Este mundo in-civilizado, nos lleva de las narices todo el tiempo, nos cubre
con ropas, remedos de incipientes armaduras, nos perfuma, quitándonos el rastro
de la piel, nos empuja a la calle donde centenares de ruidos desparejos
quiebran el canto de los grillos, las luciérnagas, las palomas, el ladrido de
los perros. Comenzamos a girar incesantemente en una calesita donde estamos
todos impelidos asubir. Pero yo, yo me quiero bajar.
Hoy en una sesión de masaje, sentí el contacto de las manos y me pregunté acerca del sentir, me pregunté sobre el contacto, sobre la presencia en el contacto, sobre la atención en el contacto. Y vi infinidad de imágenes desfilar ante mí: el beso apurado, los labios apenas descansando en la mejilla, el maletín, los bolsos, las camperas, el taconeo de los pasos, la rapidez, la alienación, la falta de mirada –no sólo la mirada de los ojos: la mirada de la piel, de la lengua, del olfato- y percibí una imperiosa necesidad de conectarme con mi propio interior. Y desde allí poder conectar con todo lo que me rodea.
Hago el ejercicio de aquietar mi mente, la de fuego, que parlotea como loro y salta como mono de rama en rama. Me centro en la otra, la de agua, y con ella me dejo fluir. Enciendo un fósforo, escucho el chasquido en la madera de la caja, el chisporroteo que estalla y se transforma en pequeña llama, roja, azul, amarilla, me entibia su calor, la acerco a un sahumerio y el perfume se esparce en la habitación iluminada por el sol del mediodía que entra por la ventana. Gestos que no registramos, que ensayamos de manera automática, desluciéndolos, ajándolos, quitándoles la magia de lo inesperado, de lo acontecido por primera vez.
Me siento frente a mi computadora y dejo que las palabras traduzcan, que se hagan blanditas para poder expresar las sensaciones. Las aspas del ventilador de techo giran con lentitud, arrastran una brisa chiquita, fresca, que va redondeándose, internándose en mi pecho, mis brazos, mi vientre, mi nariz, llegando a mis pulmones para luego volver a dejarme vacía.
Oigo una puerta que se cierra, los autos que circulan por la calle, alguna voz saludando a lo lejos, las cotorras gritando en los árboles, mi propia respiración, el teclear de mis dedos en la máquina. Percibo la tela de la manta sobre la que estoy sentada, rugosa, áspera, cálida, estiro los dedos de los pies y se enervan mis piernas, mis glúteos, alzo los brazos, hundo el ombligo, respiro lento, pausado, inhalando la energía circundante y voy exhalando suavemente dejando caer mis manos. Y creo, me parece, no sé, sospecho que lo que registro se asemeja bastante a la felicidad.
No busco grandes cosas en la vida, no quiero la gloria de puestos detrás de enormes escritorios, ni la batalla del poder, ni las marquesinas, ni los autos caros, ni las casas de fines de semana.
Quiero abrirme como semilla que germina, quiero ojos que vean más allá de lo visible, la desnudez de la lluvia, la piel porosa, los sentidos atentos, ser una con el universo y verme en cada rostro que miro. Y tener el corazón tan grande que quepa dentro de él toda la inmensidad.
Ser como el aire, estar abierta como el espacio infinito.
Mantener la presencia en cada instante de diáfana quietud o de asombrado movimiento.
Sé que dentro de mí, algo sonríe.
Kiki Cacho
Hoy en una sesión de masaje, sentí el contacto de las manos y me pregunté acerca del sentir, me pregunté sobre el contacto, sobre la presencia en el contacto, sobre la atención en el contacto. Y vi infinidad de imágenes desfilar ante mí: el beso apurado, los labios apenas descansando en la mejilla, el maletín, los bolsos, las camperas, el taconeo de los pasos, la rapidez, la alienación, la falta de mirada –no sólo la mirada de los ojos: la mirada de la piel, de la lengua, del olfato- y percibí una imperiosa necesidad de conectarme con mi propio interior. Y desde allí poder conectar con todo lo que me rodea.
Hago el ejercicio de aquietar mi mente, la de fuego, que parlotea como loro y salta como mono de rama en rama. Me centro en la otra, la de agua, y con ella me dejo fluir. Enciendo un fósforo, escucho el chasquido en la madera de la caja, el chisporroteo que estalla y se transforma en pequeña llama, roja, azul, amarilla, me entibia su calor, la acerco a un sahumerio y el perfume se esparce en la habitación iluminada por el sol del mediodía que entra por la ventana. Gestos que no registramos, que ensayamos de manera automática, desluciéndolos, ajándolos, quitándoles la magia de lo inesperado, de lo acontecido por primera vez.
Me siento frente a mi computadora y dejo que las palabras traduzcan, que se hagan blanditas para poder expresar las sensaciones. Las aspas del ventilador de techo giran con lentitud, arrastran una brisa chiquita, fresca, que va redondeándose, internándose en mi pecho, mis brazos, mi vientre, mi nariz, llegando a mis pulmones para luego volver a dejarme vacía.
Oigo una puerta que se cierra, los autos que circulan por la calle, alguna voz saludando a lo lejos, las cotorras gritando en los árboles, mi propia respiración, el teclear de mis dedos en la máquina. Percibo la tela de la manta sobre la que estoy sentada, rugosa, áspera, cálida, estiro los dedos de los pies y se enervan mis piernas, mis glúteos, alzo los brazos, hundo el ombligo, respiro lento, pausado, inhalando la energía circundante y voy exhalando suavemente dejando caer mis manos. Y creo, me parece, no sé, sospecho que lo que registro se asemeja bastante a la felicidad.
No busco grandes cosas en la vida, no quiero la gloria de puestos detrás de enormes escritorios, ni la batalla del poder, ni las marquesinas, ni los autos caros, ni las casas de fines de semana.
Quiero abrirme como semilla que germina, quiero ojos que vean más allá de lo visible, la desnudez de la lluvia, la piel porosa, los sentidos atentos, ser una con el universo y verme en cada rostro que miro. Y tener el corazón tan grande que quepa dentro de él toda la inmensidad.
Ser como el aire, estar abierta como el espacio infinito.
Mantener la presencia en cada instante de diáfana quietud o de asombrado movimiento.
Sé que dentro de mí, algo sonríe.
Kiki Cacho
Fotografía Sonja Stich
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