Escrito por Nazaret
Castro
En toda América Latina,
el avance de un modelo extractivo basado en la exportación a gran escala de recursos
naturales convierte a los pueblos indígenas en las principales víctimas del
despojo. A ambos lados de la cordillera, los mapuches, ‘gente que vive al sur
del sur de la tierra’, están decididos a resistir, y la historia los avala como
pueblo luchador y valeroso.
Cuando apago la
grabadora, marca apenas 57 minutos, pero yo me siento distinta. En una hora,
este indio robusto y sabio, hijo de un lonko (autoridad política mapuche), ha
logrado hacerme entender por qué para los mapuches el territorio es mucho más
que la tierra, reducida a recurso económico desde nuestra perspectiva
occidental, antropomórfica y economicista.
Lo bautizaron como José
María, lleva el apellido Pereira, pero su verdadero nombre es Kuntxemañ, que
significa “Sonidos del Cóndor”. “Ellos –el hombre blanco– miran nuestro
territorio como fuente energética para América, como fuente de recursos para el
mundo”, dice Kuntxemañ. Muchos kilómetros al norte, me lo había dicho de otro
modo un indígena del Cauca colombiano: “Donde nosotros vemos el río, ellos solo
ven bajar los dólares”.
Kuntxemañ trabaja en un
hospital en Santa Bárbara, un pueblo de la región cordillerana del Alto Bío
Bío, en el sur de Chile. Hubo un tiempo en que el río Bío Bío marcaba el inicio
de la Walmapu, la Tierra Mapuche. Porque, aunque los libros de Historia no
suelen detenerse en ese capítulo, el mapuche fue el único pueblo nativo
americano que consiguió mantener su autonomía durante los siglos de
colonización española.
Sucesivos tratados con
la Corona garantizaron que conservarían sus tierras y mantendrían sus modos de
vida, a ambos lados de la cordillera andina. Todo cambió en el siglo XIX,
cuando Chile y Argentina lograron independizarse de la Corona española y, en su
determinación de ampliar su territorio, emprendieron sendas guerras contra la
población mapuche, a la que arrinconaron en una porción cada vez más exigua de
territorio.
Siglo y medio después,
en pleno siglo XXI, el modelo extractivista, que basa el crecimiento económico
en la extracción intensiva de recursos naturales para la exportación, avanza
sobre América Latina y sobre los territorios ancestrales de los pueblos
originarios. Al sur de Chile, la industria forestal y las represas protagonizan
los mayores emprendimientos; del lado argentino, las comunidades mapuches
tratan de resistir al avance de la minería y las petroleras.
Foto: Martin Bernetti |
El extractivismo
requiere de la ocupación y control de vastos territorios, y la Patagonia es un
espacio apetecible por su abundancia en recursos, entre ellos, el agua. En todo
el continente, las comunidades indígenas, afrodescendientes y campesinas están
siendo las grandes damnificadas de este modelo, siendo obligadas a emigrar a
las ciudades, donde se unen al ingente grupo de desempleados que puebla
favelas, comunas o villas miseria.
En el Alto Bío Bío, a
unos 400 kilómetros al sur de Santiago de Chile, conocen las consecuencias de
ese despojo. Primero fueron las empresas forestales, que diezmaron los bosques
nativos y los sustituyeron por plantaciones de eucalipto y pino. Después llegaron
las represas: Endesa inauguró la central de Pangue en 1996, y la de Ralco siete
años después. Cientos de miembros de la comunidad pehuenche, como llaman a la
etnia mapuche oriunda de la cordillera, tuvieron que desplazarse y abandonar
sus tierras para construir los embalses.
Algunos resistieron y
recibieron de la empresa mejores compensaciones, pero terminaron cediendo. Sin
embargo, la ñaña (hermana) Anita sigue al pie de la batalla. Esta anciana
menuda y tenaz sigue resistiendo a la multinacional y cuestiona a su comunidad
por haber cedido terreno: “Entregaron para siempre sus derechos a cambio de
nada, o de muy poco. Muchos se arrepienten ahora. Esta tierra es mapuche y la
tenemos que recuperar”. Si la tierra mapuche se fracciona, la comunidad se divide
también. Porque, para el pueblo mapuche, territorio es mucho más que un simple
pedazo de tierra donde cultivar.
Gente de la Tierra
“Mapuche” significa
“Gente de la tierra” en mapudungún, su lengua nativa. Cada vez más, los
mapuches entienden que la reivindicación de su lengua, el mapudungún, es
imprescindible para la recuperación de su identidad como pueblo. El mapudungún
tiene una palabra para cada sonido de la naturaleza, incluso para aquellos que
pueden resultarnos imperceptibles, al menos, a los winka (el hombre blanco).
“La lengua es
fundamental: es el lenguaje que se habla con la Madre Tierra; es fuente de
sanación. No me voy a enfermar si no estoy desequilibrado, y el desequilibrio
tiene que ver con la Madre Tierra, con los sonidos que produce el agua, que son
nuestro espíritu; con el entendimiento de que nada en la naturaleza está por
estar, de que todo tiene un sentido”, cuenta Kuntxemañ.
También el nombre
propio tiene un significado profundo. Se escoge en función del nacimiento y de
la fase lunar, y es fuente de conexión espiritual y sanación: “José María no
significa nada; Kuntxemañ es el nombre de mi espíritu”.
Para los mapuches, como
para otros pueblos originarios de la Abya Yala –como llamaron los kuna,
indígenas de Panamá y Colombia, al continente que los conquistadores quisieron
bautizar como América–, el territorio es sagrado, es identidad, es sanación. El
pueblo mapuche, que ha habitado la Patagonia desde hace al menos 14.000 años,
no se plantea dominar la naturaleza ni entiende el concepto de “recurso” natural,
sino que venera y pide sabiduría a las pu newen o fuerzas de la naturaleza.
La espiritualidad lo
impregna todo: la comida, la bebida, el baile. Y esa sacralidad se basa en la
relación armónica con la naturaleza, que se manifiesta en actos cotidianos como
la elección del lugar donde se levanta una ruka (casa), para no violentar a las
fuerzas naturales.
Las represas quiebran
esa armonía de modo irreparable. “El río representa la pureza y la
espiritualidad; le da a la tierra la generosidad de mujer, de madre, que puede
engendrar y reproducir. Afrentar al río de ese modo, romper su cauce, incide en
la espiritualidad de nuestro pueblo, nos enferma, y solo nuestra medicina puede
sanarnos, pero hoy la tierra donde crecían esas plantas ha sido inundada”, dice
Kuntxemañ.
“Los mapuches de la
cordillera respirábamos los árboles. Teníamos poca ropa, vivíamos con poco, y
sin embargo estábamos saludables: disponíamos de la energía de los árboles y de
nuestras medicinas, y lo hemos perdido”, lamenta la ñaña Anita.
Les arrebatan su
identidad
Esas son las bases de
una cosmovisión del pueblo mapuche que, durante 14.000 años, habitó la
Patagonia en armonía con la naturaleza, pero que hoy lucha por sobrevivir en
medio de amenazas cada vez más devastadoras. Kuntxemañ apunta a la importancia
de la escuela en ese proceso: “El Estado intenta ‘chilenizarnos’, comenzando
por la educación. La escuela chilena supone una intervención del mundo
pehuenche”.
Se rompen los ciclos de
vida que marcaban las creencias ancestrales del pueblo mapuche y se dificulta
que, antes de la pubertad, se inicien en los rituales que, para los mapuches,
suponen una conexión con la Madre Tierra. Kuntxemañ los describe como momentos
de desconexión que pueden durar 20 o 30 minutos; yo lo imagino como un estado de
trance, similar al de una meditación profunda.
Dice Kuntxemañ que
entre los 8 y los 16 años, llega el momento de la iniciación de un niño. Pero
si está en la escuela, difícilmente encontrará el entorno adecuado. Entonces
“el espíritu se desconecta de cuerpo y mente”, y entran en escena las
enfermedades físicas y mentales, la desesperación, el desequilibrio.
Esa es la razón, cree
Kuntxemañ, de que existan tantos problemas de alcoholismo y desintegración
familiar en las comunidades mapuches que han renunciado a sus modos de vida
ancestrales. “Los jóvenes que no han sanado buscan el alcohol como solución,
pero el alcohol hace mucho daño al espíritu”. El mapuche desconectado de su
espiritualidad es, dice Kuntxemañ, “un árbol sin raíz”.
El pueblo mapuche no se
siente chileno ni argentino. Son “Gente de la Tierra” que habitan la Walmapu y
hablan mapudungún. Pero el Estado, ese mismo que les discrimina por su tono de
piel o su lengua, les obliga a ‘chilenizarse’ o ‘argentinizarse’. Por eso ellos
hablan de un neocolonialismo que hoy, como en el siglo XIX, les impide ser
ellos mismos, e invisibiliza su historia y su cultura.
Chilenos y argentinos
desconocen, por ejemplo, que los mapuches sabían que la Tierra era redonda
mucho antes de que los europeos arribasen aquí. Los estados de Chile y
Argentina prefirieron concebirlos como unos salvajes a los que era legítimo
dominar.
Criminalizan las
resistencias
Cuando no basta con la
ideología, con la escuela, con la fuerza de las leyes y la burocracia, entra en
escena la violencia. En 2011, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos
(CIDH) requirió del Estado argentino medidas cautelares para proteger a los
mapuches –y también a la comunidad Qom, al norte del país– de las amenazas y
muertes que han sufrido como consecuencia del avance de los megaproyectos
extractivistas.
Más dura ha sido la
represión de los mapuches en Chile, al amparo de una arbitraria, confusa e
injusta utilización de la Ley Antiterrorista, según ha denunciado el relator de
Derechos Humanos de la ONU Ben Emmerson. A lo largo y ancho de Latinoamérica,
el saqueo del extractivismo provoca las resistencias de las comunidades, y la
respuesta del Estado, en la mayoría de los casos, es criminalizar esas luchas y
judicializar a los implicados.
Pese a todo, no parece
que las resistencias estén en retroceso, todo lo contrario. Tras una larga
noche de 500 años, las luchas indígenas resurgen frente a la voracidad de un
capitalismo se presenta sin máscaras. Sus sociedades, seguramente, distan mucho
de ser perfectas, pero contienen una sabiduría profunda.
¿Y si la naturaleza no
fuese algo externo al ser humano, algo de lo que debemos apropiarnos para
progresar? Las cosmovisiones indígenas invitan a replantearnos nuestros
conceptos de desarrollo, eficiencia y rentabilidad. ¿Es rentable quebrar la
montaña para extraer un oro que irá a parar a los depósitos de algún banco al
otro lado del mundo? ¿Es eficiente privatizar el agua?
En estos momentos de
transición, donde lo viejo ya no sirve pero lo nuevo no termina de nacer, es cada
vez más urgente hacernos esas preguntas. Kuntxemañ cree que el cambio es
posible: confía en las nuevas generaciones, tanto mapuche como winka. Tal vez
la enormidad del desafío contiene a su vez una utopía posible para América
Latina, y para el mundo.
Fuente: Canal 311 – 2 de
Julio de 2.014
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