Tzvetan Todorov,
ensayista y filósofo fallecido este 7 de Febrero de 2.017 ,
nacionalizado francés tras huir de la Bulgaria comunista, ganó el Príncipe de
Asturias en 2008.
"El extranjero no
solo es el otro, nosotros mismos lo fuimos o lo seremos, ayer o mañana, al
albur de un destino incierto: cada uno de nosotros es un extranjero en
potencia", dijo el recientemente.
El ensayista
franco-búlgaro pronunció estas palabras durante el discurso de
agradecimiento del Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales, premio que
ganó en 2008. Siguen vigentes para quienes observamos desde el lado amable las
crisis migratorias actuales que enfrentan Europa y Estados Unidos.
"Por cómo
percibimos y acogemos a los otros, a los diferentes, se puede medir nuestro
grado de barbarie o de civilización", afirmaba Todorov en el Teatro
Campoamor de Oviedo al recibir el galardón. Lo hizo ante los que eran en ese
momento los príncipes de Asturias, Felipe de Borbón y Letizia Ortiz.
Todorov (Sofía, 1939)
se trasladó a Francia huyendo de la Bulgaria comunista y obtuvo la nacionalidad
gala en 1973. Su condición de exiliado marcó su obra. Las reflexiones acerca de
cómo el hombre se comporta ante el que considera extranjero son una constante
en títulos como Nosotros y los otros (1989), El miedo a los
bárbaros (2008) y La conquista de América, la cuestión del otro (1982).
Su autobiografía El
hombre desplazado ofrece un punto de vista personal sobre este asunto, al
que dedicó el discurso en el Príncipe de Asturias, que ahora revive con motivo
de su fallecimiento y que sigue de plena vigencia en estos días.
"Ser civilizado
no significa que se tengan estudios superiores, sino que se sabe reconocer la
plena humanidad de los otros, aunque sean diferentes", decía el filósofo y
lingüista en 2012, en uno de los artículos que publicó en El PAÍS en
la última década.
Este es el discurso de
Tzvetan Todorov durante la entrega del Premio Príncipe de Asturias de Ciencias
Sociales 2008>
Antes de la época
contemporánea, el mundo jamás había sido escenario de una circulación tan intensa
de los pueblos que lo habitan, ni de tantos encuentros entre ciudadanos de
países diferentes. Las razones de tales movimientos de pueblos e individuos son
múltiples. La celeridad de las comunicaciones incrementa el prestigio de los
artistas y de los sabios, de los deportistas y de los militantes por la paz y
la justicia, poniéndolos al alcance de los hombres de todos los continentes. La
actual rapidez y facilidad de los viajes invita hoy a los habitantes de los
países ricos a practicar un turismo de masas. La globalización de la economía,
por su parte, obliga a sus elites a estar presentes en todos los rincones del
planeta y a los obreros a desplazarse allá donde puedan encontrar trabajo. La
población de los países pobres intenta por todos los medios acceder a lo que
considera el paraíso de los países industrializados, en busca de unas
condiciones de vida dignas. Otros huyen de la violencia que asola sus países:
guerras, dictaduras, persecuciones, actos terroristas. A todas esas razones que
motivan los desplazamientos de las poblaciones se han sumado, desde hace
algunos años, los efectos del calentamiento climático, de las sequías y de los
ciclones que este conlleva. Según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas
para los refugiados, por cada centímetro de elevación del nivel de los océanos,
habrá un millón de desplazados en el mundo. El siglo XXI se presenta como aquel
en el que numerosos hombres y mujeres deberán abandonar su país de origen y
adoptar, provisional o permanentemente, el estatus de extranjero.
Todos los países establecen
diferencias entre sus ciudadanos y aquellos que no lo son, es decir,
justamente, los extranjeros. No gozan de los mismos derechos, ni tienen los
mismos deberes. Los extranjeros tienen el deber de someterse a las leyes del
país en el que viven, aunque no participen en la gestión del mismo. Las leyes,
por otra parte, no lo dicen todo: en el marco que definen, caben los miles de
actos y gestos cotidianos que determinan el sabor que va a tener la existencia.
Los habitantes de un país siempre tratarán a sus allegados con más atención y
amor que a los desconocidos. Sin embargo, estos no dejan de ser hombres y
mujeres como los demás. Les alientan las mismas ambiciones y padecen las mismas
carencias; sólo que, en mayor medida que los primeros, son presa del desamparo
y nos lanzan llamadas de auxilio. Esto nos atañe a todos, porque el extranjero
no sólo es el otro, nosotros mismos lo fuimos o lo seremos, ayer o mañana, al
albur de un destino incierto: cada uno de nosotros es un extranjero en
potencia.
Por cómo percibimos y
acogemos a los otros, a los diferentes, se puede medir nuestro grado de
barbarie o de civilización. Los bárbaros son los que consideran que los otros,
porque no se parecen a ellos, pertenecen a una humanidad inferior y merecen ser
tratados con desprecio o condescendencia. Ser civilizado no significa haber
cursado estudios superiores o haber leído muchos libros, o poseer una gran
sabiduría: todos sabemos que ciertos individuos de esas características fueron
capaces de cometer actos de absoluta perfecta barbarie. Ser civilizado
significa ser capaz de reconocer plenamente la humanidad de los otros, aunque
tengan rostros y hábitos distintos a los nuestros; saber ponerse en su lugar y
mirarnos a nosotros mismos como desde fuera. Nadie es definitivamente bárbaro o
civilizado y cada cual es responsable de sus actos. Pero nosotros, que hoy
recibimos este gran honor, tenemos la responsabilidad de dar un paso hacia un
poco más de civilización.
Fuente>Diario El País
(España) – 8 de Febrero de 2.017
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