Para las mujeres indígenas que nos dieron la vida, la cultura, la lengua y en
ella el reconocimiento a todas las mujeres del Paraguay. En homenaje a nuestras
hermanas, madres y abuelas guerreras guaraní olvidadas, les comparto la
historia de una de las primeras mujeres que dio la vida por defender los
derechos de las mujeres.
El fuego que nuestros ancestros nos
encomendaron para que lo mantengamos siempre encendido, nos convoca ahora, pues
son nuestras palabras las leñas que la avivan. Sentadas alrededor de esta
fogata, compartamos esta mi historia, esta nuestra historia...
Siempre recordaré aquella noche de 1542
en que ya no soporté a mi “amo-marido” español Nuño Cabrera, que abusaba de mí
y de mis hermanas, durante el día en la chacra y durante las noches en los
excesos más sucios y repugnantes sobre nuestro cuerpo, sobre nuestra dignidad.
Ya no lo soporté y tomé su espada. Lo maté, sí, lo maté y volví a ser feliz.
Imagina cuan libre me sentí aquella noche, después de tanto abuso me liberé;
corrí y grité desde lo más hondo de mis palabras, desde ese grito enraizado en
mi idioma, a mis hermanas que vivían y sufrían la misma opresión que hiciesen
lo mismo que yo.
Alvar Núñez Cabeza de Vaca, un español
que había venido a Asunción a enseñarnos la palabra odio, una que no
conocíamos, ordenó mi detención y también mi muerte, porque estos españoles
solo sabían ordenar, sus palabras eran golpes, como truenos que asustan a
nuestros hijos e iluminan nuestros montes. Él pensaba que de esa manera
detendría la ola de rabia que se impuso por años y años a lo largo y ancho de
este territorio que dieron a llamar Paraguay, que para nosotros, los portadores
de las bellas palabras, es el camino hacia la tierra sin mal.
Cuando todo era diferente, éramos
libres...
Conocí esta tierra cuando era libre al igual que mi pueblo. Todavía recuerdo el aire perfumado de monte y de hierbas, de tierra húmeda, el agua cristalina de los ríos y las hermosas sonrisas de nuestros niños y ancianos sentados bajo la sabiduría de las palabras.
Conocí esta tierra cuando era libre al igual que mi pueblo. Todavía recuerdo el aire perfumado de monte y de hierbas, de tierra húmeda, el agua cristalina de los ríos y las hermosas sonrisas de nuestros niños y ancianos sentados bajo la sabiduría de las palabras.
Nuestros niños jugaban y aprendían a respetar a la naturaleza, porque ella es parte de nuestra cultura: de ella venimos y a ella volvemos. Con el Arandu Ka’aty, sabiduría que nos da la naturaleza para comprender el mundo, aprendimos a relacionar los cambios de nuestro cuerpo con los cambios del clima y a partir de ello conjugamos la agricultura con nuestra forma primigenia de relacionarnos con la naturaleza. No existía mal que la naturaleza no supiera curar, ni necesidad que no satisficiera.
En nuestra cultura no existía relación de poder, no era necesario ponerle cercos y alambres a la tierra, ni ponerle rejas y muros al ser humano, no era necesario que el hombre y la mujer sean explotados para generar riquezas, ni que la mujer tenga propietarios para generar vida, nosotras las mujeres sembrábamos la tierra y los hombres la cosechaban, todos los seres humanos éramos hermanos y hermanas; toda mi comunidad era mi familia, todo el planeta era mi familia.
No existía la marginación ni el desprecio hacia ninguno de los dos sexos, pues la diversidad enriquecía profundamente nuestra cosmovisión. Nosotras, con nuestra misteriosa capacidad de reproducción, más que temidas o satanizadas, éramos admiradas y respetadas. Proveíamos al mundo de habitantes, y como creadoras de vida, al igual que la tierra, nos merecimos protagonismo en las creencias místicas como protectoras de la fecundidad y en nuestra comunidad como transmisoras de la lengua y la cultura.
En nuestros rituales los sabios invocaban a Ñamandu Ru Ete Tenondegua y mediante él Yvága se relacionaba con Yvy y la hacía germinar. Todos nuestros dioses, en los cuales creemos y depositamos nuestras vidas son buenos, pues francamente, no creemos que sea necesario que un dios nos envíe castigos o nos condene al fuego eterno.
No puedo negar que en nuestra
cotidianeidad teníamos problemas, pero creíamos muy fuertemente en el diálogo
que éramos capaces de establecer entre nosotros, sin necesidad de armas ni
violencia. Prueba de ello es que nuestro jefe civil era elegido por los
fundamentos que exponía para merecer la responsabilidad y el honor de conducirnos
durante la guerra, en caso de que haya necesidad, o como mediador ante un
problema; pues prescindimos de jerarquías militares y de todo aquello que se
imponga como superior, por ello una vez terminada la guerra o el problema,
nuestro Mburuvicha volvía a dedicarse a la caza, a la pesca y a ayudarnos en la
agricultura.
No consigo creer lo que pasó; poco a poco mi pueblo se convirtió en un grito
perdido, en un lamento.
Todo eso lo vivíamos en perfecta armonía, hasta que desgraciadamente llegaron
los colonizadores, quienes guiados por la mano de su dios y de todos sus
santos, con sus espejos, caballos y armas sometieron a mi pueblo. A nosotras,
las mujeres, nos impusieron un sistema vil de explotación: durante el día los
trabajos del campo para producir para ellos y la corona, y durante las noches
soportábamos en el cuerpo y en la dignidad los más salvajes atropellos, pues la
lujuria "civilizadora" no paró hasta ver humillada a toda una nación.
De ser madres, de ser hermanas y de ser esposas pasamos a convertirnos en un
triste reflejo de la perversidad de los invasores, en máquinas de parir críos
fruto de violaciones, que también serían esclavos del mismo amo que los
marginaría y despreciaría.
Fuimos obligadas a ver como mataban a nuestros hermanos, a dejar nuestros Táva y vivir en la ciudad, a creer en su dios, capaz de enfadarse y humillarnos, pues era cruel y castigador a imagen y semejanza de quienes a fuerza de sangre y espada lo instalaron en nuestra tierra.
Ellos, abusaron de nuestro cuerpo, devastaron nuestro pueblo, mataron nuestros dioses, ignoraron la sabiduría de nuestros ancianos y ancianas, nos despojaron de todo y nos dejaron a cambio desolación, enfermedades y miseria.
Tanto odio, saqueo, rapiña, violación y despotismo de una raza sobre otra nos empujó a luchar por mantener nuestra identidad, forjada desde el respeto a la vida y a nosotros mismos, como un sistema de valores que el poder de la brutalidad santa quiso extinguir, pero no pudo.
Aquel río embravecido lleno de sabiduría no desapareció, aun corre silencioso entre los recovecos de esta tierra y resurge cada vez que hombres y mujeres levantan el puño y la voz ante una injusticia, se unen y construyen la familia-comunidad-planeta sobre el cimiento de una cultura que se resiste a desaparecer, que se niega a desaparecer.
India Juliana.
Fuente
Breve Historia del Paraguay por el
Profesor Miguel Verón
Compartido por Marcos Ybanez
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