La luna llena plateaba la noche repleta de calma. Sentada a
la orilla de un perezoso riachuelo, una pareja de enamorados conversaba
quedamente. Ella frágil, esbelta y dulce, hija del cacique. El ágil, alto y
fuerte, renombrado cazador y temido guerrero. La luna, testigo de su cariño,
conocía de sus planes, de su constancia, zozobras y amoríos. Miraban
plácidamente la inmensidad del cielo, con las manos entrelazadas, prometiéndose
amor eterno, escuchando el bullicio silencioso de la plácida noche. Súbitamente,
el silencio se interrumpió al crujir dolorosamente una rama seca que se
quebraba. El guerrero de un salto se puso en pie con el filoso puñal
desenfundado pero... el inquietante ruido no se repitió más, la armoniosa calma
continuó. Una suave brisa transportaba el perfume de las fragantes flores
silvestres.
La aldea,
con sus pequeñas y numerosas chozas, con su imponente palenque y su majestuoso
templo al Dios Sol, permanecía despierta. En las chozas, grupos familiares
conversaban y reían al calor de los chispeantes fogones. En el templo, solemne
silencio llenaba todos los rincones, la estatua de piedra erigida al Sol
reflejaba, inconstantemente, las rojizas llamas de la tea permanente encendida
en su honor.
En el
palenque, los principales de la tribu oían, entre olores a carne asada y chicha
de maíz, leyendas de los héroes del lugar, contadas cadenciosamente por un
anguloso servidor del templo del Sol, quien, con mano hábil, golpeaba un tosco
tambor que resonaba con furia cuando el relato se refería a momentos de peligro
o heroísmo. El viejo cacique, sentado en sitio preferente, escuchaba con
atención. Su rostro, cruzado por profundos surcos de experiencia, brillaba como
si fuera de bronce, iluminado por las amarillentas llamas del fogón expresando
intensa serenidad.
Como un
felino entra en su cueva cuando no lo amenaza peligro alguno, así entró,
arrogante y silencioso, el gran sacerdote al palenque. Paso a paso atravesó el
lugar hasta acercarse al patriarcal jefe. Susurrante empezó su relato. Ninguno
de los presentes oyó ni una palabra con claridad. El rostro del anciano, que
reflejaba serenidad completa segundos antes, empezó a cambiar sucesiva y
rápidamente de expresión.
Las
llamas, primitivos reflectores, iluminaban la transfiguración: disgusto...
apatía... leve interés... profunda atención... sorpresa... tristeza... enojo...
cólera... furia.
El
cacique lentamente se incorporó. El narrador automáticamente cortó su relato.
El gran sacerdote, de ojos negros pequeñísimos y refulgentes, se apartó de su
lado y el anciano, con paso lento pero firme, se dirigió hacia el templo.
Ante el
monumento al Sol, rasgando sus vestiduras clamó: Sol todopoderoso, oh Dios
inmenso! Con profundo dolor vengo hoy, triste día, a pedirte clemencia para
nosotros y castigo ejemplar para quien no supo obedecer tus inflexibles
mandatos. Mi hija, mi propia hija, insensatamente ha querido por mucho tiempo a
un guerrero de la tribu de cazadores, enemigo de nuestra raza y nuestra
religión. Por su sacrilego pecado, oh dios, te pido castigar su falta y
maldecir al miserable infiel. Quejumbroso, al cacique continuó suplicando,
primero con voz sonora y fuerte, luego con gritos poderosos, ensordecedores. La
calma de la aldea fue desalojada por los retumbantes gritos del viejo que
pedía, al Sol Dios, ejemplar castigo que fuese lección eterna para los
pecadores irreflexivos y desenfrenados.
Vista Panoràmica del Volcan Irazù |
El
Dios... le oyó. Con mano omnipotente tomó a la dulce y enamorada muchacha y con
furia le incrustó en el azul del cielo, en el azul intenso, en el azul
profundo, convirtiéndose en suave, blanca y vaporosa nube que engalanó por
primera vez el cielo de Costa Rica.
El Dios
vengativo no tocó al bravo guerrero, viril y valiente. Murió de soledad jurando
luchar eternamente por alcanzar a su amada.
Como era
tradicional, el intrépido guerrero fue enterrado en la llanura con los ritos y
ceremonias dignos de sus méritos y rangos.
Sus
amigos abandonaron pronto el lugar dejando en la tumba el cuerpo yerto,
guardián del juramento eterno. Esa misma noche la tumba quebró la monotonía de
la llanura, empezando a crecer. Con esfuerzo titánico creció convirtiéndose en
túmulo, lentamente de túmulo en duna, despaciosamente de duna en loma, de loma
en montaña, de montaña en el imponente Irazú. Irazú, centinela gallardo de
aquella llanura. El juramento estaba cumplido...
En las
mañanas frías, la nube blanca, vaporosa y femenina, cariñosamente envuelve al
gigantesco Irazú, guerrero viril, disfrutando eternamente de su amor, el cual
ni el omnipotente Dios del viejo cacique logró romper.
FUENTE:
Castro, G. (1957)
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