Que
podamos ser fieles a la alegría del cuerpo, cuya forma es el abrazo.
Que podamos albergar el miedo, la tristeza, el enojo, esos hijos huérfanos en busca de abrigo.
Que podamos celebrar a los que no están, porque ya nada puede quitárnoslos.
Que podamos decirnos lo indispensables que somos, unos para otros. Y como -aun sin tenernos-, nos tenemos.
Que podamos soltar lo que no pudimos, y ver la ternura en los intentos.
Que podamos perdonar y perdonarnos, como quien suelta una piedra a un río brioso, que fluye de todos modos.
Que podamos reconocer el amor que somos, aunque no lo sepamos y apenas lo expresemos.
Que podamos ver ese amor multiplicado en el gran prisma de corazones (los más cercanos, los más lejanos).
Que podamos vivir en el asombro, ya que sobran las razones:
porque el sol, porque la luna, porque nosotros.
Inmensos, minúsculos: uno.
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