Probablemente el fotógrafo no sabía que iba a capturar una lección sobre el amor.
Había bajado buscando luz, textura, quizá una silueta curiosa entre las algas. El mar estaba tranquilo, suspendido en ese silencio espeso donde el tiempo parece olvidar su prisa. Y entonces ocurrió.
Dos caballitos de mar flotaban frente a frente, tan cerca que apenas había agua entre ellos. No había huida. No había tensión. Solo una coreografía lenta, casi solemne, como si el océano entero hubiera decidido contener la respiración.
La hembra se acercó un poco más. El macho inclinó el cuerpo. Y en ese gesto mínimo, preciso, ocurrió algo extraordinario: ella transfirió sus huevos al interior de la bolsa incubadora de él. No fue brusco. No fue rápido. Fue un acto cuidadoso, íntimo, como entregar algo sagrado.
El disparo de la cámara congeló el instante, pero lo importante no era la imagen. Era lo que esa imagen decía sin palabras.
En el mundo de los caballitos de mar, el amor no se mide por promesas, sino por presencia. Son monógamos. No por obligación, sino porque así funciona su manera de estar en el mundo. Cada amanecer se buscan. Si se han separado durante la noche, el reencuentro es una pequeña fiesta silenciosa.
Bailan.
No un baile espectacular, sino uno delicado, casi tímido. Se mueven durante varios minutos, flotando frente a frente, entrelazando las colas, cambiando de color como si el cuerpo expresara lo que no hace falta decir. Es su forma de decir “estoy aquí”. “Sigo contigo”. “Seguimos siendo nosotros”.
Después del saludo, el día continúa. Nadan juntos. Comen juntos. Se observan. Se rozan. Si discuten —porque incluso en el mar hay desacuerdos— se reconcilian sin drama. No guardan rencor. No llevan cuentas. El océano es demasiado grande para cargar con pesos innecesarios.
Comen con entusiasmo, como quien celebra estar vivo. Miles de pequeños camarones pasan por sus bocas cada día. No por glotonería, sino porque el cuerpo lo pide. Porque cuidar también requiere energía.
Y mientras tanto, algo crece.
Dentro del macho, los huevos incuban. Él los oxigena. Los protege. Ajusta su cuerpo para que todo salga bien. No es una ayuda simbólica. No es un gesto bonito. Es el embarazo. Es la espera. Es la responsabilidad total.
Cuando llega el momento, es él quien da a luz.
En ese instante, el mundo se descoloca un poco. Las categorías rígidas dejan de servir. La naturaleza recuerda algo que solemos olvidar: el cuidado no tiene género. El amor no pertenece a un solo cuerpo. La entrega no sigue normas humanas.
La hembra no desaparece. Permanece cerca. Acompaña. Vuelve a bailar. Vuelve a cambiar de color. No hay jerarquía. Hay cooperación.
Por eso esta historia incomoda y enternece a la vez. Porque no habla solo de animales marinos. Habla de otra forma posible de amar. De una forma de ser y estar. De una en la que nadie “ayuda”, porque ambos sostienen. De una en la que el vínculo se renueva cada día, no con grandes gestos, sino con pequeños rituales constantes.
El fotógrafo subió a la superficie con la imagen guardada. Quizá pensó que había capturado algo raro, curioso, digno de asombro. Lo que no sabía es que había atrapado algo más profundo: una verdad antigua flotando en el agua.
Que amar no sólo es proteger desde fuera.
A veces es llevar dentro.
Esperar.
Cuidar.
Es habitar.
Y bailar cada mañana como si el reencuentro fuera siempre un milagro.

No hay comentarios:
Publicar un comentario