Escrito por Daniel
Ulanovsky Sack
¿Somos lo que fue nuestra
sangre, la memoria ancestral? Tendemos a olvidar esos pasados distantes como si
ya no se vincularan con nosotros y, sin embargo, hay muertos que permanecen
vivos, que interpelan la identidad.
En la Argentina, nación
aluvional y a la vez mestiza, estamos descubriendo el tema. De a poco. Los
jóvenes que llegaron hace un siglo desde una Europa hambrienta y con
discriminación racial decidieron -muchos de ellos- clausurar los recuerdos. El
país asimiló, y aún asimila, a quien quiera echar raíces. Con algunos
inconvenientes, cierto, pero pocos si nos comparamos con regiones tan celosas
del otro. La Argentina –frase reiterada, pero cierta– fue generosa.
Aunque parte de esa
generación decidió no mirar atrás, el pasado no se esfuma. Nos quedan
dudas de cómo habrá sido aquel pueblo europeo, qué comían antes de abordar el
barco, cómo eran sus casas. A mí me pasa. Mis abuelos o bisabuelos llegaron
desde Ucrania, pero nunca hablaron de ese pasado. Escapaban de los progroms, de
la discriminación. Lo suyo fue un adiós, no un hasta luego. Y yo a veces dudo
si no tendría que ir a recorrer esas ciudades sólo para desentrañar la
geografía que ellos veían, para observar la cara de sus vecinos y darme cuenta
si me parezco a ellos.
Los ancestros también son
tema para los argentinos que descienden de los pueblos originarios. Ellos no
tuvieron largas travesías pero sí derroteros internos. La Argentina
contemporánea despreció el aporte indígena y los rostros amerindios
pasaron a asociarse con un no sé qué de pobreza, de falta de progreso. Por algo
la referencia de “rubio y de ojos celestes”, como si ese fuera el prototipo de
éxito. ¿Cómo cambiarlo? Rescatar el orgullo de todos los pasados es un desafío
olvidado. Quizás a los descendientes de unos y de otros nos toque mirar hacia
atrás, conocernos mejor y rearmar el rompecabezas que somos.
Fuente
Diario Clarin – 7 de Enero
de 2.018
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