Ya casi nadie habla el idioma iskonawa:
solo cinco ancianos, dos de ellos sordos. Cuando mueran, con ellos se
extinguirán sus canciones, sus cuentos, sus piropos, su forma de pensar, todo.
Será el fin de su mundo. Esta es la historia final del pueblo iskonawa y de
cómo un puñado de personas en Ucayali está intentando rescatarlo de las
cenizas.
Ya casi nadie habla el idioma Iskonawa, solo cinco ancianos. |
EN EL INICIO DE LOS TIEMPOS, el páucar asesinó a todos los jóvenes
que se le acercaban, disparando las plumas de su cola como flechas.
—¡Chiseketereeee! —decía acribillando a decenas de
jóvenes desnudos, que caían muertos al pie de su árbol, un gigantesco árbol de
maní—. ¡Ashpaketereeeee!
Cuando
ya no quedaba casi nadie vivo, se acercó un anciano hechicero al árbol
gigantesco. El páucar lo miró un rato con sus ojos azules y luego le apuntó con
la cola negra y amarilla.
—¡No
me matas! —gritó
el anciano, llamado Hanobo—. Solo quiero tu maní.
El
páucar, agradecido de que por fin alguien se dignara a hablar con él, no solo
dejó que el hechicero y su gente recolectaran el maní. Además, les enseñó a
sembrar, a cocinar sus alimentos y a preparar la uma (un especie de chicha de
maíz fermentado y plátano maduro).
Desde
ese día, la gente de Hanobo se llamó a sí misma “iskobakebo”, que significa
“Hijos del Páucar”.
Ahora,
las tres últimas descendientes de Hanobo llaman a su pueblo “iskonawa” (algunos
escriben isconahuas). “Isko” es páucar y “nawa” es foráneo, extranjero o,
quizás, exiliado.
Danzando una canción de hombres contra mujeres, y en viceversa para aliviar tensiones. Las chicas arremeten contra William, lider de la Comunidad Cachibai |
Pero de ellas y su exilio hablaremos más adelante.
Todavía
estamos en el inicio de los tiempos y los Hijos del Páucar acaban de conocer la
agricultura y la cocción. A diferencia de sus vecinos, los shipibos, que son
ribereños y que por eso tuvieron contacto rápido con la cultura occidental, los
iskonawa se adentraron más al monte. No pescan; esa es una costumbre shipiba.
Lo que más les gusta a los iskonawas es el sajino trozado y ahumado.
(Eso
sí, antes de cazarlo, le piden permiso a su yushin, su espíritu, tal como se
los enseñó el páucar.)
Los
shipibos y los iskonawas hablan idiomas parecidos pero distintos. Como el
español y el portugués. No son dialectos, son lenguas de la familia lingüística
pano, extendida entre las cuencas amazónicas de los ríos Ucayali y Madre de
Dios.
El
iskonawa es un idioma musical, lleno de verbos que son, en realidad,
onomatopeyas. Esto, en teoría, evidenciaría una lengua poco abstracta. Sin
embargo, también es bastante compleja: tiene hasta siete formas de conjugar el
verbo en pasado (en español solo hay dos).
Por
ejemplo, tendrían una forma distinta para conjugar los verbos del siguiente
párrafo:
Roberto Zariquiey y estudiantes de lingüistica de la PUCP rescatan el Isconawa para la posteridad. |
HACE MUCHO, MUCHO TIEMPO, los iskonawas eran cientos, quizás
miles. Pero un día decidieron cruzar un río. Mala idea.
Quizás
por un momento se olvidaron de las lecciones del páucar y no pidieron permiso
al río. Estaban a medio camino cuando, de pronto, una shushupe gigantesca, una
víbora con un lomo como serrucho, tsaass tsaass tsaass y cortó los puentes que
habían tendido. Los maderos cayeron res res res al agua.
—Ahora
somos enemigos —se
dijeron de una orilla a la otra—. Cuando yo te vea, te voy a matar. Y
cuando tú me veas, me vas a matar.
Los
que cruzaron el río siguieron rumbo hacia lo que no sabían que (o quizás todavía
no) era la frontera con Brasil, hacia lo que ahora es el norte de la Zona
Reservada Sierra del Divisor.
En
los últimos meses, la ONG Pronaturaleza y la Sociedad Peruana de Derecho
Ambiental han emprendido una campaña para convertir a la Sierra del Divisor en
un Parque Nacional, la máxima categoría de protección ambiental posible. Un
comité del gobierno deberá tomar una decisión en julio de este año.
Buena
parte de la zona reservada ya está lotizada a madereros, mineros y a la
petrolera colombiana Pacific Rubiales. Ascenderla a Parque Nacional podría
salvar a la reserva de la depredación total.
Se
dice que los iskonawas que viven en la Sierra del Divisor son “no contactados”,
pero eso es un error. Hay reportes, que datan desde 1690 pero son más
frecuentes en el siglo XX, de múltiples contactos con este pueblo. El patrón es
el mismo: violencia. Asesinatos, robos, violaciones, esclavitud. No es
sorprendente que su situación exacta sea, más bien, “en aislamiento
voluntario”. Lejos de nosotros.
Pero
los que se quedaron de este lado del río no pudieron mantenerse aislados.
Grafía de la lengua Iskonawa |
HACE MEDIO SIGLO, la chica que todavía no se llamaba
Juanita vio pasar un avión. Se asustó como si hubiera visto un meteorito. Pasó
una, dos, varias veces. Volando bajito. Con mucho ruido. Y luego desapareció.
Juanita
sabía que el avión, o nai itsa en su idioma, no auguraba nada bueno.
—Está
viniendo mestizo para matar a nosotros —le
dijo su joven esposo—.
Pero
no eran mestizos los que venían en el nai itsa, sino dos misioneros evangélicos
norteamericanos: Clifton Russel y James Davidson, de la South American Indian
Mision. Era agosto de 1959.
Para
entonces medio centenar de iskonawas vivían al pie del imponente cerro El Cono,
quizás la última maravilla natural escondida del Perú. Su belleza simétrica,
verde, solitaria, supera las palabras, en español o iskonawa. Ha sido llamado
“el Alpamayo amazónico” por los pocos que han tenido el privilegio de toparse
con él en medio de la más profunda selva baja ucayalina, al sur de la Sierra
del Divisor.
Para
la chica que todavía no se llamaba Juanita, ese cerro era el Ruebiri y cantaba
así:
—Juoooooaaaaaaah, así hacía Ruebiri —dice Juanita,
ahora una coqueta bisabuela—.Hueco era. Por eso cantaba. Entraba mi abuelo
por el hueco, como puerta, para hablar con su yushin, su espíritu.
Desde
su avioneta, Russel y Davidson vieron las chacras de yuca al pie del Ruebiri. Y
también vieron indígenas completamente desnudos. Los iskonawas vivían yurujaba,
calatos. Algunos hombres se amarraban a la cintura un hueso de venado con el
que se cubrían el pene. Las mujeres se colgaban una concha en el tabique nasal.
Eso era todo. No hay un traje típico iskonawa; ellos vivían yurujaba.
El cerro El Cono, llamado Ruebiri por los Isconawas. |
(Por
ellos es que los iskonawas suelen apellidarse Rodríguez o Campos).
Si
se hubieran encontrado con cualquier otro quizás la historia habría terminado,
violentamente, aquí. Pero el grupo tuvo la suerte de tropezarse primero con el
jefe del pueblo, Chachibai, que estaba en su chacra junto a su hijo. Los
shipibos se adelantaron y les hablaron en un idioma que para ellos debe
haberles sonado como el francés a nosotros:
—¡No
nos matas! —entendió
Chachibai que decían los shipibos—. Vas a comer maquisapa.
Era
su forma de ofrecerles una vida mejor: el maquisapa es una presa difícil de
cazar. Chachibai accedió a llevarlos a su pueblo.
Pero
no, no vivieron mejor.
HACE TRES AÑOS, el lingüista Roberto Zariquiey,
especialista de la PUCP en lenguas amazónicas, estaba trabajando su tesis de
doctorado en Ucayali, cuando le pidieron ayuda para una shipiba. Zariquiey fue
al hospital de Yarinacocha y allí conoció a Nelita Campos, que estaba muy
grave.
—Yo
no soy shipiba —le
dijo Nelita cuando empezó a recuperarse—. Iskonawa soy.
A
Zariquiey se le encendieron todas las alertas. ¿Quedaban iskonawas vivos? En
algunos catálogos idiomáticos el iskonawa figura como extinto. Los iskonawas
contactados en los 50 se habían desvanecido, desperdigados por todo Ucayali.
Aquella
vez, Russel y Davidson no tuvieron mejor idea que “civilizarlos”. Los sacaron
del pie del Ruebiri, los vistieron como manda la Biblia y los llevaron a
Callería, a vivir a un poblado shipibo llamado Nuevo Jerusalén. Las
enfermedades diezmaron a casi todos
—Cuando
vivía en Ruebiri no me enfermaba. ¡Nada! —dice
Nelita, quien tenía unos 10 años cuando llegaron los misioneros—. Acá
hay bastante enfermedad.
Luego,
en los 70, la hija de Russell murió ahogada en la selva y los misioneros
regresaron a los Estados Unidos. Los pocos iskonawas sobrevivientes quedaron
abandonados a su suerte. La mayoría se fue de Nueva Jerusalén. Una verdadera
diáspora.
Por
medio de Nelita, durante tres años Zariquiey se dedicó a reunir a los últimos
iskonawas "contactados". Su proyecto: la documentación, el registro y
la revitalización del idioma iskonawa. A través de la PUCP, donde es profesor
del Departamento de Humanidades, y la Tufts University, consiguió un
financiamiento de la National Science Foundation.
Según The Economist, salvar un idioma cuesta 192 mil dólares por un trabajo de tres años. Zariquiey y su compañero José Mazzotti, investigador de la Tufts, no han conseguido tanto dinero. Pero tienen un plan.
ANTEAYER, llegamos al Zambito, una ex discoteca
convertida en albergue en el caserío de San José, a 40 minutos de Pucallpa.
Aquí, una decena de iskonawas, reunidos desde distintos rincones de Ucayali,
está trabajando junto a Zariquiey, que les paga una remuneración semanal por su
tiempo.
De
los diez, solo cinco, los más viejos, hablan iskonawa fluidamente y aseguran
pensar en ese idioma. De ellos, dos, los varones, están casi sordos. José
Rodríguez, que alguna vez se llamó Chibi Kanwa, se sienta y mira al grupo con
una sonrisa. Pablo Rodríguez, esposo de Nelita desde que ella tenía 10 años y
él 15, escucha un poco mejor pero, la verdad, tampoco aporta mucho.
—Ya
está viejo mi marido —se
ríe Nelita.
Lo
cierto es que las mujeres iskonawas parecen envejecer mucho mejor que los
hombres. Nelita, que ya debe pasar los 60 años, conserva una larga cabellera
azabache. Más sorprendente aún es Juanita, la mayor del grupo, que ya tenía
hijos cuando llegaron los misioneros en el 59 y que tiene solo una que otra
cana por allí. Juanita casi no habla español, sino una mezcla de iskonawa con
shipibo.
—Mi
irukuin —me
dice con una sonrisa picarona.
"Te
está diciendo que eres bonito", me traducen. Lo malo es que me entero de
que también le dijo lo mismo a Zariquiey.
—Es
gente muy cortés, muy cariñosa, muy física. Te tocan mucho cuando te hablan
—explica el lingüista—. Y nunca me habían besado tanto.
"Mi
irukuin" es una forma encantadora de expresar simpatía, afecto, cariño. Si
el iskonawa desaparece, nadie volverá a piropear así a nadie. Nunca más. Esa
forma de amor se habrá perdido para siempre.
Portada del Suplemento Dominical de Diario La República (Perú) |
En
el Perú, tenemos una gran riqueza idiomática: según la Unesco, albergamos más
de 60 lenguas, la mayoría amazónicas (un fenómeno curioso: en las zonas
calientes del planeta hay más diversidad de idiomas). La mayoría de ellas,
también, en serio peligro de extinción.
—Cuando
pierdes un idioma —dijo
Kenneth Hale, colega de Chomsky en el MIT— pierdes una cultura entera,
una riqueza intelectual, una obra de arte. Es como tirar una bomba en un museo.
AYER, Isabel
se aburrió de hablar del pasado. Ella es la más joven de los cinco iskonawas y
quiere hablar del futuro.
Isabel
es la hija de Juanita. Debe rondar los 55 años, era casi una bebé cuando
llegaron los misioneros. A los 12 años su mamá la casó con alguien de 40, que
le gritaba porque ella no sabía cocinar. Tuvo dos hijos, que se enfermaron y
murieron.
—Así
mi vida pasando —dice—.
Yo he sufrido.
Por
eso, ella quiere hablar del ahora y del mañana. Isabel denuncia que en la única
comunidad iskonawa reconocida oficialmente, llamada Chachibai en honor a su
último líder, casi no quedan iskonawas. Algunos shipibos, no todos por supuesto
pero los suficientes, los maltrataban, se burlaban de "los calatos" y
los trataban de ignorantes.
El
líder de Chachibai se llama William, un chico de 24 años que es mitad shipibo y
mitad iskonawa y que también está trabajando con Zariquiey. William, jean a la
cadera y polo apretado, acepta que la última familia iskonawa que queda en
Chachibai es la suya.
Los
otros iskonawas denuncian que Chachibai, en el límite con la Sierra del
Divisor, está tomada por los madereros. La última comunidad iskonawa, formada
en el 2003 y protegida por la ley peruana, es, en realidad, shipiba y no está
realmente protegida.
Isabel
sabe que hay dinero en el mundo para lo que en Lima llamamos "la inclusión
social". Denuncia que Aidesep no hace nada por ellos y que hay gente que
se hace pasar por iskonawa para acceder a beneficios.
—Somos
oro de gente —dice
Isabel.
Los
iskonawas que trabajan en el Zambito se han dado cuenta de que rescatar su
idioma también tiene un lado práctico. Necesitan hablar iskonawa para demostrar
que pertenecen a una etnia con derechos.
—Se
han dado cuenta —explica
Zariquiey— de que el idioma es una herramienta política de afirmación étnica.
Después
de semanas de trabajo a 35 grados y rodeados de mosquitos, Zariquiey, los
iskonawas y un grupo de estudiantes de lingüística de la PUCP ya tienen listo
el primer borrador del Diccionario Iskonawa.
Aún
continúan elaborando la gramática. Durante décadas, hablar iskonawa fue motivo
de vergüenza, una evidencia de su pasado "calato". Para adaptarse
tuvieron que aprender y usar el shipibo. Por eso, aún hoy, que se han
convencido de la importancia de su propio idioma, a los iskonawas les cuesta no
mezclarlo con el shipibo.
Salvar
un idioma no es fácil. Especialmente si solo quedan tres personas que lo usan
para pensar.
HOY, bailamos
al estilo rewinki, abrazados en círculos. Una de las canciones pertenece al
antediluviano género pachanguero de "hombres contra mujeres".
Primero, ellos les dicen que les apesta la entrepierna; ellas responden:
—Isan
koro wistori —al
parecer hay una palabra para definir específicamente al pene pequeño—. Epe
uá katsari —o sea, además, apestoso como la flor de la papaya. Todos
se matan de la risa—.
Le
pido a Isabel que me cuente un cuento que le contaban de niña y así aparece la
historia de Rushumawi, el pelejo (una especie de perezoso): Había una vez un
ladrón de plátanos. El principal sospechoso era un joven con la espalda llena
de arañazos. Una noche, el dueño de la chacra de plátanos siguió al joven y lo
descubrió todo: el chico robaba plátanos para conseguir los favores sexuales
del perezoso. Por eso tenía la espalda arañada. El dueño de la chacra le tiró
un flechazo a Rushumawi. Fin. Isabel se ríe de mi cara de desconcierto.
El
equipo de estudiantes de lingüística trabaja, sudando y llenos de picaduras de
mosquitos, fascinado por las particularidades específicas del idioma iskonawa.
No son solo las onomatopeyas y las siete formas de pasado. Hay muchas
reduplicaciones. Por ejemplo: "comer" es pi; "estar
comiendo" es pi pi. Los iskonawas tienen un oído melódico y divertido.
—Waewaewaewaewae —así suena el inglés, según la
desopilante imitación de Juanita de los misioneros—.
Son
pequeñas escenas de un trabajo de rescate que no terminará aquí. Un equipo de
la PUCP, encabezado por Patricia del Río, está realizando un documental sobre
esta labor de salvataje. Dentro de unos meses, Nelita y los más jóvenes serán
capacitados en el uso de computadoras con software en iskonawa. La resurrección
del idioma parece una utopía. No existe una escuela iskonawa para la que se
puedan desarrollar módulos de enseñanza del idioma. Zariquiey planea elaborar
juegos para que cada familia se los lleve a casa. Algo así como la
privatización del rescate.
La
única pequeña luz de esperanza se llama Ian, el nieto de Nelita, de 3 años, que
corretea por ahí hablando un poco de iskonawa. El mundo de los Hijos del Páucar
se niega a morir.
Ya
nos hemos despedido cuando Juanita, Isabel y Nelita nos sacan a bailar un
último rewinki. Bailamos abrazados en círculos. Ellas cantan una melodía que
suena a pájaros, a felicidad y a hasta luego. Me da vergüenza preguntar por la
traducción.
Fuente: Diario La República (Perú) Revista
Dominical 23-02-2.013
Texto:
Marco Sifuentes / INFOS
Fotografía:
José Vidal
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