Esta tribu amazónica ha
vencido a rancheros y mineros y es famosa por haber impedido la construcción de
una presa. Hoy sus líderes deben volver a la lucha o arriesgarse a perder su
estilo de vida.
Era fácil caer en la
tentación de pensar que estábamos retrocediendo en el tiempo, despojándonos de
las ligaduras del mundo moderno para abrazar la vida tribal en lo que es uno de
los últimos bastiones de la cultura indígena, en permanente peligro pero
todavía viva, intacta, invicta.
Nhàktàt
Con un mono araña huérfano sobre los hombros, Nhàktàt, una joven kayapó, pasea por Kendjam, un poblado del norte de Brasil. A veces los kayapó cuidan de las crías de monos y de otros animales que cazan y que quedan desamparadas.
Los primeros forasteros que
hace siglos se aventuraron en la cuenca del Amazonas –misioneros, buscadores de
El Dorado, traficantes de esclavos, cazadores de jaguares, caucheros, sertanistas (una
profesión brasileña que reúne las habilidades del explorador, el etnógrafo, el
aventurero y el activista en favor de los derechos de los indios)– navegaban
los ríos en esforzadas singladuras. Nosotros volábamos en un Cessna monomotor,
con buen tiempo, una mañana de septiembre al final de la estación seca.
La avioneta se abría paso
entre el humo de los incendios forestales en torno a la ciudad fronteriza de Tucumã,
en Brasil. Tras media hora de vuelo en dirección sudoeste a cien nudos de
velocidad, cruzamos el serpenteante curso del fangoso río Branco. De
pronto desaparecieron los fuegos, las carreteras, los pastos irregulares
recortados en el tapiz de la selva, punteados de reses blancas; no se veía más
que una selva compacta envuelta en neblina. A nuestros pies estaba la
tierra de los indios kayapó, cinco territorios colindantes reconocidos
oficialmente que en total constituyen una superficie similar a la de Islandia.
La reserva, una de las áreas de bosque lluvioso tropical protegido más extensas
del mundo, está bajo el control de 9.000 indígenas.
Río Iriri
Mujeres de Kendjam remontan en lanchas de aluminio los rápidos del río Iriri, fácilmente navegables durante la estación seca, para recolectar los frutos de la palma asaí y del cumarú. Los hombres se suman a la expedición para cazar y protegerlas de los jaguares y otros animales salvajes.
La mayoría de ellos no
saben leer ni escribir y conservan un estilo de vida primordialmente de
subsistencia en 44 poblados comunicados solo por vías fluviales y senderos
casi invisibles. Nuestro equipo de National Geographic se dirigía a uno de
los más remotos, Kendjam, cuyo nombre significa «piedra erguida» en
alusión al oscuro monte grisáceo de 245 metros de altura que de pronto se
materializó ante nosotros, alzándose sobre el dosel del bosque como una ballena
que emerge a la superficie para respirar. Un poco más allá centelleaba la red
de canales del río Iriri, el afluente principal del Xingu, a su vez
importante afluente del Amazonas. La avioneta aterrizó en una pista de
tierra que tajaba la selva entre la roca y el río y rodó frente a pequeños
huertos y casas con techo de paja, dispuestas en círculo en torno a una plaza
de arena.
Cuando salimos, una docena
de niños, desnudos o sin más vestimenta que un pantalón corto, se arremolinaron
alrededor de la avioneta y se acuclillaron a la sombra de las alas. Si los
mirábamos, se reían con timidez, desviaban la vista y comprobaban
subrepticiamente si seguíamos observando. Los más pequeños llevaban conos de
madera insertados en las orejas. Los kayapó perforan los lóbulos a los bebés
para simbolizar su capacidad de comprensión del lenguaje y la dimensión social
de la existencia; en su lengua, «idiota» se dice ama kre ket, que
literalmente significa «orejas sin agujero».
Monte Kendjam
El poblado de Kendjam, que en kayapó significa «piedra erguida», debe su nombre al monte Kendjam, una escarpada formación que ofrece una excepcional panorámica del territorio de esta tribu. Los kayapó suelen hacer ascensiones a estas montañas para buscar plantas medicinales.
Los chiquillos no perdían detalle mientras descargábamos el material, que
incluía obsequios para nuestros anfitriones: anzuelos, tabaco, 10 kilos de
cuentas de alta calidad fabricadas en la República Checa…
Barbara Zimmerman,
directora del Proyecto Kayapó, de la ONG International Conservation Fund
of Canada y la estadounidense Environmental Defense Fund, nos presentó al
jefe del poblado, Pukatire, un hombre de mediana edad que lucía gafas,
bermudas y chancletas. «Akatemai –dijo, estrechándonos la mano, y
añadió el saludo en inglés que había aprendido en un viaje a América del
Norte–: Hello! How are you?»
Kendjam parece un
asentamiento inmemorial, pero en realidad se fundó en 1998, cuando el jefe
Pukatire y sus seguidores se escindieron del poblado de Pukanu, aguas
arriba del Iriri, tras una disputa acerca de la explotación forestal. Este
tipo de «fisiones», como las denominan los antropólogos, suele ser la solución
que dan los kayapó a las disensiones o a la escasez de recursos en una zona
concreta. Hoy el poblado tiene 187 habitantes y, a pesar del aspecto
arcaico, incorpora modernidades que dejarían boquiabiertos a los antepasados
de Pukatire: un generador eléctrico en una enfermería construida por el
Gobierno, una instalación de paneles solares vallada con alambre de espino,
antenas parabólicas montadas en palmeras… Unas cuantas familias tienen en sus
casas televisores en los que disfrutan de los vídeos de sus propias ceremonias
y de las telenovelas brasileñas. El jefe Pukatire nos mostró la escuela de dos
aulas que levantó hace unos años el Gobierno brasileño, una estructura de
hormigón color pistacho con cubierta de tejas, persianas y el súmmum del lujo:
un retrete con cisterna alimentada con agua de pozo. En el porche, plantamos
las tiendas.
Ynhire
Ynhire, un guerrero kayapó, inspecciona un pecarí de collar recién cazado, uno de los alimentos esenciales de la dieta de este pueblo. Después los cazadores descuartizarán y limpiarán este pequeño jabalí en el río Iriri y lo llevarán a la aldea de Kendjam, donde distribuirán la carne entre varias familias. Los kayapó capturan y comen cada día tortugas de tierra y diversos peces.
Comenzaba a apretar el
calor y una paz somnolienta se asentó sobre el poblado, quebrada de vez en
cuando por una pelea de perros o por un gallo que ensayaba el canto del
amanecer siguiente. La ngobe (la casa de los hombres) estaba vacía.
En el borde de la plaza central (el kapôt), sentadas a la sombra de los
mangos y las palmeras, las mujeres descascaraban frutos y asaban pescados
envueltos en hojas y cubiertos con trozos de carbón. Algunas se acercaban a la
tierra carbonizada de sus huertos, arrancados a la selva a fuego y golpe de
machete, para atender los cultivos de mandioca, banana y boniato. Un cazador de
tortugas volvía de la selva cantando a voces como dicta la costumbre kayapó
para anunciar el éxito de la expedición; no en balde las tortugas de tierra son
parte fundamental de la dieta del poblado.
Al caer la tarde el calor
cedió. Un grupo de jóvenes guerreros jugaba con un balón de fútbol. Una
veintena de mujeres con sartas de cuentas coloridas al cuello y bebés a la
cadera se reunieron en el kapôt y empezaron a entonar canciones
mientras llevaban el paso. Los chiquillos lanzaban piedras con sus tirachinas a
avefrías y golondrinas. Las familias iban bajando hasta el río Iriri para darse
el baño nocturno de rigor, pero como en las aguas había caimanes, no se
demoraban. A ocho grados al sur del ecuador, un sol rojizo como una naranja
sanguina se escondía con rapidez. Los monos aulladores se imponían con su
alboroto al canto plano y monótono de las cigarras, y una vorágine de olores
a tierra y vegetación inundaba el aire.
El jefe Pukatire
El jefe Pukatire deja el tocado y las gafas sobre una piedra y se sumerge en el Iriri para darse un baño al final del día. Pukatire es una figura fundamental en la negociación de los derechos de los kayapó. En diversas ocasiones ya ha movilizado a su pueblo para proteger su territorio, y volverá a hacerlo de nuevo.
En un primer momento
Kendjam se antoja una suerte de edén. Y quizá lo sea. Pero eso no significa ni
mucho menos que la historia del pueblo kayapó sea un idilio pastoril ajeno
a las persecuciones y enfermedades que han diezmado la práctica totalidad de
las tribus indígenas del continente americano. En 1900, a los 11 años de
la fundación de la República del Brasil, la población kayapó sumaba unos
4.000 individuos. A medida que mineros, madereros, caucheros y ganaderos
entraban en masa en el territorio indígena, diversas organizaciones misioneras
y agencias gubernamentales emprendieron proyectos de «pacificación» de las
tribus aborígenes, a cuyos integrantes se ganaban con artículos tales como
paños, cacerolas de metal, machetes y hachas. En muchas ocasiones el efecto
secundario de aquellos contactos fue la introducción del sarampión y otras
enfermedades infecciosas en comunidades que carecían de inmunidad natural
contra ellas. A finales de la década de 1970, terminada la carretera
Transamazónica, la población se había reducido a unos 1.300.
Quedaron tocados, pero no hundidos. En las décadas de 1980 y 1990 los kayapó se organizaron, dirigidos por una generación legendaria de jefes que hicieron valer su cultura guerrera para alcanzar objetivos políticos. Líderes como Ropni y Mekaron-Ti orquestaron protestas con precisión militar, comenzaron a ejercer presión e incluso llegaron a matar a intrusos que sorprendían en su territorio. Batidas de guerreros kayapó expulsaban a ganaderos y mineros de oro ilegales, a veces dándoles a elegir entre salir del territorio indígena en menos de dos horas o morir en el acto. Los guerreros kayapó se hicieron con el control de vados fluviales estratégicos y patrullaban las fronteras; tomaban rehenes; devolvían a los intrusos a la ciudad, desnudos.
Quedaron tocados, pero no hundidos. En las décadas de 1980 y 1990 los kayapó se organizaron, dirigidos por una generación legendaria de jefes que hicieron valer su cultura guerrera para alcanzar objetivos políticos. Líderes como Ropni y Mekaron-Ti orquestaron protestas con precisión militar, comenzaron a ejercer presión e incluso llegaron a matar a intrusos que sorprendían en su territorio. Batidas de guerreros kayapó expulsaban a ganaderos y mineros de oro ilegales, a veces dándoles a elegir entre salir del territorio indígena en menos de dos horas o morir en el acto. Los guerreros kayapó se hicieron con el control de vados fluviales estratégicos y patrullaban las fronteras; tomaban rehenes; devolvían a los intrusos a la ciudad, desnudos.
Día de pesca
Dos guerreros kayapó dan cuenta del pez sargento que acaban de pescar en el río.
En su lucha por la
autonomía y el control de sus tierras, los jefes de aquella generación
aprendieron a hablar portugués y lograron obtener el apoyo de organizaciones
conservacionistas y personajes famosos, como el cantante Sting, que viajó con
el jefe Raoni. En 1988 los kayapó contribuyeron a incorporar los derechos
de los indígenas en la nueva Constitución brasileña, y en última instancia
obtuvieron el reconocimiento legal de su territorio. En 1989 se opusieron a la
construcción de la presa de Kararaô en el río Xingu, que habría inundado
parte de sus tierras. El proyecto original, que preveía crear seis presas en la
cuenca fluvial, se desestimó a raíz de las masivas manifestaciones de rechazo,
en las que distintos colectivos conservacionistas se unieron a los kayapó en lo
que hoy se conoce como la Reunión de Altamira. «En la concentración de
1989 en Altamira, los líderes kayapó tomaron sus tradiciones guerreras y las
utilizaron con brillantez adaptándolas a la tradición del espectáculo mediático
del siglo XX –dice el antropólogo Stephan Schwartzman, de Environmental
Defense Fund–.
Hoy la población kayapó
crece a buen ritmo. Desde escopetas y lanchas motoras de aluminio hasta
páginas de Facebook, han tenido la inteligencia de adoptar las tecnologías y
prácticas de la sociedad monetarizada que los rodea sin poner en peligro la
esencia de su cultura. Se han hecho con videocámaras para grabar sus ceremonias
y danzas y documentar sus contactos con las autoridades. Un ejemplo de su
habilidad para incorporar elementos foráneos es un dibujo que hoy se estila en
los collares de cuentas kayapó: está basado en el logo del Banco de Brasil.
Para consternación de algunos conservacionistas, varios jefes de poblados se
asociaron con empresas mineras extractoras de oro en los años ochenta y
vendieron concesiones de tala de caobas en los noventa, pactos que al final
lamentaron y que hoy han pasado a la historia.
Alma de guerrero Unos guerreros kayapó recorren la selva armados de escopetas y hachas en busca de caza. |
La mayoría de los kayapó
aprendieron a organizarse y dejar a un lado sus rencillas para trabajar por un
objetivo común. Como resultado, quizás hoy sea la tribu indígena más rica y
poderosa de las aproximadamente 240 que quedan en Brasil. Sus ceremonias, sus
sistemas de parentesco, su lengua de la familia ge, su conocimiento de la selva
y su concepto de continuidad entre los humanos y la naturaleza resisten
incólumes. Y lo que quizá sea el quid de la cuestión: tienen su propio
territorio. «Los kayapó no llegan al siglo XXI como un pueblo derrotado. No
se están degradando –me dijo Zimmerman–. No han perdido la noción de
sí mismos.»
Al menos de momento. Una
cosa es enseñar las habilidades y ceremonias de la cultura tradicional; otra
muy distinta es instilar la convicción de que es útil saber emponzoñar la punta
de una flecha o amontonar tortugas en las mentes de una generación seducida por
los iPhones y la comodidad de comprar el alimento en una tienda. En Kendjam
sigue palpándose un vivo interés por la indumentaria tradicional, los abalorios
y las costumbres ancestrales, pero no es común a todos los kayapó, y aunque lo
fuese, las amenazas exteriores son inmensas.
Bienvenida a un nuevo kayapó
En una estampa más relajada, un padre vestido de gala espera que empiece la ceremonia de imposición de nombre de su bebé.
«El Gobierno brasileño
intenta aprobar leyes que eximan de la obligación de consultar a los indígenas
si se quiere generar electricidad en sus ríos, extraer minerales e incluso
redibujar las fronteras de sus tierras», dice Adriano (alias Pingo) Jerozolimski,
director de la Associação Floresta Protegida, una organización kayapó sin
ánimo de lucro que representa a unos 22 poblados. El pasado junio, en la aldea
de Kokraimoro, 400 jefes manifestaron su oposición a la avalancha de
decretos, ordenanzas y propuestas de ley y de reforma constitucional que les
impedirían controlar como hasta ahora sus tierras y les imposibilitarían –a
ellos y a cualquier otro grupo indígena– sumar territorios. Las medidas se
perciben como parte de una campaña para que mineros, madereros y agricultores
puedan soslayar los derechos indígenas, garantizados hoy a su pesar por la
Constitución brasileña. Entre las múltiples caras de esta disputa política,
quizá la más dolorosa en este momento sea la lucha por frenar un proyecto que
los kayapó dieron por frustrado hace más de 20 años. El proyecto de
Kararaô ha resucitado con un nuevo nombre: el complejo hidroeléctrico Belo
Monte.
El segundo día que pasamos
en el poblado de Kendjam descendimos el Iriri con dos tiradores kayapó: Okêt,
de 25 años, padre de tres hijas y cuatro hijos, y Meikâre, de 38, padre de dos
chicos y cinco chicas. (En los poblados kayapó la división del trabajo sigue
los cánones de siempre: los hombres cazan y pescan; las mujeres cocinan,
cultivan la huerta y recogen frutos.) Meikâre llevaba brazaletes de cuentas de
color amarillo verdoso y una larga pluma azul prendida en una vincha.
Navegábamos en dos lanchas de aluminio con motor Rabeta, aptas para las aguas
someras propias de la estación seca.
Ynhire
Ynhire expresa su identidad como guerrero con un tocado de plumas de loro.
Al llegar a un tramo ancho,
casi una bahía, Okêt viró hacia un área abierta de la orilla oeste del Iriri y
paró el motor. Trepamos a tierra firme. Okêt y Meikâre se internaron en la
selva con soltura; Meikâre llevaba arco y flechas al hombro; Okêt, una
escopeta. Después de cinco minutos de inclinarme, contorsionarme y retorcerme
para abrirme paso por la maraña de helechos llenos de espinas y ramas caídas,
parando constantemente para desengancharme de las lianas y tratar de convencer
a mis glándulas suprarrenales de que no había serpientes venenosas acechando
bajo cada montoncillo de hojas, no tenía ni idea de dónde estaba el este y
dónde el oeste, era incapaz de señalar hacia dónde había quedado el río, no
tenía la menor esperanza de volver a la lancha solo.
Distinguimos un rastro vago. Meikâre señaló los excrementos de un pecarí de collar (un jabalí pequeño) y a continuación, al lado mismo del rastro, una zona de vegetación aplastada donde el animal había estado durmiendo. Okêt y él salieron como una flecha. Al cuarto de hora sonó un disparo, al que siguieron otros dos.
Distinguimos un rastro vago. Meikâre señaló los excrementos de un pecarí de collar (un jabalí pequeño) y a continuación, al lado mismo del rastro, una zona de vegetación aplastada donde el animal había estado durmiendo. Okêt y él salieron como una flecha. Al cuarto de hora sonó un disparo, al que siguieron otros dos.
Pukatire
Pukatire, el poderoso jefe de Kendjam, lleva el cuerpo pintado con pigmentos de frutas, nueces y carbón
Cuando los alcancé, un
pecarí de collar yacía muerto sobre un lecho de hojas. Meikâre improvisó una
ligadura con una tira de corteza de árbol y le ató las pezuñas. Cortó otra
cinta de corteza, se la pasó por las patas traseras y delanteras y se echó los
14 kilos de pecarí al hombro.
Los kayapó que habíamos dejado pescando no habían perdido el tiempo. Primero
habían taponado las salidas de un nido de alacranes cebolleros sudamericanos en
un banco de arena y luego habían excavado y capturado un puñado de ellos para
engancharlos en los anzuelos y pescar pirañas. A continuación despiezaron las
pirañas sobre un remo de caoba y usaron los trozos como cebo para pescar peces
sargento y piabañas. Encendieron una primorosa fogata en la orilla con mecheros
Bic y asaron la comida en unas brochetas que confeccionaron allí mismo.
Phnh-Òti
Phnh-Òti se ha afeitado en la cabeza una V invertida, una práctica ceremonial femenina.
A media tarde partimos a
contracorriente rumbo a Kendjam. Meikâre iba reclinado en la proa, contemplando
las aguas hipnóticas como un oficinista que regresa a casa en el tren tras una
larga jornada laboral.
Aquella noche el jefe
Pukatire vino a nuestro campamento con una linterna. «Lo único que necesitamos
de la cultura blanca son las chancletas, las linternas y las gafas», dijo con
afabilidad. Me pregunté si le habrían hablado de mi magistral travesía por la
selva aquella tarde, porque dijo que se le había ocurrido un nombre para mí: «Rop-krore»,
que en kayapó significa jaguar moteado. Tenía buen humor.
El padrón del poblado
indica que Pukatire nació en 1953, y recoge los nombres de su esposa, su hija
de 38 años y sus tres nietos. Nos explicó que había nacido cerca de Novo Progresso,
al oeste de Kendjam, antes de que se produjera el contacto con el mundo
exterior. Su pueblo fue atacado por los kayapó de Baú, y durante ese ataque vio
morir a su madre y una hermana, que era un bebé. Pukatire y su hermano fueron
llevados a Baú, donde se criaron. Tendría 6 o 7 años, y hasta los 12 o 13 no
volvió a ver a su padre. «Fue una alegría. Lloramos los dos», me dijo.
Pukatire aprendió algo de
portugués de los misioneros y fue captado para ayudar en el programa de
pacificación del Servicio de Protección del Indio, precedente de la Fundación
Nacional del Indio (FUNAI), la agencia estatal que hoy representa los intereses
de los pueblos aborígenes de Brasil. «Antes del contacto nos matábamos los unos
a los otros y todos vivíamos en el miedo –explicó–. Sin duda alguna, las
cosas han mejorado muchísimo, porque hoy la gente no se dedica a abrirse la
cabeza a mazazo limpio.»
Era tarde; Pukatire se levantó y nos dio las buenas noches. A la mañana siguiente nos esperaba un gran día. El líder kayapó Mekaron-Ti y el gran Ropni, que décadas atrás recorrieron el mundo defendiendo la selva, venían a Kendjam para retomar la batalla contra la presa.
Bepran-Ti
Bepran-Ti luce un espectacular tocado de plumas para su ceremonia de esponsales, un rito de paso kayapó.
Pero Pukatire expresó la misma queja que oí una y otra vez: «Me preocupan los
jóvenes que imitan a los blancos, que se cortan el pelo y se ponen esos
ridículos pendientes que se ven en las ciudades. No hay un solo joven que sepa
preparar el veneno para las flechas. En Brasília siempre dicen a los kayapó que
van a perder su cultura y que lo dejen por imposible. Los ancianos tienen que
levantar la voz y decir a los jóvenes: “No podéis usar las cosas de los
blancos. Que los blancos tengan su cultura, que nosotros ya tenemos la
nuestra”. Si empezamos a copiar demasiado a los blancos, dejarán de temernos y
vendrán a quitarnos todo lo que es nuestro. Pero mientras mantengamos nuestras
tradiciones, seremos distintos, y mientras seamos distintos, nos tendrán un poco
de miedo».
Era tarde; Pukatire se levantó y nos dio las buenas noches. A la mañana siguiente nos esperaba un gran día. El líder kayapó Mekaron-Ti y el gran Ropni, que décadas atrás recorrieron el mundo defendiendo la selva, venían a Kendjam para retomar la batalla contra la presa.
Tras 40 años de proyectos
que se remontan a la época de la dictadura militar de Brasil, 40 años de
estudios, protestas, reformas, sentencias dictadas, sentencias revocadas,
bloqueos, llamamientos internacionales y múltiples demandas judiciales, en 2011
empezaron finalmente las obras de Belo Monte. Este complejo de canales,
embalses, diques y dos presas, cuya construcción costará 10.000 millones de
euros, está situado unos 500 kilómetros al norte de Kendjam, allí donde el río
Xingu describe un enorme meandro conocido como Volta Grande. El
proyecto, que tendrá una capacidad máxima de generación de 11.233 megavatios y
se prevé entrará en funcionamiento en 2015, ha dividido el país. Sus defensores
alegan que permitirá suministrar la tan necesaria electricidad, mientras que
los ecologistas lo denuestan como un desastre social, medioambiental y
financiero.
Mekaron-Ti Mekaron-Ti, el gran jefe, habla portugués y es un influyente valedor de su pueblo. |
En 2005 el Congreso
brasileño resucitó el proyecto aduciendo que la energía generada era esencial
para la seguridad de una nación en rápido crecimiento. Los kayapó y otras
tribus afectadas volvieron a reunirse en Altamira en 2008. Un ingeniero de
Eletrobras, la eléctrica estatal, fue agredido y sufrió un «corte profundo y
sangrante en el hombro», según la prensa. Alegando que el estudio de
impacto ambiental del proyecto era deficiente y que no se había consultado como
era debido a la población indígena de la región, la fiscalía federal brasileña
presentó una serie de demandas judiciales para paralizar el complejo, con las
que en esencia generó un enfrentamiento entre dos departamentos del Gobierno.
Los casos llegaron al Tribunal Supremo, pero los fallos se han aplazado y entre
tanto no se han paralizado las obras.
Aunque el complejo se limite a dos presas, el impacto sobre la cuenca del Xingu será inmenso debido a las carreteras y a la llegada de unos 100.000 obreros e inmigrantes. Las presas inundarán un área del tamaño de Madrid. Los cálculos oficiales prevén unos 20.000 desplazados; los independientes sugieren que la cifra podría ser el doble. Las presas generarán metano (consecuencia de anegar la vegetación) en cantidades equiparables a las emisiones de gases de efecto invernadero de las centrales térmicas de carbón. Al desviar alrededor del 80 % del caudal del Xingu en un tramo de 100 kilómetros, se secarán áreas que dependen de las crecidas estacionales y que albergan especies en peligro.
«Ahora la clave es lo que ocurrirá a continuación –dice Schwartzman–. Según el Gobierno solo se llevará a cabo el proyecto de Belo Monte, pero la propuesta original hablaba de otras cinco presas, y hay quien se pregunta si Belo Monte será rentable en solitario o si más adelante el Gobierno alegará que hay que construir el resto.»
La mañana que llegaban los dos grandes jefes a Kendjam, más de 20 mujeres kayapó con los pechos desnudos, ropa interior negra y sartas de cuentas de colores realizaron lo que parecía un ensayo matutino de vestuario, cantando y marchando alrededor del kapôt. A eso de las cuatro de la tarde el ruido de un avión atrajo a los vecinos a la pista de aterrizaje.
Aunque el complejo se limite a dos presas, el impacto sobre la cuenca del Xingu será inmenso debido a las carreteras y a la llegada de unos 100.000 obreros e inmigrantes. Las presas inundarán un área del tamaño de Madrid. Los cálculos oficiales prevén unos 20.000 desplazados; los independientes sugieren que la cifra podría ser el doble. Las presas generarán metano (consecuencia de anegar la vegetación) en cantidades equiparables a las emisiones de gases de efecto invernadero de las centrales térmicas de carbón. Al desviar alrededor del 80 % del caudal del Xingu en un tramo de 100 kilómetros, se secarán áreas que dependen de las crecidas estacionales y que albergan especies en peligro.
«Ahora la clave es lo que ocurrirá a continuación –dice Schwartzman–. Según el Gobierno solo se llevará a cabo el proyecto de Belo Monte, pero la propuesta original hablaba de otras cinco presas, y hay quien se pregunta si Belo Monte será rentable en solitario o si más adelante el Gobierno alegará que hay que construir el resto.»
La mañana que llegaban los dos grandes jefes a Kendjam, más de 20 mujeres kayapó con los pechos desnudos, ropa interior negra y sartas de cuentas de colores realizaron lo que parecía un ensayo matutino de vestuario, cantando y marchando alrededor del kapôt. A eso de las cuatro de la tarde el ruido de un avión atrajo a los vecinos a la pista de aterrizaje.
Raoni y Mekaron-Ti
descendieron acompañados de otro jefe del sur, Yte-i. Ropni es uno de
los cinco ancianos kayapó que aún lucen el disco labial, un círculo de caoba
del tamaño de una galleta grande que dilata el labio inferior. Portaba una
maza de guerra de madera. Cuando se detuvo al pie del avión, una mujer se
acercó a él, le tomó la mano y estalló en sollozos. A Raoni no pareció
extrañarle, y también él rompió a llorar. Aquellas lágrimas no eran la reacción
a ninguna desgracia reciente, sino una forma ritual de llorar a los amigos
comunes fallecidos.
Esa noche, en la casa de los hombres, Raoni se dirigió a los habitantes de Kendjam. Hendía el aire con las manos y blandía la maza: «No me gusta que los kayapó imiten la cultura blanca. No me gustan los mineros del oro. No me gustan los madereros. ¡No me gusta la presa!».
Raoni
Raoni, jefe de fama internacional, es uno de los pocos kayapó que todavía lucen el disco labial de caoba.
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Esa noche, en la casa de los hombres, Raoni se dirigió a los habitantes de Kendjam. Hendía el aire con las manos y blandía la maza: «No me gusta que los kayapó imiten la cultura blanca. No me gustan los mineros del oro. No me gustan los madereros. ¡No me gusta la presa!».
Uno de los objetivos de su
visita a Kendjam era averiguar por qué los jefes de la zona oriental del
territorio estaban aceptando dinero de Eletrobras. En el porche de la sede de
la Associação Floresta Protegida había apiladas cajas de flamantes motores
náuticos de 25 caballos. El poblado de Ropni, así como otros del sur, habían
rechazado una y otra vez el dinero que les ofrecía Eletrobras, un dinero que
según los activistas pretendía enfriar la oposición indígena a Belo Monte. El
consorcio constructor de la presa financiaba pozos, dispensarios y carreteras
en la zona y abonaba a una docena de poblados cercanos un estipendio de 30.000
reales al mes (unos 9.500 euros) para la adquisición de alimentos y otras
provisiones; según Schwartzman, un soborno en toda regla.
Los primeros contactos de
los kayapó con los mugrientos billetes brasileños condujeron a la acuñación de
su evocador término para denotar el dinero: pe-o caprin, «hojas tristes». Cada
vez son más las hojas tristes que intervienen en la existencia de este pueblo,
sobre todo en las poblaciones próximas a las ciudades fronterizas, las que
limitan con los territorios indígenas. En el poblado kayapó de Turedjam, cerca
de Tucumã, la contaminación producida por la corta a tala rasa y la ganadería
ha arruinado la pesca, y no es raro ver a los kayapó comprando jabón y pollo
congelado en los supermercados.
Beprô
Beprô lleva las cuentas y los pendientes con algodón que recibió en su ceremonia de imposición de nombre
Durante tres noches
Pukatire llevó a Raoni, a Mekaron-Ti y a Yte-i a nuestro campamento. Se
acomodaban en el porche de la escuela y contaban anécdotas fumando sus pipas y
bebiendo café, mientras los murciélagos cruzaban volando el cerco mortecino de
un fluorescente. «En los viejos tiempos los hombres eran hombres –dijo
Ropni–. Los criaban para ser guerreros; no temían morir. No temían sumar
hechos a las palabras. Respondían a los rifles con arcos y flechas. Murieron
muchos indios, pero también muchos blancos. Así me formé yo: en la tradición
guerrera. Nunca he tenido miedo de expresar lo que creo. Nunca me he sentido
humillado ante los blancos. Tienen que respetarnos, pero también nosotros a
ellos. Sigo creyendo que la tradición guerrera no ha muerto. Los kayapó
volverán a guerrear si se ven amenazados, pero el consejo que he dado a los
míos es que no vayan buscando pelea.»
El día que los jefes
partieron hubo cierto papeleo; debían firmar cartas, documentos de la FUNAI
para autorizar varios asuntos que habían debatido. Mekaron-Ti, tan desenvuelto
en el mundo occidental como en el de la selva, firmó con la celeridad de quien
ha escrito mil cartas, pero Ropni sostenía el bolígrafo con torpeza. Era
llamativo verlo pelearse con las letras de su nombre sabiendo lo expertas que
eran aquellas manos en otras habilidades, habiéndolo visto hacer un cinturón de
frutos de palmera, insertar un disco labial, tallar una punta de flecha de una
cola de raya o enfatizar la oratoria que había labrado un futuro para su
pueblo. En el valle del Xingu no se habían conocido manos más capaces, pero en
el mundo que exigía pericia caligráfica, el gran jefe era como un niño.
Seis meses más tarde, 26
líderes kayapó se reunieron en Tucumã para firmar una carta en la que
se negaban a aceptar más dinero del consorcio que construía la presa: «Nosotros,
los kayapó mebengôkre, hemos decidido que no queremos ni un céntimo de vuestro
dinero sucio. No aceptamos Belo Monte ni ninguna otra presa en el Xingu.
Nuestro río no tiene precio, nuestro pescado no tiene precio y la felicidad de
nuestros nietos no tiene precio. Jamás dejaremos de luchar. […] El Xingu es
nuestro hogar y vosotros no sois bienvenidos».
No sé cómo, pero corrió la voz: el rostro pálido de orejas sin agujeros iba a subir al monte Kendjam. Eran las dos y media de la tarde. No habíamos llegado ni a la mitad de la pista de aterrizaje y a nuestro equipo de senderismo ya le seguía un grupo de chiquillos. Eran alrededor de 15, unos cuantos chicos y chicas adolescentes y preadolescentes con la cara pintada y provistos de botellas viejas de refresco rellenadas de agua, además de un personajillo vivaracho que no tendría más de cuatro años: descalzo y a su aire, sin padre ni madre que lo atosigase por si se perdía o se lo merendaba un jaguar o le mordía una víbora venenosa o se clavaba las púas y espinas que guarnecían todas las plantas del lugar.
No llevaba nada más que un pantalón corto (a diferencia de mí, que iba con botas, sombrero, camisa, pantalones largos, gafas de sol, crema solar de factor tres millones y tres bandanas para empapar cantidades industriales de sudor). Durante un trecho caminamos en fila, pero luego los chiquillos se adelantaron corriendo para arremolinarse en torno a unos arbustos altos llamados ingas; tiraron de las ramas hacia abajo y cortaron las vainas de los frutos.
No sé cómo, pero corrió la voz: el rostro pálido de orejas sin agujeros iba a subir al monte Kendjam. Eran las dos y media de la tarde. No habíamos llegado ni a la mitad de la pista de aterrizaje y a nuestro equipo de senderismo ya le seguía un grupo de chiquillos. Eran alrededor de 15, unos cuantos chicos y chicas adolescentes y preadolescentes con la cara pintada y provistos de botellas viejas de refresco rellenadas de agua, además de un personajillo vivaracho que no tendría más de cuatro años: descalzo y a su aire, sin padre ni madre que lo atosigase por si se perdía o se lo merendaba un jaguar o le mordía una víbora venenosa o se clavaba las púas y espinas que guarnecían todas las plantas del lugar.
No llevaba nada más que un pantalón corto (a diferencia de mí, que iba con botas, sombrero, camisa, pantalones largos, gafas de sol, crema solar de factor tres millones y tres bandanas para empapar cantidades industriales de sudor). Durante un trecho caminamos en fila, pero luego los chiquillos se adelantaron corriendo para arremolinarse en torno a unos arbustos altos llamados ingas; tiraron de las ramas hacia abajo y cortaron las vainas de los frutos.
A los tres cuartos de hora
el camino empezaba a hacerse empinado. La piedra gris de la montaña se erguía
ante nuestra vista: paredes cortadas a pico, sin fisuras ni grietas evidentes.
Las caras norte, sur y oeste parecían imposibles de escalar, pero la oriental
descendía en pendiente hasta perderse en la selva. Los adolescentes subían la
pronunciada cuesta entre risas y charlas, saltando por encima de los troncos y
colgándose de las lianas. Un estrecho sendero zigzagueaba ladera arriba y
atravesaba una hendidura en la que había que izarse a fuerza de palmas
sudorosas por encima de una peña lisa.
Una rampa larga conducía a
la redondeada cumbre, donde aguardaban los chicos sentados, recortados contra
un cielo azul lechoso. Los alcancé por fin, sin aliento. Lagartos de piel
gris amarronada correteaban por el suelo. Los niños también correteaban,
flirteando sin miedo con el vacío allí donde la roca caía en vertical 150 o 180
metros, si no más. No había barandillas. Ni cartelitos de advertencia. Ni
adultos vigilantes. El niño de cuatro años brincaba al borde del abismo, riendo
eufórico, como si aquel fuese el día más fantástico del año.
Cuando todos emprendimos el
descenso, el pequeño se adelantó corriendo. Yo me descubrí a mí mismo
recordando la primera noche tras la partida de los grandes jefes, cuando vino a
vernos nuestro guía Djyti y le planteamos una pregunta crucial: «¿Se
puede ser kayapó sin vivir en la selva?». Djyti meditó unos instantes, luego
negó con la cabeza y dijo que no. Entonces, como si la idea le resultase
inconcebible, añadió: «Sigues siendo kayapó, pero sin tu cultura».
En el pasado algunos antropólogos
idolatraron la pureza cultural y vieron con malos ojos la introducción de
tecnologías modernas. Pero las culturas evolucionan de la misma manera
oportunista que las especies (los caballos de los indios de las praderas de América del Norte llegaron
con los españoles) y las culturas tradicionales potentes aprovechan las
oportunidades que se les presentan, haciendo las adaptaciones que según ellos
garantizarán su futuro. Podemos debatir si un hombre que luce tocado de plumas
de loro y funda fálica vale más que otro que lleva camiseta de Batman y
pantalón corto de deporte, ¿pero cómo negarnos a ver su conocimiento de la
fauna y la flora selváticas o el valor indiscutible de unas aguas limpias, un
aire puro y el tesoro genético y cultural de la diversidad?
Una de las mayores ironías de la Amazonia es que los extranjeros supuestamente civilizados que pasaron cinco siglos evangelizando, explotando y exterminando a los aborígenes ahora recurren a aquellos primeros habitantes para salvar ecosistemas que hoy se sabe son críticos para la salud del planeta, y para defender zonas esenciales de territorio virgen del apetito insaciable del mundo desarrollado.
Una de las mayores ironías de la Amazonia es que los extranjeros supuestamente civilizados que pasaron cinco siglos evangelizando, explotando y exterminando a los aborígenes ahora recurren a aquellos primeros habitantes para salvar ecosistemas que hoy se sabe son críticos para la salud del planeta, y para defender zonas esenciales de territorio virgen del apetito insaciable del mundo desarrollado.
Mi pequeño amigo, del que
nunca alcancé a saber su nombre, había llegado corriendo a su casa mucho antes
de que yo posase mis destrozados pies sobre la pista de aterrizaje. Era de
noche. A lo mejor su madre lo había plantado frente a la tele para ver el vídeo
de alguna ceremonia kayapó o una telenovela brasileña. Y quizá para él aquel
día no había sido distinto de otro. Aun así, era difícil imaginar una vida más
perfecta para un niño de cuatro años que la de un kayapó que corre veloz y
libre en la selva que llama hogar. Ojalá siga corriendo mucho tiempo.
Fuente>National Geographic
(España) – Grandes Reportajes
¡Qué hermoso relato! Ojalá el hombre "civilizado" se dé cuenta antes de cubrir toda la tierra con cemento. gracias
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