicitamos que decreten nuestra muerte colectiva, y
para enterrarnos todos aquí […] en «tekoha» —donde descansan nuestros
ancestros—.
Pero no. La
desesperada misiva de una comunidad que pide dignidad, y no ser desalojada de
su tierra, no obtuvo el efecto deseado. Probablemente, porque hace siglos que
el mundo ignora las palabras de los pueblos originales. No. De hecho,
actualmente, ni siquiera la ONU guarda informes precisos sobre las tasas
de suicidio entre las etnias que habitan el planeta, aunque los datos son
alarmantes, o deberían serlo, puesto que van en aumento y, según investigaciones
independientes, en prácticamente todos los casos de nativos que atentan contra
su propia vida, ya sea en Canadá, Australia, Colombia, México, China o
Guatemala, las causas primordiales están directamente relacionadas con las
políticas colonialistas y la conmoción social, económica y cultural que de
ellas se derivan.
Aunque
los informes sobre el tema coinciden en que son los adolescentes y los jóvenes
indígenas quienes más problemas encuentran a la hora de enfrentar la realidad
de sus comunidades, lo cierto es que los ancianos, esos «antiguos sabios»
actualmente relegados, también han sufrido el duro revés de una cultura global
que desprecia y excluye a la vejez. Pero, sin lugar a dudas, y con mucha
distancia, las mujeres indígenas de todas las edades encarnan, hoy por hoy, lo
que podría considerarse el colectivo más marginado del mundo.
La voz de mujer, la voz anciana, la voz
indígena, lo que el
mundo necesita
escuchar.
De
los casi cuatrocientos millones de nativos originales repartidos por el planeta
en unas cinco mil etnias, la mitad de la población es femenina; un cincuenta
por ciento que dista de ser verdaderamente «la otra mitad», pues ellas viven —y
padecen— su día a día exiliadas, en una enmarañada red de discriminaciones y
vulnerabilidades sociales, culturales y económicas directamente relacionada con
su origen y su sexo. Por eso, las mujeres indígenas, y además ancianas, han
sido el grupo más fuertemente desterrado por esta sociedad nuestra, tan
patriarcal, y que pugna a toda costa por la juventud y la novedad.
Nosotras las abuelas
indígenas hemos venido desde muy lejos para hablar al mundo del conocimiento
que guardamos dentro. En muchas lenguas se nos ha dicho que el tiempo de hacer
cambios ha llegado… por nuestras familias, por las tierras que amamos, por
todos los seres. Nosotras seremos la voz de los sin voz, y podemos crear y
mantener la visión de nuestro corazón para difundirla. Somos portadoras de luz.
Somos mujeres. Somos sabias. Ya nadie puede dividirnos.
Esta
es la voz de Agnes Baker–Pilgrim, nieta del jefe indio George Harney. Ella es
la mujer más anciana de los takelma, una tribu que fue casi exterminada en
el siglo XIX por los colonos europeos que llegaron al suroeste de Oregon;
líder espiritual de su pueblo, es hoy una de las llamadas “guardianas” que ha
revivido “La Ceremonia Sagrada del Salmón”, un ancestral ritual indígena para
sanar las aguas, y que permaneció en el olvido por más de ciento cincuenta
años. Agnes Baker es psicóloga, graduada en Estudios sobre Pueblos Indígenas Americanos,
y profesora universitaria pero, ante todo, Agnes es una anciana, una sabia. Una
abuela.
Agnes, junto con
otras doce mujeres sabias, pertenece desde 2004 al autodenominado “Consejo
Internacional de las Trece Abuelas Indígenas”, que se propuso hace más una
década la nada fácil tarea de devolver la voz y la dignidad precisamente a
esos colectivos más marginados: las mujeres, las indígenas, las ancianas;
aunque, en realidad, la misión final de este grupo es mucho más ambiciosa:
restituir en la tierra una nueva «era de paz». Para ellas, esta misión es
totalmente posible, porque —dicen— «el tiempo de lo femenino ha llegado para
todos, para los hombres y las mujeres», y la paz entre los seres humanos, pasa
por hacer de nuevo las paces con el planeta… con «nuestra madre tierra».
Tal
como me fue contado
Te
lo contaré tal como me fue contado, como me lo contaron las abuelas, porque así
también les fue contado una vez a ellas:
La
abuela Rita Pitka Blumenstein, quien representa al pueblo Yup´ik (de Alaska),
nos compartió un momento que vivió cuando tenía nueve años. Hace muchos años,
siendo apenas una niña, su propia abuela le dijo: “cuando seas vieja, y tengas
el cabello blanco como yo, serás llamada a un grupo de trece abuelas, y para
cuando eso suceda, he preparado objetos sagrados que deberás entregarle a cada
una. He reunido trece piedras y trece plumas de águilas. Dáselas y toma una
para ti. Yo estaré detrás de ustedes, así como todos los ancestros”. A lo largo
de estos años, desde que se fundó el Consejo de las Abuelas Indígenas, hemos
escuchado muchas historias como esta. Y créeme, cuando las trece abuelas se
reúnen, hay una profunda energía que abre un portal de posibilidades en esta
nueva era, que ya ha llegado.
La persona que
habla, y que mejor conoce la historia de este Consejo por dentro y por fuera es
ella, Jyoti, la directora del Centro de Estudios Sagrados, situado en la
comunidad de Guerneville, en California, Estados Unidos. Jyoti, en realidad,
fue la artífice de lo que hoy se ha convertido en todo un movimiento por la paz
en el mundo con voz indígena, con voz de mujer y con la voz de la experiencia
de las abuelas. Una sola voz con trece de las representantes de ese colectivo
que, históricamente, y hasta hoy, la sociedad había relegado al olvido y la
marginación.
Jyoti
asegura que, durante años, mucho antes de conocer a las abuelas, escuchaba una
voz mientras meditaba; el significado le era desconocido, pero la voz le decía: When
the grandmother finally speaks… («Cuando la abuela finalmente hable»…). Esa
lejana voz cobró todo su sentido en octubre de 2004, cuando el Centro de
Estudios Sagrados convocó, nada más y nada menos que en Nueva York, a dieciséis
mujeres indígenas del mundo para una reunión de trabajo a la que, finalmente,
solo asistieron trece invitadas. Durante varios días, las mujeres se sentaron
en círculo para discutir, «con una visión sagrada», los muchos problemas que
aquejan al mundo, al ser humano, y a todos los seres sintientes de la tierra.
Algún día, cuando
escribamos correctamente la historia
Profecía o no, lo
cierto es que las robustas voces de estas trece mujeres, provenientes de los
cuatro puntos cardinales del globo, y de algunos de los lugares probablemente
más convulsos y violentos del planeta, encarnan realmente —y de muchas maneras—
las preocupaciones de millones de ciudadanos de todos los orígenes, razas,
edades y geografías.
Salidas
de sus respectivas etnias y tribus, ya sea desde Estados Unidos, Alaska, Nepal,
Tíbet, México, América Central, Colombia, Brasil o Gabón, estas trece mujeres sabias,
que pertenecen a la minoría entre las minorías, comparten sin embargo las
mismas preocupaciones que hoy tenemos las mayorías. Lo que las hace
diferentes es su visión sobre lo que es —o debe ser— la paz, y sus acciones en
contra de la guerra y la devastación.
Cuando nos
conocimos, las abuelas compartimos nuestras historias personales. Ahí, desde la
primera vez, nos dimos cuenta de que, siendo aparentemente diferentes, todas
nuestras inquietudes eran idénticas. Todas nosotras, viniendo de tantas partes
lejanas, teníamos las mismas búsquedas: el bienestar de nuestros pueblos, la
preservación de los territorios y las costumbres indígenas, el respeto a los
derechos humanos y de las mujeres, el cuidado de la naturaleza […] eso solo
significa que estamos de verdad conectadas […] Yo llevo en este camino desde
que tenía catorce años. Muchos ancianos, hombres y mujeres, me acogieron y
compartieron sus enseñanzas conmigo, y uno de ellos alguna vez me dijo: «mira a
tu alrededor, Mona… el cambio ya está ocurriendo… solo presta atención». Y he
procurado hacerlo toda mi vida.
La
abuela Mona Polacca, otra de las integrantes del Consejo de las Trece, está
doctorada en Justicia e Investigación Social y es miembro de las Tribus del Río
Colorado. Lleva más de treinta años trabajando con las enseñanzas de sus
ancestros para paliar así la frustración, la violencia, las adicciones y el
alcoholismo rampante que viven muchos de los jóvenes de su comunidad. Es una
sanadora anciana, por cuya venas corre sangre del pueblo del agua azul y verde,
los havasupai, y también de «la gente fuerte», los guerreros, los protectores,
los hopi–tewa, del norte de Arizona. Su apellido, Polacca, significa mariposa:
el símbolo que habla de la transformación espiritual del ser humano. Con el
resto del Consejo de Ancianas Indígenas, ella comparte la opinión de que
el agua del planeta es un tema fundamental en nuestros días si es que queremos
curar al mundo, si es que queremos parar las guerras, las actuales y las
futuras.
Dos de nuestras
abuelas practican el culto de la danza del sol y la pipa sagrada; son de la
iglesia nativo–americana. Hay una budista tibetana (Tsering). Está la abuela
Aama, de Nepal, que es chamana, y Julieta, de México, que usa los hongos
sagrados. La abuela Bernadette, que viene de Gabón, usa la raíz medicinal del
iboga, mientras que Maria Alice «Lizzie», que vive en el Amazonas, es del culto
de Santo Daime, y usa la ayahuasca, junto con otra abuela que también vive
allá, pero que es japonesa, Clara Shinobu Iura. Margaret, que es de Montana, de
la tribu Cheyenne, también pertenece a la iglesia nativo–americana. La abuela
Agnes, de Oregon, trabaja con plumas de águila y oraciones. Rita Blumenstein
usa hierbas, es sanadora tradicional, manipula el cuerpo y recoloca huesos,
igual que la abuela maya de Nicaragua, Flor de Mayo, que emplea formas de
oración, aromas y plantas y, finalmente, yo misma, que rezo con agua, con
tabaco, nuestra planta sagrada… —afirma la abuela “mariposa”, Mona Polacca—. Yo
no me considero a mí misma sanadora, sino simplemente, facilitadora.
Sanar
las aguas envenenadas y enfermas de la tierra, restituir el poder a las plantas
sagradas, muchas de las cuales —como la marihuana, la ayahuasca, la hoja de
coca, el peyote o la iboga— han sido prohibidas y criminalizadas, detener la
explotación indiscriminada de los recursos, detener las constantes heridas que
hacemos al planeta con la extracción minera, devolver la dignidad a los pueblos
indígenas —reconociéndoles su sabiduría y valor—, respetar el derecho a la vida
de todos los seres, sean humanos o animales, vegetales o minerales; empoderar a
las mujeres y reintegrarlas al destino del mundo, con la parte que les
corresponde, como “hacedoras de humanidad”… de esto —y más— se habla en las
reuniones que las abuelas indígenas celebran en Consejo, cada seis meses, donde
se mezclan las voces de la experiencia y la esperanza.
Se trata nada más y
nada menos que de recuperar el rostro femenino en los quehaceres culturales,
políticos y económicos de la actualidad; esta es, sin duda, una tarea gigante,
pero no es para nada descabellada si reconocemos que alguna vez en la historia
de la humanidad, durante una era prácticamente borrada por los historiadores
oficiales, efectivamente existió una cultura global, totalmente centrada en el
culto a laMagna Dea o la Magna Mater, cuyas sociedades
matrilineales eran pacíficas e igualitarias, pues en ellas se aceptaba que el
planeta entero —la Madre Tierra— era la gran diosa, dadora de vida, y cuya
infinidad de facetas incluía, por supuesto, el proceso regenerador de la
muerte. Ese al que tanto tememos hoy.
De
acuerdo con el ensayo “De diosas, brujas y sabias”, en el que Noé Costas
compila diversas investigaciones sobre el tema:
La mujer siempre
cumplió una función de promotora de la evolución. Fue ella quien descubrió la
agricultura, la artesanía, la cerámica, las hierbas medicinales[…] El
protagonismo de «la diosa» se extendió desde la noche de los tiempos, hace unos
treinta mil años, y el reinado del principio femenino presidió la religiosidad
humana hasta hace menos de dos mil años[…] La civilización de la diosa floreció
en diversas partes del mundo como un prototipo de sociedad pacífica que no
construía armas, no hacía la guerra y se dedicaba a la agricultura, el arte, el
comercio y la religión, y en la que, según los ritos funerarios encontrados, no
había una jerarquización de los géneros: mujeres y varones se percibían a sí
mismos como hijos de una gran diosa–madre.
El
retorno a lo sagrado y la feminización de la paz
Relativizando
la historia, con sus tiempos y sus omisiones, lo cierto es que la mujer ya
presidió alguna vez el destino del mundo, ejerciendo un poder que tenía —y
mantenía— la vida como referente. Entonces, quizá por una vez, podríamos
intentar “repetir la historia”, esta vez con un rumbo positivo.
Como dice la abuela
Mona: “lo que hacemos las abuelas no lo hacemos solo por las mujeres, o
solo por los indígenas, lo hacemos por todos los seres que habitan hoy este
planeta, y para las próximas siete generaciones”.
Cada
una de las ancianas que conforman el Consejo de las Trece Abuelas Indígenas,
ronda o sobrepasa los noventa años. Cuando se reúnen, se sientan en círculo y,
evocando un pasado sagrado, buscan soluciones para devolver al mundo “una era
de paz”. Soluciones sencillas para temas complicados; porque así es, así ha
sido la vida para estas mujeres.
Y en ese círculo de
trece se hablan siete idiomas diferentes con una sola sabiduría ancestral. De
hecho, a ellas les gusta decir que, juntando sus edades, pueden sumarse más de
mil años de experiencia, venidos desde los cuatro puntos cardinales del
planeta, y reunidos por una causa común: regresar a lo sagrado para hacer las
paces con la Madre Tierra.
Y
es verdad que algo de milenario emana de este peculiar grupo de mujeres que
busca la paz en el mundo. Trece y siete han sido —desde tiempos inmemoriales—
números íntimamente ligados a “lo femenino”: prácticamente todas las
cosmogonías antiguas se rigieron por calendarios que seguían en el cielo las
trece lunaciones de un año; y entre el pueblo sami, por ejemplo —que hoy se
extiende por Finlandia, Noruega, Rusia y Suecia—, existe la creencia de que
cada ser humano es la parte visible de una cadena que abarca las siete
generaciones que nos precedieron y que, por ello, nuestras acciones afectarán
—como mínimo— a las siete generaciones que nos sucederán.
Tal vez por esta
causa —su respeto al pasado y su reverencia al futuro— es que las líderes del
Enlace Continental de Mujeres Indígenas de las Américas (ECMIA), otra organización
de mujeres indígenas, pidió a la Asamblea General de las Naciones Unidas que
fuera precisamente una sami quien las representara en la Conferencia Mundial
sobre Pueblos Indígenas realizada en 2014. También asistió el Consejo de
las Trece Abuelas, porque tal vez mejor que nadie, los indígenas del mundo
saben que para hacer frente a la devastadora visión colonialista de la guerra y
la economía es urgente y necesaria una “feminización de la paz”.
De
acuerdo con The Woman Stats Project, organismo que presenta actualmente el
más extenso y detallado mapamundi de la situación global de las mujeres, solo
el 1% de la tierra tiene como propietaria a una mujer. En promedio, las
mujeres ganan entre 20 y 30% menos que los hombres. 85 millones de
niñas no asisten a la escuela, y casi el 70% de los analfabetos del mundo
tiene nombre de mujer. Uno de los más escalofriantes mapas de esta iniciativa
—hecha también por mujeres— es el atlas que describe los asesinatos femeninos,
o feminicidios, y la cifra que revela este estudio es desoladora:
alrededor de 76000 mujeres y niñas son asesinadas cada año, es decir que,
diariamente, a unas 200 dadoras de vida, la suya les es arrebatada de
forma violenta por la cultura machista.
La cuestión,
entonces, no reside ya en saber si en el pasado se ha escrito (o se ha omitido)
la verdadera historia del poder femenino… lo realmente importante hoy es
preguntarse si es posible para la humanidad continuar escribiendo nuestra
historia sin las mujeres… o si podemos continuar —y hasta dónde— con
esta escalada que sistemáticamente insiste en matar a quien da vida.
De
esto se trata el mensaje de las Trece Abuelas Indígenas, cuya voz, antigua y
actual, parece intentar traernos de regreso a un pasado sagrado… a los tiempos
en que se honraba a la mujer como la máxima representante de la Madre Tierra.
Sanar los mundos
invisibles: el resurgir de un paradigma
Realmente, los
pueblos indígenas ven el mundo diferente a como lo vemos nosotros: ellos tienen
una relación distinta con el tiempo y la naturaleza… o quizá más bien es que
ellos saben cómo ver más allá de lo que parece evidente para nuestra ajetreada
cultura actual […]. Hoy, nuestra ciencia moderna apenas comienza a descubrir
que todo en el universo está interconectado, pero ese conocimiento es en verdad
antiguo […]. Yo aprendí mucho de la vida trabajando con las abuelas, porque yo
no era una persona que rezara, pero estando ahí pude comprobar el poder de la
oración o, si prefieres, de la atención focalizada […]; realmente centrando
nuestro pensamiento es posible cambiar eso que llamamos materia […]. De verdad,
yo no creía en eso, pero hay muchas investigaciones que han comprobado que el
pensamiento dirigido puede transformar una realidad consensuada.
Como
todas las demás involucradas en el proyecto, Carole Hart también es una abuela;
de hecho, una abuela bastante conocida en el mundo de la televisión
estadounidense; fue una de las primeras guionistas de la serie infantil Sesame
Street (Plaza o Barrio Sésamo, en español); y su carrera profesional atesora
varios premios internacionales en el mundo del entretenimiento. Fueron Carole y
su fallecido esposo, Bruce Hart, quienes hicieron posible —filmando y
produciendo— el documentalPor las próximas siete generaciones, que cuenta la
historia del Consejo de las Trece Abuelas Indígenas. La distribución y
exhibición de este material, como casi todo lo que hace el Consejo, se hace de
forma peculiar y personalizada.
Carole, que venció
un peligroso cáncer gracias a las llamadas «terapias alternativas», renunciando
a la quimioterapia y entregándose a los procedimientos que ofrecían en las
Mystery Schools, o Escuelas del Misterio, decidió que filmar el camino de las
Abuelas Indígenas era una de las maneras de retribuir a la medicina ancestral
la renovación de su pacto con la vida.
Pero
la cultura de hoy, la que mata constantemente la vida —tantas veces en nombre
de la religión—, la que se ríe de la espiritualidad y la intuición femenina,
suele despreciar estas prácticas, y no pocas veces las califica de supersticiones
y charlatanerías. Sin embargo, las Trece Abuelas Indígenas son antiguas y
modernas a la vez: hacen oración, pero creen en el activismo; hacen activismo,
pero creen en la oración. Y conocen perfectamente la situación de
deterioro del planeta, porque la viven en carne propia; por eso, gran parte de
sus esfuerzos en el mundo visible y en los territorios de lo invisible están
centrados en sanar las aguas de la Tierra. Al respecto, dice Ann Rosencranz,
otra de las embajadoras del Consejo:
Las abuelas actúan
desde el amor porque saben lo que significa ser Madre. No juzgan, a pesar de
que ellas y todas las mujeres y todos los pueblos indígenas han sido duramente
juzgados y condenados por la historia. Su comprensión les permite saber que no verán
el fruto de la semilla que ahora están plantando, pero confían en que los
jóvenes de ahora, los que sienten que esto no funciona más, los que están
despertando, puedan encontrarse con el fruto de esta semilla y hacerlo crecer…
Y cuando mujeres de más de noventa años tienen esperanza y visión es porque
algo está sucediendo más allá de nuestro entendimiento normal. Para ellas, es
importante caminar sus palabras, actuar bien sin pensar en lo que sucederá
mañana […]; ahora ya hay muchos jóvenes, hombres y mujeres, indígenas y no
indígenas, que se están convirtiendo en embajadores del mensaje de las Trece
Abuelas, y eso es un gran paso.
El
día de las brujas y una resolución internacional
Aun
con sus avanzadas edades, los guerreros cuerpos de estas mujeres han recorrido
varias veces el globo con su pacífico mensaje. Una vez ya las recibió el Dalai
Lama, y una vez ya las rechazó el Vaticano. La ONU las ha nombrado Mujeres de
Paz. Y aún su periplo parece interminable…
Por fortuna para el
mundo, ellas no son las únicas. Ni en la historia pasada ni en la historia
reciente. A mediados de los años noventa, unas trescientas organizaciones de
mujeres colombianas, incluidas indígenas, afrocolombianas, campesinas y
trabajadoras urbanas, conformaron la llamada «Ruta Pacífica de las Mujeres»,
cuyas miles y miles de integrantes decidieron que era hora de usar a favor del
mundo su mayor poder: el poder de dar vida, o bien… de negarla. Dejar de parir,
para así detener la guerra. En sus campañas pueden leerse estas consignas:
Las
mujeres no parimos ni forjamos hijos e hijas para la guerra. / Es mejor ser con
miedo que dejar de ser por miedo. / Las mujeres paz haremos, movilizándonos
contra la guerra. / Mujeres en ruta por la vida, el desarrollo, la equidad y la
paz. / Que de nuestros vientres y manos no brote ni un hijo, ni una semilla más
para la guerra. Todo para la vida. / Que regresen a la tierra la vida y la
muerte como hechos naturales. / Soy mujer, soy civil y estoy contra la guerra.
/ Por un hogar, un país y un planeta libre de miedos y de violencias. / Las
mujeres no queremos ni guerra que nos mate, ni paz que nos oprima. / Con aguja,
hilo y telar, nosotros tejeremos con fuerza y empuje un mundo de paz.
También en México
nacía, en 2013, la Red Nacional de Mujeres Indígenas, denominada Tejiendo
Derechos por la Madre Tierra y Territorio (RENAMITT), una red creada y dirigida
por mujeres de los diferentes pueblos originales que habitan este país, y cuyas
activistas han decidido recuperar el poder de los saberes ancestrales y
reivindicar su cosmovisión indígena, que concibe a los seres humanos como parte
de la tierra, y no a la tierra como propiedad para ser explotada por las
personas.
En
las cuatro esquinas del mundo parece que el ejemplo empieza a cundir y que las
mujeres regeneran su poder y reescriben su historia buscando que el mundo todo,
el masculino y el femenino, enderecen la suya propia y se reconcilie con la
Tierra y todos sus habitantes.
La misma ONU ha
incorporado este esfuerzo de paz con rostro femenino. El 31 de octubre del
año 2000, al inicio de un nuevo milenio, y precisamente el día en que las
antiguas religiones paganas que rendían culto a la Diosa–Madre celebraban la
llegada del Año Nuevo, -y que hoy se conoce como el día de las brujas- los
países integrantes de la ONU aprobaron por unanimidad la Resolución 1325.
En este documento se reconoce “oficialmente” que las mujeres juegan un papel
clave en la construcción de la paz, y se hace un llamado a los países miembros
para que incorporen, cada vez más, una perspectiva de género en los procesos
locales, nacionales e internacionales de pacificación…. Sin embargo, para los
antiguos, este no es un asunto nuevo, como dice el inca Qhapaq Amaru:
Los pueblos nativos
veneraban a sus mujeres. Las consideraban mágicas, generadoras de vida […].
Dentro de ellas se encuentran los poderes del amor y de la fuerza dada por la
Tierra. Cuando todo el mundo se da por vencido, son las mujeres las que cantan
las canciones de la valentía. Son la columna vertebral para las personas. Así
que a nuestras mujeres les decimos: canten sus canciones de resistencia. Oren
con sus poderes especiales. Mantengan a nuestra gente fuerte.
Y
tal vez será que después de todo, las durante siglos tan perseguidas y
denostadas “viejas brujas” tengan mucho que decirnos sobre todos aquellos
valores pacíficos que son invisibles e intangibles, aunque también
transformadores y totalmente posibles.
La veterana
escritora tibetana, Jean Shinoda Bolen (autora de Las diosas de cada mujer)
describe en su libro Las brujas no se quejan, precisamente, trece
cualidades positivas de las mujeres ancianas, a quienes considera como un poder
arquetípico que todos, hombres y mujeres, poseemos:
Ser anciana
significa comprender que lo pequeño deviene grande, y que hay cosas que pueden
florecer o dar fruto, justo antes de morir. Así es el círculo de la vida.
Esta
es precisamente la misión del Consejo de las Trece Abuelas Indígenas, que
emerge desde la pequeñez de su olvidado colectivo para hablar, con voz
ancestral, de la posibilidad futura de una “era de paz”. Muchas de estas
mujeres pronto volverán al seno de la Madre Tierra, pero, en la medida en que
sepamos escuchar su mensaje, las próximas generaciones vivirán.
Como dice la
escritora española Paloma Sánchez–Garnica, que ahora se estrena en esa
experiencia: Convertirse en abuela es lo mejor de ser madre. En mis manos
sostengo el futuro. Con asombro contemplo, en este nuevo ser, mi propia
inmortalidad.
Fuente: United
Explanations
Cristina
Ávila : Especializada en el llamado “Periodismo de Paz”, que aborda los
conflictos sociales desde una perspectiva periodística con enfoque en la
compasión, la solución pacífica y la esperanza. Convencida de que un nuevo
paradigma periodístico es posible, es la creadora del medio digital
‘Corresponsal de Paz’, que dirige desde 2009.
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