Los indígenas desconocían la viruela, la
tuberculosis, la peste, el cólera y el tifus, entre otras enfermedades. De ser
quizás el 20 % de la población mundial, los amerindios pasaron a ser el 3 % en
un siglo.
Hay una investigación realizada por
Fernando Tudela, quien fuera Ex Subsecretario de Planeación y Política Ambiental
de México y presidió la Comisión Interministerial de Cambio Climático en su
país, en la cual relata un aspecto poco estudiado y que tiene que ver con las
implicancias a nivel salud que trajo la conquista europea en los territorios
americanos conquistados.
“El dramático encuentro, o más bien encontronazo, de
fines de siglo XV entre los aborígenes americanos y los colonizadores europeos
constituye uno de los acontecimientos de mayor trascendencia, no sólo para la
región, sino para la historia del planeta en su conjunto”, sostiene el autor.
La conquista española trajo en sus
viajes al continente americano un poderoso conjunto de materiales biológicos.
Una buena parte de estos componentes bióticos fueron objeto de un traslado de
un lugar a otro en forma consciente. Este fue el caso de los grandes animales
domesticados, o de las semillas para cultivos habituales que, junto con las
tecnologías correspondientes, formaban parte imprescindible del sistema
cultural que los conquistadores tratarían de trasplantar e imponer en el Nuevo
Mundo.
Sin embargo muchos de los organismos que cruzaron el
Atlántico lo hicieron como polizones. Su indeseable presencia, difícil o
imposible de detectar en los pequeños navíos en los que hicieron la travesía,
transformó el mundo que los recibió por lo menos tanto como lo hicieron los
pasajeros biológicos “legales”. Roedores, y sobre todo, una formidable carga de
gérmenes patógenos muy variada realizaron por cuenta propia una conquista de
alcances tan decisivos como subestimados hasta hace poco tiempo.
“Los ensayos históricos tradicionales
nunca han dejado de reconocer la elevada mortalidad que afectó a las
poblaciones nativas a raíz de ese encuentro. La conciencia colectiva no ha
conseguido hasta ahora asimilar la verdadera magnitud del colapso demográfico
que experimentó la población americana entre 1492 y principios del siglo XVIII.
En las últimas tres décadas, la investigación en el ámbito de la
demografía histórica, fue corrigiendo al alza las estimaciones iniciales de la
población aborigen en el momento del contacto”.
Aun si se rectificaran por exageradas algunas de las
estimaciones recientes, la caída de población verificada en América entre el
momento álgido del encuentro y el nadir poblacional registrado por lo general
en torno a 1700, permitiría caracterizar el colapso americano como la mayor
catástrofe demográfica de nuestra era, sólo comparable a lo que produciría en
la actualidad una conflagración nuclear de intensidad media. “El encuentro
euroamericano debería reconocer como un acontecimiento apocalíptico basado en
una de las mayores calamidades sanitarias que haya experimentado la humanidad”.
Pocas décadas después del encuentro, la
población indígena se redujo en muchos ámbitos hasta el límite de su virtual
extinción. Los primeros en entrar en contacto con los europeos, los arawacos de
las Antillas, desaparecieron por completo sin dejar rastro. La isla de La
Española (en la actualidad Haití / República Dominicana), cuya población en la
transición entre los siglos XV y XVI era por lo menos de un millón de
habitantes, contaba en 1548 con no más de 500 indígenas, entre niños y adultos.
Los aborígenes de Cuba, Puerto Rico, Jamaica, del istmo panameño, o los nativos
australes de Tierra del Fuego, sufrieron un destino similar.
En la costa del Pacífico del actual territorio de
Nicaragua, vivían unas 600 mil personas en el momento del encuentro; en 1550,
no quedaban más de 45 mil. La población de México central rebasaba los 20
millones a principios del siglo XVI, pero se redujo a poco más de un millón un
siglo más. Poco tiempo después del contacto, hacia 1520, la Mixteca Alta
oaxaqueña contaba todavía con unos 700 mil habitantes; en 1660/70 no quedaban
más de 30 mil. Los datos, recabados en las más diversas latitudes, son
consistentes y abrumadores: en todos los ámbitos americanos la población
indígena se había desplomado de manera espectacular. Las reducciones del orden
del 90-95% en relación con la población preexistente fueron más norma que
excepción. Ante los nuevos ritmos de las defunciones cambiaron las prácticas
funerarias: en ocasiones, como lo registró Motolinía, los debilitados
supervivientes se limitaron a derrumbar las viviendas encima de los difuntos,
para contener al menos el hedor que despedían los cadáveres. Según expresaba un
asombrado cronista, los nativos “morían como peces en un cubo de agua”.
En el momento del contacto, la
población del continente podría representar cerca del 20% del total de la
humanidad; un siglo después, la población americana, incluyendo a los europeos
recién inmigrados, no significaba en términos cuantitativos, más de un 3% de la
especie humana.
La magnitud y el significado de esta hecatombe, no ha
recibido hasta ahora el debido reconocimiento por parte de la conciencia
colectiva americana o europea, debido tal vez al hecho de que la historia la
escriben los vencedores o sus sucesores, y por lo general, ni los
conquistadores, ni los criollos, ni las clases dominantes establecidas tras la
emancipación política americana, han manifestado en los hechos una preocupación
profunda por las condiciones de vida o, para el caso, de muerte, de los indios.
“Los textos históricos tradicionales
mencionaban siempre un conjunto de factores causales entre los que figuraban
las epidemias, las guerras de conquista, la sobreexplotación de la mano de obra
indígena, la desorganización social y la ruptura de los patrones culturales
preestablecidos, incluyendo las reglas de nupcialidad y parentesco. Sin negar
la incidencia de los demás como factores agravantes, hoy se destaca el
componente sanitario como factor causal de un orden de magnitud superior, que
por sí solo podría explicar un colapso demográfico como el que experimentó el
continente”.
El largo aislamiento aborigen impidió el desarrollo
de mecanismos biológicos de defensa frente a las enfermedades más comunes que
habían implicado flagelos milenarios para las poblaciones euroasiáticas y
africanas.
Los aborígenes con los que se toparon
los conquistadores desconocían la viruela, el sarampión, la tuberculosis, la
peste, el cólera, el tifus la fiebre amarilla, la malaria, y tal vez ni
siquiera las gripes ni los parásitos intestinales más comunes. Los
microorganismos foráneos establecieron con los aborígenes un contacto mucho más
inmediato y mortífero que el de sus portadores humanos europeos, desesperados
sobrevivientes de una lucha sorda, transcurrida durante muchas generaciones,
que les había conferido frente a ellos un razonable grado de inmunidad.
Los aborígenes americanos fueron en cambio víctimas
de un síndrome de inmunodeficiencia heredada. Millones de indígenas perecieron,
en forma para ellos inexplicable, incluso antes de haber visto nunca a alguno
de los barbados personajes recién llegados al continente. En virtud de los
sistemas de intercambio establecidos, la velocidad de propagación de las
epidemias superó con frecuencia los lentos avances de los conquistadores a
través de las junglas mesoamericanas.
De manera apenas consciente, se libró
así la primera guerra bacteriológica a gran escala de la historia. Los
conquistadores vencieron muchas veces por default; los primeros contactos se
establecieron con los diezmados y debilitados, sobrevivientes de epidemias que
se acababan de abatir sobre las poblaciones indígenas.
Los rudimentarios sistemas administrativos locales no
tuvieron siquiera oportunidad de registrar estas catástrofes. Al contrario de
lo que sucedía en «La Guerra de los Mundos» por obra de la imaginación de H. G.
Wells, la munición bacteriológica estuvo aquí en manos de los invasores, que
desconocían desde luego el poder de la misma. Los indios no tenían ni palabras
para designar las pavorosas epidemias que se cebaban en ellos y, por alguna
maldición del destino, respetaban a los impetuosos forasteros.
“La virulencia inaudita de las
enfermedades daba lugar a huidas en tropel que lograban tan sólo una
propagación más eficaz de las epidemias, la primera y más desastrosa de las
cuales fue protagonizada sin duda por la viruela. Este solo agente hacía
desaparecer en el transcurso de pocos días por lo menos un tercio de la
población que tenía la desgracia de entrar por primera vez en contacto con la
civilización cristiana occidental”.
La vulnerabilidad indígena frente a las enfermedades
importadas, que supuso un hecho casi milagroso para las intenciones militares
de los conquistadores, se transformó muy pronto en una maldición que privó a
los colonizadores de la antes abundante mano de obra local, en la que residía
la principal riqueza americana. La escasez de fuerza de trabajo explotable, por
despoblamiento generalizado, constituyó durante tres siglos una constante
rémora para los proyectos productivos del período colonial.
De manera significativa, la
vulnerabilidad del sistema inmunológico indígena frente a los nuevos y
microscópicos invasores, producía resultados muy distintos según el contexto
geográfico: la mortandad fue mucho más intensa en el Caribe y en las tierras
bajas del trópico húmedo que en los altiplanos, a pesar de que la ferocidad de
los conquistadores debía ser bastante homogénea.
Los indios americanos fueron víctimas de un proceso
que se denominó “la unificación microbiana del mundo. Las décadas que siguieron
a 1492 borraron las tajantes fronteras que se habían establecido entre los
diversos hábitats de los microorganismos del planeta. Los indígenas pagaron el
más alto precio por el ingreso al “mercado común de los microbios”.
Los avances de la medicina y la
introducción de prácticas habituales de vacunación lograron después mitigar
algo el proceso, pero en ningún caso se ha podido prevenir por completo la
calamidad sanitaria que sobreviene cuando una población que ha evolucionado en
condiciones de prolongado aislamiento entra en contacto por primera vez con el
“pool” mundial establecido de microorganismos patógenos.
Escrito: Darío Brenman
Fuente: La Izquierda Diario / 15 de
Octubre de 2.016
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