Cristina en un centro de evacuados rodeada de familias damnificadas - Fotografia Marcelo Carroll |
Permitió a las
autoridades entenderse con los afectados que no hablan español. Ahora colabora
en los centros de refugiados.
En Argentina existen miles
de argentinos que no hablan el castellano. Que no saben lo que es un baño, que
nunca probaron un yogur. Que cada día comen pescado, que jamás vieron a un
médico ni entraron a una escuela. Las inundaciones por la crecida del río
Pilcomayo provocaron que muchos tuvieran que evacuarse en distintas ciudades y
pueblos cercanos. Uno de esos sitios es Aguaray, que prestó sus colegios para
que sean usados como centros de evacuados. Es allí donde ahora conviven
“criollos” con comunidades afectadas de pueblos originarios. En ese
contexto, la convivencia mientras esperan volver a casa se hace cada vez
más complicada.
¿Cómo se le dice a una
persona que nunca vio un inodoro en su vida, que para limpiarlo debe tirar de
la cadena para que corra el agua? Esa pregunta se hizo Mary Organivia, cuando
más de 200 personas de la comunidad Wichi empezaron a llegar a la escuela Gauchos
de Güemes, que ella dirige. Con señas, con palabras pausadas, con gestos.
Cualquier cosa es válida para poder hacerles entender cómo funcionan las cosas
dentro de una cultura que para muchos damnificados es difícil comprender.
“Yo les explicaba a unas
mujeres que debían barrer las aulas y mantener el lugar lo más limpio posible,
pero me miraban y no hacían nada. No sabía de qué manera decirles. Fue
entonces cuando apareció Cristina y en su dialecto les dijo lo que debían hacer.
Allí todas se pusieron a trabajar y nos dimos cuenta que a ella sí la
entendían”, dice Rosa Ferrari, vicedirectora del colegio.
Cristina tiene 38 años y
nació en Pozo de la Yegua, un lugar que quedó devastado por el Pilcomayo, tan
lleno de barro y lodo que sus habitantes no pueden volver a casa. Ella, cuenta
a Clarín, trabajó como niñera en una casa de Tartagal durante
muchos años, donde le enseñaron las costumbres de los que ella llama
“criollos”. “Yo no sabía saludar, caminaba con la cabeza gacha y no entendía
que después de comer había que lavar los platos. Nosotros vivimos de otra
manera”, dice.
Cristina, en un centro de evacuados rodeado de familias a las que ayuda a comunicarse |
Cristina, en en un centro
de evacuados, rodeada de familias damnificadas a las que ayuda a comunicarse.
Fue ella quien en todo este
tiempo se volvió una especie de traductora que ayuda a mantener la
convivencia en paz. En los centros de evacuados hay Wichis, Chorotes y Chané,
que hablan en sus propios dialectos que se mezclan con el guaraní: “Las
maestras me dicen que es la hora de comer y yo les aviso. O cuando las mujeres
me dicen que tienen hambre, les digo a las maestras”, relata sentada en el
patio del colegio que ahora es un enorme comedor popular donde los pupitres son
las mesas para almorzar o cenar.
“Para que te des una idea,
las cadenas de los tanques de agua del inodoro las sacaron para usarlas como
collar o pulseras”, dice Rosa, sorprendida, con una risa que se le dispara como
acto reflejo de algo que en realidad le cuesta creer. Es que las diferencias
culturales son abismales, por más que los separen sólo 100 kilómetros. Por
ejemplo, en los centros de evacuados hay niñas embarazadas de 12, 13 y 14
años: “Para ellos es cultural. Cuando la mujer tiene su primer ciclo menstrual
ya puede formar una familia. Es algo ancestral que no van a modificar”, intenta
explicar Rosa.
A su lado Cristina, que
tiene cuatro hijos y dos nietos, asiente y luego se le llenan los ojos de
lágrimas cuando cuenta que hace poco había comprado una heladera por
primera vez en su vida y que el agua ahora se la llevó. Llora en un rincón,
pero se seca rápido los ojos. Dice que si el resto de las mujeres la ve mal,
también se van a angustiar. Por eso se levanta y va. Son las 12 del mediodía y
les avisa que es la hora de comer.
Fuente Diario Clarin
(Buenos Aires)
Aguaray, Salta. Enviado
especial – 7 de Febrero de 2.018
Aula de la Escuela Guemes de Aguaray, convertida en un hogar para familias que lo han perdido todo - Fotografia Marcelo Carroll |
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