El bosque es patrimonio natural cuyo
aprovechamiento prudente sustenta a muchas comunidades. El bosque es también
patrimonio cultural que enriquece el imaginario de los pueblos. El bosque
físico tiene valor económico, el bosque metafísico tiene valor simbólico.
Hasta el siglo I casi todo lo que no
eran mares eran bosques y selvas: insondables océanos de verdor y de temor.
Pero al avance de la civilización retrocede la vertiginosa foresta. Conforme
progresan las siembras, los potreros y su olimpo agro-pastoril, reculan los
espíritus arbóreos y los dioses agrestes de garra o pezuña hendida.
Ánimo sosegado y bucólico en pastizales y campos labrantíos, talante arisco y
ominoso en la espesura y las montañas; naturaleza domesticada aquí, naturaleza
indómita allá.
Con la imposición del cristianismo
los mayas de Yucatán olvidaron la compleja cosmogonía que antes
ritualizaban sus sacerdotes. No olvidaron, en cambio, a las deidades sencillas,
a los espíritus de la naturaleza. Los chaces, dioses de la
lluvia y la fertilidad, son aún invocados por los agricultores, y los
pequeños aluxes siguen correteando por el maizal. Pero hay seres
sobrenaturales menos amistosos que no habitan en los sembradíos sino en la selva:
los balames, o tigres, espíritus fumadores y amenazantes a los que hay que
contentar y sobre todo las peligrosas ixtabai. En su origen diosa de los
suicidas y de los ahorcados, con el tiempo Ixtabai se desdobló en múltiples ixtabais:
sirenas malignas que de día son ceibas y de noche jóvenes seductoras que atraen
a los hombres a la espesura y la perdición. Yaxché, la ceiba, el árbol sagrado
de los mayas, sintetiza la dualidad de la naturaleza: en campo abierto
ofrece sombra y descanso, en la selva es amenaza mortal.
En Occidente el bosque como
origen de los mitos más profundos encarna en Artemisa- Diana y en Dionisios-
Baco, dioses de remotos orígenes que a la razón, la medida y el equilibrio
apolíneos oponen la irracionalidad, el instinto, el sueño, la locura y el
exceso cuyo escenario es la espesura del bosque donde bacantes, ninfas y
sátiros-silenios celebran orgiásticos ritos nocturnos.
Los árboles tienen alma o cuando
menos son habitáculo de espíritus y por tanto merecen respeto. Talar un árbol e
incluso cortar una rama son actos prohibidos o que requieren permiso de los dioses.
En el norte del Continente americano los hidatsa reverenciaban a los álamos,
los árboles más corpulentos del alto Missouri, cuya sombra era su alma y podía
ser nefasta o propicia. Sus vecinos los iroqueses tenían una idea semejante,
mientras que en África occidental se rendía culto a la altísima ceiba. En estas
culturas al “hermano árbol” sólo se le cortaba con permiso y pidiendo perdón.
La civilización replegó
progresivamente a la foresta. La modernidad la arrasó. Primero en Europa y más
tarde en las colonias, las hachas y las sierras barrieron con los bosques. En
nuestro Continente las civilizaciones antiguas demográficamente más densas que
poblaban Mesoamérica eran conscientes del efecto destructivo de la
deforestación. Dice la leyenda que Netzahualcóyotl reprendió a un joven a
quien, en una de sus correrías nocturnas, sorprendió haciendo leña. Pero
durante la Colonia el cuidado dio paso a la incontinencia. Se talaban árboles
para hacer leña o carbón y para obtener madera destinada a los astilleros o a
la construcción de vivienda; la minería acababa con los bosques cuya madera
necesitaba para apuntalar los socavones y sobre todo como combustible para los
beneficios metalúrgicos; España, Inglaterra y Holanda compitieron para
erradicar el palo de tinte de las selvas de Belice y Campeche. Finalmente los
propios indios desplazados de las tierras fértiles tuvieron que remontarse y
clarear el bosque para hacer milpa.
El bosquicidio es un crimen colonial
y en algunos casos la compulsión predadora que impulsa la dominación se
entrevera con el culto silvícola de los originarios. Cuenta Fracer, el de La
rama dorada, que cuando un mandele de Sumatra tenía que cortar un árbol estorboso
o abrir un claro para sembrar, primero leía ante las futuras víctimas de su hacha
un falso comunicado del gobierno holandés, donde se le ordenaba tumbar el monte
so pena de ser castigado. “Ya lo habéis oído, espíritus, debo talar o seré
ahorcado”, decía, teatralizando con astucia y cierto humor el drama ecológico
colonial.
Hay quienes viven en la selva y
son parte de la selva, pero otros muchos vivimos en las orillas o en los
claros. El bosque es nuestro vecino y nuestro proveedor, pero también
un misterio, una tentación, una amenaza. En su abigarrada diversidad el bosque
es uno: organismo multiforme pero integral donde todo se conecta con todo, gran
bestia verde que respira, murmura y se mece al unísono pero que no se deja
domesticar y a la que nunca acabamos de comprender. Por eso el bosque da miedo.
Sobre todo a quienes vivimos en descampado, a cielo abierto, nos impone la ininteligible
maraña vegetal, la espesura para nosotros sin sentido. Y nos tranquilizamos
cuando después de marchar a bosque traviesa encontramos una huella, una vereda,
un camino que da significado humano a la maleza: Por aquí pasó alguien que iba
a algún lado, que tenía un propósito. No estamos solos.
Los ritos arbóreos perduran aun en
la proverbial “selva de asfalto”. Yo, por ejemplo, esparzo todas las mañanas
el pocillo del café del día anterior al pie de los seis árboles que me esperan
puntuales en el jardín, procurando que a todos les toque, no sea que alguno se
vaya a enojar.
Otras veces la vitalidad de las
viejas costumbres va más allá de rutinas domésticas chilangas. Hace un par de
años un doctor en sociología por la Universidad de Zacatecas, que no por el
título deja de ser campesino y al que su padre mandó a estudiar cuando en los
80’s vio que los universitarios estaban con las comunidades en la lucha por la tierra,
me decía que si un árbol de la huerta familiar no da frutos la abuela
le pega con un palo y al año siguiente fructifica. “¿Habrá verdad en esa
práctica?” se preguntaba y me preguntaba. “La hay”, concluimos después de un
breve debate en que descartamos las consideraciones positivistas. Hay razón en
tanto que la costumbre de la abuela forma parte de una cosmovisión campesina
que respeta a la naturaleza por considerarla animada. Respeto que es muy
pertinente aun si algunas prácticas específicas, como castigar al árbol rejego,
pudieran no tener sustento científico. Sólo nos faltó preguntarle al árbol.
Fuentes:
Ecoportal.net
La Jornada
http://www.jornada.unam.mx
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