Fragmento del capítulo VIII de "El Canto del Viento", La Corpachada.
"Eusebio Colque está ahí, junto al fogón, saboreando el yerbiao. Alguien se hace cargo de su arreo. Alguien le informa sobre el desarrollo de la yerra.
Bajo el anochecer brumoso, con las alas de los sombreros cayendo sobre las caras como capotas, los hombres y las mujeres de Falda Azul se disponen a corpachar.
Junto al bramadero, en el centro del corral, han practicado un hoyo, en el que enterrarán las señales, los pedazos de colas, las hojas de coca, la chicha.
Mamá Rosa, vieja puestera, dirigirá la ceremonia de la corpachada, rito de la gratitud india para la Madre de los Cerros, para la máxima divinidad de la montaña, para Pachamama, misterio creador de la fuerza que anima la vida andina, que auspicia el viaje, que ayuda a vivir y a morir, a amar y a olvidar; para Pachamama, deidad desconocida y bien amada, que tiene su refugio en las grutas ignotas de la sierra, entre música de quenas invisibles, arpas encantadas y tibiezas inefables; para Pachamama, dueña y señora de los picachos y de los pastos, de las bestias y de los hombres, la que se enoja en los temblores, la que protesta en el rodar de los truenos, la que extravía al hurgador que ofende la tierra buscando oro, estaño y plomo; para Pachamama, la que sueña cuando la luna es grande, la que suspira cuando el aire es suave, la que llora con el lloro fresco y mudo de los pedregales, la que busca en el silencio de las chozas las frentes entristecidas y los ojos pequeños, cerrados más que por el sueño, por la fatiga de andar, de sufrir, de esperar...
Están corpachando los kollas en el abra de Falda Azul.
En el hoyo del corral, todos depositan sus ofrendas: coca, tabaco, flecos, crines, señales, flores humildes, hechas por las puesteritas. Si esas gentes pudieran vivir sin corazón, los hombres lo enterrarían - cofre de angustias, de cantares y de goces- en ese rincón simbólico.
Mamá Rosa, solemne, canta. En las coplas corpacheras se piden venturas y beneficios, se suplican perdones. Mamá Rosa canta y conversa con la tierra, arrodillada frente al hoyo: "Para que vuelva a los potreros el novillo perdido. Para que la nieve y las heladas no perjudiquen los pastos… Para que los changos sean grandes y buenos. Para que el tigre y la víbora no mermen el ganado en los montes. Para que ella, Mamá Rosa, vieja enferma y casi ciega, pueda dirigir futuras corpachadas...
Eusebio Colque también tiene algo que decir a la tierra. Se arrodilla. Y mientras habla, va depositando en el hoyo, lentamente, hoja tras hoja, la coquita de su chuspa, y algún fleco de su poncho. Por el tajo breve de sus ojos penetra, el crepúsculo montañés con su frío, su niebla y su misterio, y alimenta el espíritu de ese hombre de los caminos.
Y Eusebio murmura apenas: "Para que mis burritos no se me lo mueran. Para que mis pieses no se cansen aunque yo esté viejo. Para que mi mujer se sane de ese mal que no la deja respirar. Para que mi hijo que está en Yavi, no sea ingrato, y me lo traiga a mi nieto, así lo puedo ver, y acariciar, y contarle muchas cosas que él debe saber ..."
Y el hoyo simbólico sigue recibiendo las ofrendas de Mamá Rosa, de Eusebio Colque, de Mamerto Mamaní, de todos, hasta de las puesteritas y de los changos del fogón, hasta del maestro de la escuelita de Molulo, abajeño que asiste, entre curioso y conmovido, a la ceremonia de la corpachada.
Dirigidos por Mamá Rosa, todos cantan la copla ritual:
"Que la Pachamama los reciba,
regalitos de la tierra ...
Que la Pacha nos ampare,
que multiplique la hacienda ...
Aunque se agrande el corral,
que se güelva cielo y tierra..."
El aire se pone más helado. El nublado se asienta, sobre el abra. Está cerrando la noche y el alma de las piedras está dolorida de murmullos. Por los listones de los ponchos, ruedan hasta temblar en la punta de los flecos, las lágrimas del ocaso.
Los kollas han concluido la corpachada. Han trajinado, han cantado, han bebido, han cumplido con la tierra. Ahora, se dirigen al puesto, como sombras afiladas en medio de la cerrazón. La fila india porta bultos de leña, asados, yuros lazos, marcas. Sólo hay dos o tres jinetes. Los demás, como siempre, como toda la vida, haciendo sobre la tierra una huella breve con la suela heroica de las ushutas.
Mamá Rosa cuelga su copla en la niebla:
Que la Pacha nos ampare,
que multiplique la hacienda
Eusebio Colque ha dicho todo lo enorme e importante que tenla que decir. Camina ahora, mudo, más liviano de alma, con una sensación parecida a la serenidad. ¡Cómo no lo ha de escuchar a él, la Pacha!
Alta noche.
Mientras el nublado se asienta lejos, una media luna triste y fría, vela los campos dormidos.
Por momentos, de lo hondo de las quebradas parte el ahogado mugido de algún toro que en la tarde sufriera la humillación de su poderío. La bestia huele y siente su derrota y queda como
embramada en el bosque enmarañado de los huaycos.
Dentro y fuera del rancho del puesto, duermen los kollas bajo sus ponchos húmedos. En la cocina, un fogón muriente apenas rompe las sombras. Algún perro ahuyenta con una queja los fantasmas de su pesadilla.
Allá, en el corral del abra, sobre los pastos humedecidos, el aire comienza a mismir la lana de su silbo, y en la puiska invisible del remolino rueda lejos un madejón de silencio.
A veces, cuando la luna vence las brumas errantes, el murallón de cumbres parece animarse, y el pajonal se puebla de músicas extrañas, de voces de vertientes, de voces altas, afinadas de luna, de voces de guijarros y despeñados.
En la meseta, con la cabeza gacha y las orejas hacia atrás, meditando más que durmiendo, los cinco burritos de Eusebio Colque parecen anudarse con el aliento cálido, en un ansiado descanso.
Blanqueando sobre el campo quebrado, bordeando los barrancos, se estira, angosta y anhelante, la senda que une ese mundo sufrido con la vida inquieta y más amable, de la Quebrada de Humahuaca.
Agradeciendo las ofrendas de los hijos del cerro, desde su gruta ignorada, PACHAMAMA, fuerza misteriosa de la vida en la montaña, contempla su dominio de piedra, pastizal y soledad..."
No hay comentarios:
Publicar un comentario