Por > Alfredo Mires Ortiz
Una propuesta desde la
oralidad, la lectura y la escritura en territorio comunitario para restituir
los hermanamientos naturales y abandonar lo que nos enferma o enajena.
Hace unos meses, caminando
hacia la lejana comunidad de Yunchaco –cerca de donde el caudaloso Marañón se
abraza con otros ríos para formar el Amazonas–, nos detuvimos porque una larga
caravana de hormigas cargadas de hojas, palitos y granos, atravesaba la senda.
Maiquito, el niño campesino que nos guiaba, dijo, rotundo:
– Más tarde va a llover.
– Más tarde va a llover.
– ¿Cómo lo sabes? –le
pregunté.
– ¿No lo ves? Las hormigas
nos están avisando.
Miré a las hormigas y la
verdad es que no escuché nada; miré al cielo y no vi una sola nube.
Unas horas después, el
cielo se preñó de nubarrones y el aguacero se desató tal como las hormigas
habían dicho.
Cuando se lo conté a César
Burga, el comunero bibliotecario y padre de Maiquito, me preguntó:
– ¿Vos no sentiste además el calor que avisa la lluvia?
– ¿Te refieres al “sol de lluvia”? –le repregunté.
– No –me explicó, clemente–: es el calorcito que uno mismo siente sabiendo que va a llover.
– ¿Vos no sentiste además el calor que avisa la lluvia?
– ¿Te refieres al “sol de lluvia”? –le repregunté.
– No –me explicó, clemente–: es el calorcito que uno mismo siente sabiendo que va a llover.
Esa tarde escribí en
mi libreta de campo: “Estamos también perdiendo la capacidad de leernos a
nosotros mismos. Felizmente las hormigas no van a la escuela: para aprender hay
que acechar y asombrarse siempre. La tierra no escatima enseñares. No hay más
camino que esta juntura, generosa y fértil, de todos con todo, entre todos, por
todo. En este país, los que más recuerdan son los más olvidados”.
Muchas veces, cuando se
escuchan o se leen relatos como este, el intelecto emite casi mecánicamente
palabras como “indígenas”, “folklore”, “creencias”, “mentalidad pre lógica”,
“costumbres”, “arcaísmos”, “supersticiones”, etc. Todas esas palabras llevan
implícita una carga descalificadora, la impronta de la minusvalía. Las palabras
adoptan una pose guillotinesca, la autoridad grisácea de la academia, la
superioridad cerebral del instruido. No es que de por sí las palabras sean
cercenadoras, pero en determinado estrato han asumido el rango arbitrario del
estereotipo.
¿Por qué las sensaciones se
adscriben a lo primitivo y lo racional a lo civilizado? Es decir, ¿por qué la
razón goza de la autoridad que los afectos carecen?, ¿en qué momento la
percepción del entorno sucumbe frente a la descripción abstracta?, ¿cuándo es
que los parentescos territoriales se allanaron para dar paso a los mapas
conceptuales?, ¿cómo es que las comuniones pueden ser sustraídas por los
inventarios y las filiaciones claudican ante lo contractual?, ¿no será que
miramos las cuadraturas de la televisión y las computadoras, con tal
acatamiento, que terminamos volviéndonos sus espejos, que cada vez más nos
desnaturalizamos?
No pretendo contestar
ahora mis propias preguntas y quizá tampoco se trata de aspirar a encontrar la
punta de la madeja, pero en el afán de redecir, repintar, re-danzar o
re-escribir nuestra propia historia, seguramente nos urge columbrar los
entramados de este tejido que nos abriga y nos desnuda constantemente. Porque
los afectos y sus manifestaciones no tienen que seguir siendo sinónimos de
atraso ni las antiguas sapiencias emanaciones de ignorancia. Tenemos que dejar
de ver el llamado animismo como una graciosa concesión humanizante hacia la
pobre y des-valida naturaleza: si ella no fuese quien es, nosotros no seríamos
quienes somos.
El gran problema es que –en
los tiempos que van– también nos están arrancando las páginas de la comarca. No
sólo se están descuajando las páginas de este libro prodigioso que es la
tierra, sino que como autómatas pasamos a hablar el idioma de la ausencia, de
la mudez, de la premura, de la querella.
Y este des-vínculo no
es de índole metafísico: a mediados de octubre de este año, la FAO emitió un
informe en el que estima que para el 2030 podría haber entre 35 y 122 millones
más de personas sumidas en la pobreza por efectos de la destrucción ambiental.
Y a fines de octubre, el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF) lanzó la alarma
que la vida silvestre en el mundo se ha reducido en un 58% desde 1970. “Las
principales causas –señala este informe– son la actividad humana, como la
ocupación del hábitat de las especies, el comercio de animales silvestres, la
contaminación provocada por las actividades industriales y el cambio climático
que afecta a la Tierra”.
No son, pues, los
irracionales y salvajes incivilizados los que han llevado al mundo al borde del
colapso. Cuando el territorio deja de ser el equilibrio concordante de lo de
adentro con lo de afuera –la consonancia de sentimientos articulados y las
sensaciones armonizadas–, la destrucción de las voces y el saqueo sin límites
pueden ser irreversibles.
Lo que enferma o
enajena a un individuo y a una sociedad es la ruptura de estos sentidos
territoriales básicos y urge, entonces, desbloquear la obstrucción perceptiva
de los vínculos, restituyendo los hermanamientos naturales. Porque el
territorio no es un espejismo delirante. Y leer la letra no tiene que enmudecer
al mundo que nos habita y que nos circunda.
Quizá el problema no es que
la cosificación del mundo esté en el fundamento de los discursos hegemónicos,
sino el nivel de asimilación que las personas y las comunidades tengamos de
este concepto y sus consecuentes prácticas depredadoras.
De estos y otros temas
hablé en aquella conferencia, de la sabiduría comunitaria y las tradiciones
orales, acercando el recuerdo de su abuela campesina y narradora, que era
analfabeta, hablé también del “cruento desencuentro” de Cajamarca, cuando el
Inca Atahualpa arrojó al suelo el breviario ofrecido por el cura Valverde, que
le valió a Pizarro desatar la masacre, hablé de la barbarie occidental, del
padecimiento de los pueblos indígenas libres, de la importancia de la lectura,
donde entre otras cuestiones afirmé que “una cosa es aprender el mecanismo del
abecedario y otra la inspiración de su armadura. Un lector, lo que se llama
lector, es per se, más que antihegemónico: es no hegemónico. Es decir, escapa y
no legitima la cárcel imperial. Leer es la lima que asierra los barrotes de las
trampas oscurantistas y las celdas colonizadoras”.
Se recomienda la lectura
completa en el documento anexo, titulado “La tierra cuenta: oralidad, lectura y
escritura en territorio comunitario”, conferencia brindada recientemente en
Medellín, sobre lectura, escritura y oralidad, en el marco de un proceso de
reformulación del Plan de Lectura por parte de la Academia, Ciudadanía y la
Secretaría de Cultura Ciudadana de Colombia.
http://www.elorejiverde.com/attachments/article/2129/Alfredo%20Mires%20Ortiz-%20%20Conferencia%20Medell%C3%ADn%2011%202016.pdf
Escrito> Alfredo
Mires Ortiz, Bibliotecas Rurales de Cajamarca.
Fuentes:
El Orejiverde – 14 de
Diciembre de 2.016
Bibliotecas rurales de
Cajamarca
http://bibliotecasruralescajamarca.blogspot.com.ar/2016/12/medellin-plan-ciudadano-de-lectura.html
http://bibliotecasruralescajamarca.blogspot.com.ar/2016/12/medellin-plan-ciudadano-de-lectura.html
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