Sucedió lo que vamos a contar hace muchos siglos. Viviá entonces establecida no
lejos del Iguazú, una poderosa tribu guaraní.
Era Ñeambiú la más hermosa doncella
de su parcialidad, y tan gentil de trato como exquisita de espíritu, que todos
a su alrededor la amaban. Ñeambiú correspondía con idéntica vehemencia el
cariño hondo y apasionado de Cuimbae, mocetón gallardo y valiente, que el padre
de ella, el poderoso cacique guaraní, trajo cautivo al regreso de su última
expedición victoriosa contra los tupíes.
Idolatraban sus padres a Ñeambiú, su
hija única; arrancarla de su lado era arrancarles el corazón; por eso se negaban
a consentir la boda, alegando que Cuimbae pertenecía a la raza de los tupies,
sus más sañudos enemigos. Ñeambiú, para no disgustar a sus padres, ocultaba su
pena y lloraba a solas; una vez, sin embargo, les enrostró su crueldad con ésa
que llamaban hija del alma y que era ¡ay! la hija de la desgracia.
Un día Ñeambiú desapareció de la
casa de sus padres. Alarmados éstos, corrieron a donde estaba Cuimbae,
sospechando que de concierto con él hubiese tomado Ñeambiú la extrema
determinación de escaparse. Cuimbae ignoraba el suceso; y no podía ni siquiera
concebir que una joven tan discreta y amorosa como Ñeambiú hubiera salido
fugada de la casa paterna. Pero Cuimbae contó que había tenido la noche
anterior un sueño terrible: Una mujer muy fiera, que representaba la desgracia,
se había llevado a Ñeambiú a los montes del Iguazú, donde mora entre los
cuadrúpedos y las aves, que ni la ofenden ni huyen de su presencia.
Como en los montes habita Caaporá,
un monstruo con facha humana, que hace desgraciados a quienes por acaso le
miran, exclamó el infortunado padre con delirio:
—¡Al Iguazú! ¡A buscar a mi hija, que se la ha llevado
Caaporá!
Tras él salió presurosa toda la indiada, repitiendo: —¡Al
Iguazú! ¡A buscar a Ñeambiú, que se la ha llevado Caaporá! ¡A buscar a Ñeambiú!
El clamoreo de los pájaros carpinteros, los ipecúes,
alborotados por la presencia de gente, sacó de su refugio a la fugitiva, y
hallóse ésta al punto rodeada por los solícitos enviados del cacique, quienes
cariñosamente trataron por todos los medios de persuadirla a regresar junto a
sus padres.
Ñeambiú no respondía palabra; por el exceso de penar sin esperanza,
había perdido la sensibilidad, y con ella el habla. Muda e impertérrita, volvió
las espaldas y se internó de nuevo por entre el monte. Las amigas de Ñeambiú,
que mucho la querían, viendo frustrada la empresa de los fieles del cacique,
decidieron ir juntas todas en busca de la buena Ñeambiú. ¿Y si topaban con
Caaporá? Menores serían sin duda los males que si no iban, porque el diablo
Añanga, que siempre está alerta para, con el menor pretexto, hacer daño, las
castigaría terriblemente por haber dejado de socorrer a la infortunada amiga^
Fueron, y regresaron desconsoladas: Ñeambiú escuchó sus palabras dulces y
cariñosas, impasible y helada. La desdicha de Ñeambiú parecía irremediable.
Consultóse entonces, como se hacía
siempre en tales casos, al adivino de la tribu, Aguará-Payé, un hombre feísimo,
y tan sagaz, que bien merecía su nombre de «Aguará», que quiere decir zorro.
Iba cerrando la noche, hora la más a propósito para consultar los oráculos.
Aguará-Payé tomó dos enormes mates, llenos el uno con infusión de yerba caá, y
el otro con chicha. Apenas hubo bebido la chicha, empezó a tambalearse y,
haciendo visajes espantosos, cayó como muerto. Vuelto en sí Aguará-Payé, dijo:
—Ñeambiú está para siempre insensible y muda; es preciso abandonarla a su
destino.
—¡No! ¡no! —contestaron los padres
de Ñeambiú. —¡Antes morir que abandonarla! ¡Al Iguazú! ¡Al Iguazú!
—¡Al Iguazú! —repitieron sus
secuaces. —¡Al Iguazú!
Fueron al Iguazú.
Comprendieron todos que Ñeambiú
necesitaba un profundo sacudimiento moral. Le anunciaron sucesivamente la
muerte de algunas personas de su amistad, la muerte de sus mejores amigas, la
muerte de sus padres… Ñeambiú escuchaba muda, impasible, fría. Mudo también
seguía Aguará-Payé la triste escena.
—Haz que sienta —le ordenó el
cacique.
Obedeciendo la orden, Aguará-Pay:
adelantóse pausadamente y dijo con lentitud a Ñeambiú:
—Cuimbae ha muerto…
Estremecióse toda íntegra Ñeambiú.
Exhalando continuos lamentos desgarradores, desapareció instantáneamente a
los asombrados ojos de los que la rodeaban, quienes, transidos de dolor,
quedaron convertidos en sauces llorones. Ñeambiú, convertida a su vez en
urutau, elije la rama más vieja y deshojada de aquellos sauces para llorar
eternamente su desventura.
Desde entonces el urutaú o ave
fantasma —que vive en el Brasil, Paraguay, Argentina, etc.— llora todas las
noches. Su voz es un alarido muy melancólico, tan alto y vigoroso, que se oye a
media legua de distancia, y lo repite con pausas durante la noche entera. Pocos
lo han visto en los montes, porque de día se mantiene inmóvil sobre las ramas
secas y tronchadas de los árboles donde anida, confundiéndose por su color con
ellas, y porque sólo vuela buscando su alimento durante el crepúsculo y a la
luz de la luna.
(Respecto al urutaú hay también la
creencia, firmemente arraigada, de que llora la ausencia del sol, porque su
alarido comienza cuando el sol se pone, y acaba cuando éste sale.)
Fuente: Mitos y Leyendas.
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