Hace seis años el
documentalista Carlos Felipe Montoya abordó la realidad de las lenguas maternas
a través del “abuelo Noé”, que hace unos meses partió junto a sus ancestros.
La historia de un
hombre que podría ser el último sobreviviente de un pueblo milenario es una
versión contemporánea del fin de los tiempos. Con él podría morir una lengua
ancestral y con esa muerte se apagaría el mundo. El cacique Noé Siake, el
último abuelo ocaina de La Chorrera, Amazonas, vivió en una maloca a orillas
del río Igará Paraná. Cuando el documentalista Carlos Felipe Montoya lo
conoció, el “abuelo Noé” tenía 86 años y ya casi a nadie con quién hablar. Para
llegar hasta él tuvo que atravesar medio país, sobrevolando la selva. Para
escuchar los últimos destellos de su milenaria sabiduría, tuvo que perderse en
las curvas interminables de un río mágico que atraviesa un extenso territorio,
alguna vez mal conocido como “El paraíso del diablo”.
Se recomienda al
final del texto la lectura de aquel viaje relatado por el propio cineasta. Lo
que resulta inevitable es recrear la vida del cacique Noé Siake, en su maloca,
donde apenas puede pronunciar unas pocas palabras en español, logrando
expresarse completamente en la lengua originaria del pueblo Ivo’tsa, que según
detallan algunas crónicas se encuentra en un lento proceso de desaparición (una
de las tantas lenguas amerindias consideradas “moribundas” por los lingüistas).
Montoya comenta que
las personas no son conscientes de que el desarrollo del automóvil estuvo
cimentado directamente sobre la sangre de miles de indígenas amazónicos.
Después de que John Dunlop inventara los neumáticos en 1887 y de que Henry Ford
popularizara el automóvil en 1908, el caucho o siringa se convirtió en el oro
blanco de la selva. En La Chorrera estaba ubicada la tenebrosa Casa Arana, un
centro de acopio del caucho donde fueron esclavizados los indígenas de los
pueblos Uitoto, Muinane, Bora, y Ocaina. Los relatos de la Casa Arana, hoy
convertida por los propios indígenas en el colegio “Casa del conocimiento”, son
escalofriantes. Los nativos eran obligados a recolectar el caucho que los
ingleses y peruanos de entonces explotaban comercialmente. Si no cumplían con
un determinado peso semanal, familias y clanes enteros eran cazados en la
selva, esclavizados y exterminados. Algunas fuentes afirman que en menos de
diez años fueron asesinados sistemáticamente cerca de setenta mil indígenas.
Don Isaac Siake,
hijo del cacique Noé y por años uno de los pocos hombres que pudo comprender
algo de las palabras de su padre en lengua ocaina, cuenta la historia: “Antes
de llegar las caucherías, el pueblo de nosotros estaba bien organizado y bien
unido. Había buen gobierno, éramos tres clanes divididos en unos veinte o
veinticinco tótems. Cada tótem tenía su jefe y cada clan también. Los jefes
eran elegidos según sus méritos y el beneficio real que prestaban a la
comunidad. Cuando llegaron los peruanos a colonizar con las caucherías, ese
orden empezó a caer… Los caucheros cambiaron esa forma de gobierno y obligaron
a elegir como jefes a los que mejor les servían a ellos, matando a los jefes
naturales que estaban antes”.
“Entre esos jefes
que sufrieron con la conquista de los caucheros había gentes poderosas,
descendientes de los sabios antiguos de nuestro pueblo. Uno de esos abuelos
predijo la llegada de los caucheros mucho antes de que ocurriera, cincuenta
años antes… Lo que él dijo se cumplió, él comentaba a la gente que iban a ser
esclavizados por el caos del caucho. Él tuvo mucha fama y por eso lo
recordamos. Su nombre era Cutsuvema y ese nombre para que no se pierda yo lo
adopté, ése nombre yo llevo, aunque yo no soy sabio…”, cuenta Don Isaac y
sonríe mientras sus ojos brillan en la oscuridad.
Escuchando en el
mambeadero a los árboles que hablan
“Los caucheros
descompusieron las cosas. Los capataces ofrecían cambio de niños por hachas.
Como aquí no había hachas, los caucheros se llevaban a los niños para
esclavizarlos y dejaban las hachas… Algunos se revelaban contra eso y los
mataban. Así, algunos de nuestros abuelos se organizaron y combatían, atacando
a los caucheros. Uno de los abuelos se reveló y lo capturaron. Pero él era como
muy misterioso y muy mágico. Lo metieron al calabozo y ni se sabe cómo hizo
para salir tres veces de ese calabozo. Según dicen, él se regaba como agua, se
convertía en agua y por debajo de esa rendijita de la cárcel se salía. Se
convertía en líquido, pasaba por agua y después se convertía en persona” (al
leer esto recuerdo algunas conversaciones en la comunidad qom ubicada en
Derqui, Buenos Aires, cuando Roque López, artesano del barrio, me contó una
experiencia entre chamanes de Pampa del Indio, Chaco, su comunidad familiar,
donde un anciano le pasó el poder a su hijo, y en ese mismo momento una víbora
salió debajo de la cama y se perdió en el monte “allí estaba su Nnataq” dijo
Roque, el espíritu que acompaña al chamán, en ese instante el hijo de aquel
padre pudo empezar a curar a su aldea).
Montoya recrea las
sensaciones que lo invadieron mientras compartió conversaciones en el
mambeadero de la maloca de Noé, lugar sagrado donde los indígenas se reúnen
cada noche bajo la guía de la coca y el tabaco. Decía que su palabra no compite
con el silencio, que “ellos han salido de la tierra y sus rostros son rostros
de árbol. En la maloca de Noé, frente al cacique y a sus hijos, sentí por un
momento estar rodeado de árboles que hablaban…”
“Dicen que cuando el
creador hizo firme ese pedacito de nada del que salió la tierra y lo acercó,
ahí había unas golondrinas y cuando él puso el pie se asustaron y se fueron
volando. Desde ese momento él se convirtió en el dueño, creó la palabra de
adueñarse. Y estando él encima de la tierra, todo se volvió grandísimo. Pero no
había nada, pura arena, era un peladero. Y él pensó en el hombre que iba a
crear, pensó qué iba a comer ese hombre nuevo si no había nada. Así, él se
arrancó un pedazo del pulgar, que era largo. Se arrancó la mitad y la sembró.
De ahí salió la yuca. Y luego él escupió a la tierra y de su saliva creció el
tabaco. Así, él comenzó a crear todo. Ese asiento, en el que él estaba sentado,
lo entregó a nuestros abuelos para manejar la gente con esa palabra…”
Esa palabra es la
que el documentalista esperó escuchar de parte del cacique Noé. En las
sucesivas visitas a su maloca, corroboró como Don Noé mascullaba unas pocas
palabras en español. En cambio, se expresaba completamente en su lengua
originaria, la lengua del pueblo Ivo’tsa. Y es que los ocaina, nos recuerda
Montoya, como muchos pueblos nativos amazónicos, portan un nombre que no es su
nombre originario. Ocaina es un nombre que les han puesto desde el exterior y
su auto denominación original es Ivo’tsa (en otros casos se conocen como Dyo
'xaiya).
Este pueblo, que se
confunde fácilmente entre los uitoto o murui, tiene una lengua y una mitología
diferenciada. En Colombia, la nación que una vez floreció se reduce hoy a la
maloca del cacique Noé. El canasto de su sabiduría, al borde de la extinción, depende
directamente de sus hijos, especialmente de los mayores Alfredo e Isaac, que
luchan contra el tiempo para mantener viva una lengua y un mundo propios, un
mundo que se escurre como agua entre los dedos.
Los pueblos del río
tienen relaciones fascinantes con la palabra. Según el autor, una de las más
maravillosas es la de los Ivo’tsa. Isaac le traduce el relato que don Noé hace
de una de las caras de su Dios, Fañárema: “Fañá quiere decir algodón que es
como blanco... La palabra que él trajo es una palabra de blancura, de limpieza.
El algodón es una cosa que no pesa. Cuando uno examina la palabra, la palabra
de uno es suave, es limpia, es pura. Cuando la palabra es así limpia, pues nada
le penetra. Nada puede entrar, ni el mal, ni las enfermedades, nada, ni un
problema. Y uno puede evitar tranquilamente problemas, aunque haya, uno los
arregla con mucha facilidad. Entonces, ese es un símbolo de algodón, nada más,
es una palabra para curar. Si uno fuera necio uno puede decir que el Dios que
llegó a los ocaina es un Dios de algodón, pero no, es la palabra nuestra la que
es así como algodón. Y el nombre de él es Fañarema, es un Dios algodón, difícil
de traducir al castellano, pero es la palabra la que tiene esa forma, es una
palabra de algodón. Nosotros así lo creemos y así lo llamamos”.
Esto que hace
referencia el documentalista es una dificultad habitual entre distintas formas
de conocimiento, la imposibilidad de entender espiritualmente lo que los
indígenas comparten dentro de su entorno, el sentido grave de las palabras, la
asociación con la complejidad propia de la naturaleza y sus profundas
interrelaciones cósmicas con el Universo que nos rodea.
En esta historia,
que finalmente vio la luz en el documental Kome Urue: los niños de la selva (un
reflejo endógeno de una forma de vida que corre riesgo de extinción, la de los
paisanos que viven en los pueblos del río de la selva amazónica), de eso, y de
las dificultades de su viaje, plagado de mapas imaginarios e imprecisos y de
temores propio de aquello que se desconoce –como las márgenes y afluentes de
los ríos, donde todo serpentea y calla–, habla Carlos Felipe Montoya en esta
nota que decidimos publicar luego de haber leído sobre la partida del último
Ivo’tsa, el mítico abuelo Noé, el árbol que hablaba en su lengua originaria.
Por Daniel Canosa
Fuentes
El Orejiverde – 9 de
Febrero de 2.017
Revista Cromos
http://www.cromos.com.co/especial/la-colombia-fant-stica-de-carlos-vives/el-ultimo-abuelo-ocaina-15419Kome Urue. Los niños de la selva
https://vimeo.com/122068057
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