Escrito: Eliane Brum
Un niño de dos años fue
asesinado. Un hombre le acarició el rostro. Y le metió una cuchilla en el
cuello. El bebé era un indígena del pueblo kaingang. Su nombre era Vitor Pinto.
Su familia, como otras de la aldea donde vivía, había llegado a la ciudad para
vender artesanía poco antes de la Navidad. Se quedarían hasta el Carnaval. Se
guarecían en la estación de autobuses de Imbituba, en el litoral de Santa
Catarina. Era allí donde su madre lo alimentaba cuando un hombre le perforó la
garganta. Era el mediodía del 30 de diciembre. El año 2015 estaba muy cerca del
final.
Y Brasil no paró para
llorar la muerte de un niño de dos años. Las campanas no doblaron por Vitor.
La prensa nacional ni
siquiera puso de relieve su muerte. Si fuera mi hijo, o el de cualquier mujer
blanca de clase media, el asesinado en esas circunstancias, habría titulares,
habría especialistas que analizarían la violencia, habría llanto y habría
solidaridad. Y tal vez hubiera hasta velas y flores en el suelo de la estación
de autobuses, como en el caso de las víctimas del terrorismo en París. Pero
Vitor era un indígena. Un bebé, pero indígena. Pequeño, pero indígena. Víctima,
pero indígena. Asesinado, pero indígena. Perforado, pero indígena. Ese “pero”
es el asesino oculto. Ese “pero” es un serial killer.
La fotografía que
ilustró las pocas noticias sobre la muerte del pequeño indígena muestra el
suelo de grava y cemento de la estación de autobuses. Un par de chanclas
havaianas azules, con motivos infantiles. Un botellín de plástico, una
estrellita de juguete, de aquellas de hacer moldes en la arena, una tapa de
plástico de lo que parece ser un cubo de playa, un pequeño embalaje en formato
de tubo, un paño florido amontonado junto a la pared, tal vez una sábana. Se
presenta como “el lugar del crimen” o como “las pertenencias del niño”.
Esa foto es un
documento histórico. Tanto por lo que en ella está como por lo que en ella no
está. En ella permanecen lo descartable, los objetos de plástico, las chanclas
que quedaron. En ella no está aquel al que borraron de la vida. La ausencia es
el elemento principal del retrato.
Los indígenas solo
pueden existir en Brasil como grabado. Apreciados como ilustración de un pasado
superado, los primeros habitantes de esta tierra, con su desnudez y sus tocados
de plumas, una cosa bonita para colgar en algunas paredes o estampar aquellos
libros que adornan mesas de salas. Los indígenas tienen lugar si están
disecados, aunque en cuadros. En el presente, su persistencia en existir se
considera inconveniente, de mal gusto. En el Congreso se están tramitando varios
proyectos para quedarse con sus tierras en nombre de la exploración y el
“progreso”. Hay muchos territorios indígenas debidamente reconocidos que el
gobierno de Dilma Rousseff (PT) no homologa porque quiere construir en ellos
grandes obras o porque teme herir los intereses de la agroindustria. Hay una
Fundación Nacional del Indio (FUNAI) que se está desmantelando progresivamente,
tan frágil que a menudo se revela también indecente. En el pasado, los
indígenas son. En el presente, no pueden ser.
Como dice el
antropólogo Eduardo Viveiros de Castro, los indígenas son especialistas en fin
de mundo, ya que su mundo se acabó en 1500. Sin embargo, tuvieron la
desfachatez de sobrevivir al apocalipsis promovido por los dioses europeos.
Aunque se haya exterminado a cientos de miles, han sobrevivido a la extinción
total. Y porque sobrevivieron se continúa asesinándolos. Cuando no se consigue
matarlos, la estrategia consiste en convertirlos en pobres en los suburbios de
las ciudades. Cuando se convierten en pobres urbanos, se les llama “indígenas
falsos”. O “paraguayos”, en un prejuicio más contra el país vecino. En el
pasado, los indígenas son alegoría. “Mira, hijo mío, cómo eran valientes los
primeros habitantes de esta tierra”. En el presente, son “obstáculos al desarrollo”.
“Mira, hijo mío, cómo son feos, sucios y perezosos esos indígenas falsos”. Los
indígenas necesitan ser falsos porque sus tierras son verdaderas –y ricas–.
La muerte de los pequeños indígenas no cambia ninguna política, las fotos
de su ausencia no conmueven a millones.
Si Vitor era un
obstáculo, se eliminó ese obstáculo. Por eso la foto es un documento histórico.
Si hubiera alguna honestidad, esa imagen es la que debería estar en las
paredes.
Parece que no basta que
Vitor, un bebé de dos años, pasase semanas en el suelo de una estación de
autobuses, porque la violencia contra su pueblo fue tanta y durante tantos
siglos, y aún hoy continúa, que sus padres, Sonia y Arcelino, necesitan dejar
la aldea para vender artesanía. A precios bajos, porque devaluados están los
artesanos. Es importante notar el nivel de desamparo que lleva a alguien a
considerar una estación de autobuses un lugar seguro y acogedor. Los terminales
son lugares de paso, y la familia de Vitor, así como la de otros indígenas, se
abriga allí porque circula gente. Una estación de autobuses es tierra de nadie.
Por eso en ella suelen caber los mendigos, los niños de la calle, los
borrachos, las putas, los parias. Y los indígenas. O cabían. Ahora tal vez ya
no quepan.
Las estaciones de
autobuses son espacios de circulación de extraños, y, por ser “los otros”, los
extranjeros nativos, los indígenas creen que en este lugar tienen la
oportunidad de escapar de la expulsión. Pero en seguida son expulsados. Una
parte de la población de los municipios en que los indígenas aparecen con su
artesanía cree que la estación de autobuses es demasiado buena para los
indígenas. “La estación de autobuses es un símbolo de la ciudad, en un período
en el que tanta gente está viajando, llegando. ¿Qué imagen van a llevarse de la
ciudad?”, preguntó un comerciante de São Miguel do Oeste, también en Santa
Catarina, para justificar la expulsión de los indígenas del lugar antes de la
Navidad.
Vitor ya no estropea el
paisaje de nadie. De él no hay ni siquiera un rostro. La foto de su ausencia no
conmoverá a millones en todo el mundo, como con el niño sirio traído por las
olas del mar. La muerte de los pequeños indios no cambia ninguna política.
Antes me acusen de
precipitación, exageración o injusticia, hay que decirlo: los “ciudadanos de
bien” no quieren que se les perfore el cuello a los niños indígenas. De modo
alguno. Solo que estén fuera de vista. En otro lugar, donde no contaminen,
ensucien o afeen. Pero tampoco en sus tierras, si estas son ricas en minerales,
fértiles para la soja o buenas para el pastoreo de ganado. Eso ya es un abuso.
Apenas que desaparezcan. Pero matar, no, matar ya es maldad.
2015 fue el año en que
Brasil fue bicampeón con este discurso. El diputado estatal Fernando Furtado,
del Partido Comunista de Brasil (PCdoB), fue reconocido como “Racista del Año”
por la organización Survival International, por su declaración antológica, al
manifestar en una audiencia pública: “Allá, en Brasilia, Arnaldo vio a los
indígenas todos con camisetitas, todos arregladitos, con flechitas, todos una
pandilla de mariconcitos, que había unos tres que eran maricones, estoy seguro,
maricones. No sabía que había indígenas maricones, lo fui a saber aquel día en
Brasilia... Todos maricones. Así que, de esa forma, ¿cómo es que los indígenas
ya consiguen ser maricones y no consiguen trabajar y producir? ¡Negativo!”.
Para una parte de los habitantes de las ciudades de la región sur, los
indígenas “ensucian” el paisaje.
El diputado se refería
a los awa-guajás, considerados uno de los pueblos más vulnerables del planeta.
La conquista de Fernando Furtado, sin embargo, no es inédita. Otro
parlamentario, Luis Carlos Heinze, en este caso diputado federal por el Partido
Progresista (PP) de Rio Grande do Sul, ya había subido al podio en 2014, con la
siguiente declaración: “El gobierno... está compinchado con los quilombolas,
los indígenas, los gais y las lesbianas, todo lo que no vale nada”. Todo indica
que Brasil es casi imbatible para convertirse en tricampeón. Se habla tanto de
un país polarizado, pero el premio prueba que los indígenas son un raro punto
de unanimidad entre cierta derecha y cierta izquierda de esta gran nación.
Manifestación de Hermanos Originarios en las calles de Chapecó, lugar de origen del niño Vitor, muerto en Imbituba (Foto: Isabel Malheiros/RBS TV) |
Vitor, el bebé
asesinado, vivía en la aldea de Condá, en el municipio de Chapecó, en el oeste
de Santa Catarina. Los crímenes cometidos por el Estado contra el pueblo
kaingang, de la región sur de Brasil, están registrados en el Informe
Figueiredo, un documento histórico que se creía perdido y que se descubrió a
finales de 2012. El informe, de 1968, documentó el tratamiento dado a los
pueblos indígenas por el antiguo Servicio de Protección a los Indígenas (SPI).
En total, el fiscal Jáder Figueiredo Correia dedicó 7.000 páginas a contar lo
que su equipo vio y oyó. Cualquier persona que quiera entender por qué Vitor se
guarecía en el suelo de la estación de autobuses de Imbituba, en vez de pasar
los meses de verano seguro, saludable y feliz en su aldea, tiene una rica
fuente de información en el documento disponible en Internet. Va a descubrir,
entre otras atrocidades, cómo los antepasados de Vitor llegaron a ser
torturados y a vivir en condiciones análogas a la esclavitud, para que sus
tierras fuesen deforestadas y explotadas por los no indígenas en pleno siglo
20. Es posible que algunos de esos “emprendedores” sean abuelos de aquellos que
hoy creen que indígenas como Vitor ensucian el paisaje de sus ciudades.
Después del asesinato
del bebé, la policía militar arrestó al sospechoso de siempre. Un muchacho
pobre, en libertad provisional, con “una pequeña cantidad de marihuana y
cocaína en la mochila”. Como no había ninguna prueba en su contra, fue puesto
en libertad. Poco después arrestó a otro joven, que ahora se considera el
principal sospechoso. La policía buscaba a alguien bastante genérico: con una
mochila y una gorra y un tipo físico similar al que aparece en un vídeo grabado
por una cámara de seguridad. La sospecha de los policías militares es que el
asesino se sentiría “incómodo con la presencia de los indígenas en el lugar”.
La policía civil mencionó como posibles motivos el “prejuicio”, una
“enajenación mental” y “problemas psicológicos”.
En un comunicado, el CIMI afirmó: “El Consejo Indigenista Misionero está preocupado por el clima de intolerancia que se está propagando, en la región sur del país, contra los pueblos indígenas. Un racismo —a veces velado, a veces explícito— que se difunde a través de los medios de comunicación masivos y las redes sociales”.
En un comunicado, el CIMI afirmó: “El Consejo Indigenista Misionero está preocupado por el clima de intolerancia que se está propagando, en la región sur del país, contra los pueblos indígenas. Un racismo —a veces velado, a veces explícito— que se difunde a través de los medios de comunicación masivos y las redes sociales”.
Quien de hecho asesinó
a Vitor tal vez sea investigado, juzgado, condenado y castigado, lo que ya es
una rareza en las muertes de indígenas en Brasil, marcadas por la impunidad.
Pero hay que hacer preguntas más complicadas. ¿Quién armó a esa mano? ¿Qué
encrucijada histórica permitió que Vitor fuese el bebé elegido por el asesino,
independientemente de su cordura o locura, y no mi hijo o el suyo? ¿Dónde
estamos nosotros en esta foto en la que estamos sin estar?
Se ha dicho que 2015,
un año de crisis en Brasil y de horror en todas partes, es el año que no ha
terminado. 2016 sería apenas un bucle.
Tiene sentido. En la víspera de esta Navidad, Antônio Isídio Pereira da Silva, líder rural y ecologista en Maranhão, fue encontrado muerto. Era un asesinato anunciado más. Hace un año que se archivó la solicitud de inclusión del agricultor en el programa federal de protección a los defensores de los derechos humanos. Él se estaba preparando para denunciar una tala ilegal en una región con graves conflictos de tierras cuando lo asesinaron. También en Navidad, cinco jóvenes denunciaron a policías militares de Río de Janeiro por tortura y robo. Según su relato, volvían en tres motos de una fiesta cuando los arrestaron policías militares de la Unidad de Policía Pacificadora de Coroa, Fallet y Fogueteiro. Además de torturas con un cuchillo caliente, mecheros y puñetazos, habrían obligado a uno de ellos a hacerle sexo oral a su amigo. En São Paulo tardó tan solo dos días en producirse la primera masacre de 2016, con cuatro muertos, en las afueras de Guarulhos. Se sospecha de venganza por la muerte de un policía militar días antes en la región.
Tiene sentido. En la víspera de esta Navidad, Antônio Isídio Pereira da Silva, líder rural y ecologista en Maranhão, fue encontrado muerto. Era un asesinato anunciado más. Hace un año que se archivó la solicitud de inclusión del agricultor en el programa federal de protección a los defensores de los derechos humanos. Él se estaba preparando para denunciar una tala ilegal en una región con graves conflictos de tierras cuando lo asesinaron. También en Navidad, cinco jóvenes denunciaron a policías militares de Río de Janeiro por tortura y robo. Según su relato, volvían en tres motos de una fiesta cuando los arrestaron policías militares de la Unidad de Policía Pacificadora de Coroa, Fallet y Fogueteiro. Además de torturas con un cuchillo caliente, mecheros y puñetazos, habrían obligado a uno de ellos a hacerle sexo oral a su amigo. En São Paulo tardó tan solo dos días en producirse la primera masacre de 2016, con cuatro muertos, en las afueras de Guarulhos. Se sospecha de venganza por la muerte de un policía militar días antes en la región.
Empezamos como
acabamos. Nada, por tanto, ni ha comenzado ni ha terminado. Quienes continúan
muriendo de asesinato en Brasil, en su mayoría, son los negros, los pobres y
los indígenas. El genocidio continúa ante la indiferencia, cuando no el
aplauso, de la sociedad brasileña. Empezamos 2016 como acabamos 2015. Obscenos.
Los fuegos del Año Nuevo ya fracasaran en el artificio. Estamos desnudos. Y
nuestra imagen es horrible. Ella ensucia de sangre el cuerpecillo de Vitor, por
el que tan pocos han llorado.
Dicen que 2015 es el
año que no termina. O que 2015 es el que no llega a su fin.
Para los indígenas es
mucho más brutal: el año 1500 aún no ha terminado.
Eliane Brum es
escritora, periodista y documentalista. Autora de los libros de no ficción Coluna
Prestes - o avesso da lenda, A vida que ninguém vê, O olho da rua, A menina
quebrada, Meus desacontecimentos, y de la novela Uma duas.
Fuentes:
El País (España) – 6 de
Enero de 2.016
Santa Catarina RBSTV
Sitio web: desacontecimentos.com
Traducción de Óscar Curros
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