La Guerra de la triple Alianza
Hay verdades que uno aprende a los golpes, como quien descubre que el mundo no está hecho de lirios ni de discursos almibarados, sino de fierros fríos, documentos manchados de tinta y silencios que pesan como metralla. Y hay mentiras que se repiten tanto, que terminan oliendo a humedad, como esas paredes viejas donde la pintura ya no puede tapar el moho. Entre esas mentiras cómodas, instaladas como muebles a los que nadie se anima a tirar, está la versión edulcorada de la Guerra de la Triple Alianza.
Pero basta pasar un dedo por ese vidrio empañado para que aparezca la forma verdadera de los hechos. Y lo que surge es un golpe seco, sin adornos: un país fue invadido. No hay metáfora ni laberinto dialéctico que suavice eso. Los paraguayos entraron a Corrientes el 13 de abril de 1865, apresaron al gobernador, ocuparon la ciudad y desplegaron bandera. ¿Qué debía hacer Argentina? ¿Decir gracias? ¿Hacer silencio? ¿Discutirlo en una sobremesa?
Los hechos —cuando están escritos en pólvora— no necesitan defensores. Se imponen solos.
El ruido de las botas antes que el ruido de las palabras
Para entender cómo se llega a esa mañana en Corrientes, hay que retroceder. Y al retroceder se ve algo claro como un tajo: Paraguay declaró la guerra primero, en noviembre de 1864, y al mes siguiente invadió Mato Grosso, territorio brasileño. Tomaron fuertes, subieron por los ríos, avanzaron sin titubeos. Una ofensiva abierta, planificada, sostenida.
De modo que cuando algunos historiadores modernos afirman que Paraguay fue "víctima", uno no sabe si reír por piedad o llorar por cansancio. Víctima es el que recibe la puñalada sin verla venir. Aquí no. El primer golpe lo dio Solano López, con plena conciencia y ambición.
Luego vendría la declaración de guerra a Argentina, el 18 de marzo de 1865. Pero López no esperó diplomacias: cruzó el Paraná igual, como quien cruza la puerta de una casa ajena sin anunciarse.
Ahí se acabó cualquier debate moral. Un país invadido se defiende o desaparece.
La fábula del modelo perfecto y la verdad de los cañones
Hay quienes, enamorados de los mitos como quien colecciona estampitas, insisten en romantizar la figura de Solano López, convirtiéndolo en un mártir antiimperialista. Les encanta pensar que Paraguay era un modelo económico perfecto que incomodaba al mundo. Es un relato atractivo, sí, pero no por verdadero: por cómodo.
Es sencillo hacer de López un héroe desde un escritorio con calefacción. Difícil es imaginarse calculando municiones, evaluando fronteras, midiendo el desgaste de un ejército sobredimensionado y aislado del comercio exterior.
El Paraguay previo a la guerra tenía muchos méritos, pero también una fragilidad estructural: una fuerza militar gigantesca para su población y un proyecto político encerrado en sí mismo. Y cuando a eso se le suma un gobernante que confunde voluntad con destino, el desastre deja de ser posibilidad y se vuelve consecuencia.
López atacó Brasil sin aliados firmes. Declaró la guerra a Argentina confiando en una ingenuidad que nunca existió. Prolongó una guerra perdida, arrastrando a su pueblo a un sacrificio inútil. Pero para algunos, siempre es más sencillo culpar a terceros.
La puerta que ningún país puede dejar abierta
Volvamos a Corrientes. Pensemos la escena sin poesía: tropas extranjeras ocupan una ciudad argentina. ¿Qué nación del mundo dejaría pasar eso sin reaccionar? ¿Qué país, con un mínimo instinto de supervivencia, entregaría su soberanía sin hacer ruido?
Decir que Argentina "eligió" entrar en la guerra es desconocer la esencia misma de un Estado. A Argentina no la invitaron ni la sedujeron: la empujaron a golpes hacia el conflicto.
¿Había alternativa? Sí, una sola: rendirse. Arriar la bandera, ceder el territorio, aceptar administraciones extranjeras. Convertirse en una sombra. ¿Eso querían los románticos del mito? ¿Una Argentina dócil, servil, entregada sin luchar?
Mitre, con todos sus defectos, sabía que un país que no se defiende no merece ser país.
Los ríos que ardieron y las provincias que entendieron
Las provincias del Litoral no necesitaban tratados ni discursos para entender lo que estaba pasando. Lo sintieron en el agua del Paraná, que empezó a ser frontera viva, tensa, cargada de presagios. Corrientes ardía; Entre Ríos afinaba sus milicias; Santa Fe vigilaba el horizonte.
Mientras en las capitales algunos debatían teorías, allá se luchaba por horas de vida. Barcos improvisados, milicianos con más coraje que recursos, familias abandonando ranchos con lo puesto. La guerra no se debatía: se respiraba.
Héroes, fantasmas y una tragedia inevitable
Después vinieron Tuyutí, Curupaytí, Humaitá, Lomas Valentinas. Fueron cementerios abiertos. El pueblo paraguayo peleó con valentía trágica: mujeres que sostuvieron el país entero, niños enviados al combate cuando ya no quedaban hombres. Una resistencia conmovedora, heroica… pero incapaz de revertir lo irreversible.
Porque la valentía, por admirable que sea, no cambia el origen de los hechos:
Paraguay atacó primero.
Paraguay invadió territorio argentino.
López prolongó una guerra perdida.
Argentina, en cambio, hizo lo que cualquier nación con dignidad habría hecho: defenderse. No por ambición, no por intereses extranjeros, no por capricho político. Lo hizo por algo más elemental: supervivencia.
La mentira que tantos prefieren
¿Por qué, entonces, la otra versión —la dulce, la romántica— sigue circulando? Porque es más tentadora. Porque nos gusta creer que siempre somos víctimas o villanos, nunca responsables de decisiones complejas. Porque es más fácil hablar del imperialismo inglés que mirar los documentos de la época.
Las teorías conspirativas seducen: ofrecen enemigos claros y héroes impecables. Pero la historia real es más incómoda. Tiene bordes filosos y las manos manchadas.
La verdad, en cambio, es simple:
Un país invadido se defiende. No pide permiso para hacerlo.
Recuperar el sentido común
Este texto no busca convencer fanáticos. Busca iluminar a quienes prefieren pensar antes que repetir. Porque la historia no es un altar para depositar mitos, sino una herramienta para comprender cómo se sobrevive.
En 1865 la ecuación era brutal y directa:
O defendíamos Corrientes, o dejábamos de ser Argentina.
Y cuando la disyuntiva es tan clara, no hay espacio para interpretaciones caprichosas.
La verdad duele, pero también ordena
Nadie celebra una guerra. Nadie festeja un millón de muertos. Pero negar los hechos no resucita a nadie. Argentina no provocó la guerra. No la buscó. No la deseó.
La guerra llegó como un rayo, sin pedir permiso.
Y aun así, supimos plantarnos.
Esa es la verdad incómoda: no fuimos agresores ni cómplices de conspiraciones. Fuimos un país que se defendió cuando lo atacaron.
Y gracias a eso, seguimos acá.
Bibliografía
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