Escrito por Carolina Levis (New York Times)
El árbol de samaúma es uno de los más grandes y altos del bosque. Su copa florece en el cielo y sus raíces abrazan todo lo que les rodea. La gente local lo llama el “árbol-abuela”, y los investigadores etnográficos han descubierto que los pueblos indígenas enterraban a sus muertos en urnas entre esas raíces. También usaban el árbol para comunicarse con otros en el bosque: cuando se golpean sus raíces, el sonido reverbera a través del tronco como un tambor.
La primera vez que vi un samaúma gigante, también conocido como kapok, fue en el Bosque Nacional Tapajós en el norte de Brasil. Me sorprendió tanto la grandeza del árbol como su presencia en ese lugar, creciendo en un suelo pobre en nutrientes y a muchos kilómetros del río Amazonas. El árbol generalmente crece en llanuras aluviales, donde se nutre de los minerales arrastrados desde los Andes. ¿Qué hacía allí?
Un guía me dijo que el frondoso bosque que rodea al samaúma había sido el hogar de sus antepasados. Me mostró decenas de árboles de pequi creciendo en arboledas. Un pequi tarda de 10 a 15 años en producir fruto, pero cuando lo hace, las frutas son almidonadas y ricas en calorías; su aceite se utiliza para tratar infecciones, quemaduras e inflamaciones.
No es una coincidencia que muchos árboles como esos —usados tanto como alimento como medicina— se encuentren agrupados y abunden en el bosque. Tampoco es una coincidencia haber podido encontrar muchos pedazos de cerámica rota alrededor del samaúma. Claramente, esta zona había sido habitada y cultivada durante siglos. Quizás la gente aquí había cuidado del árbol samaúma o creado las condiciones adecuadas para que creciera.
La Amazonía es tan “salvaje” como uno se puede imaginar, pero ha habido gente habitándola durante aproximadamente 13.000 años. Normalmente pensamos que los humanos están destruyendo la Amazonía, pero también es cierto que sin haber personas allí, a lo mejor los árboles de samaúma y pequi que yo vi, no hubieran podido existir.
Se tendría que investigar mucho más para comprender la historia de la relación entre las personas y el mundo natural. La datación por radiocarbono y la datación por anillos de árboles nos dicen cómo creció un árbol. El análisis genético puede revelar señales de domesticación y cuáles plantas migraron con las personas. Pero la idea de que un árbol vivo lleve consigo parte de la historia de la humanidad —la idea del árbol como registro arqueológico— es fascinante.
Hoy estos árboles están en peligro. La deforestación ilegal ha aumentado en los últimos años. A menudo esto conduce a incendios extensos, cada vez más comunes en toda la región, con consecuencias devastadoras para la gente y sus memorias, y el bosque mismo.
Los árboles no son los únicos que guardan esas memorias; hasta la tierra cuenta una historia. Las parcelas de suelo negro y extremadamente fértil —“terra preta” o tierra oscura— son un indicio de que una comunidad cultivaba esa zona. Estos eran los vertederos de desechos de los amerindios que vivían en poblados humanos sedentarios y densos antes de la llegada de los europeos. Arrojaban restos de comida y cerámicas rotas y quemaban basura. Entonces los nutrientes se acumularon en el suelo, hasta llegar a ser lo suficientemente fértil para que crecieran nuevas plantas.
Los expertos estiman que estos depósitos se pueden encontrar en aproximadamente 154.000 kilómetros cuadrados del bosque, especialmente en las orillas de los ríos.
En la Amazonía boliviana, desde hace unos 11.000 años, la gente comenzó a cultivar mandioca y calabaza. Crearon 4700 “islas forestales artificiales”, oasis de árboles y otras plantas dentro de los paisajes de la sabana. Desde hace unos 1500 años, también se construyeron, en las tierras bajas de Bolivia, cientos de montículos, muy probablemente lugares de asentamientos. En vísperas del contacto europeo, en 1491, la región amazónica mantenía al menos a 8 millones de personas, algunas de las cuales vivían en grandes pueblos de 1000 personas o más.
Estos pueblos dieron forma a la región. Modificaron los suelos, al aumentar su fertilidad y expandir la distribución de las plantas que necesitan muchos nutrientes. Seleccionaron, esparcieron y propagaron especies de plantas de mayor utilidad, mientras se fueron eliminando las plantas no deseadas. Los pueblos indígenas domesticaron en cierta medida cientos de especies, incluidos cultivos que siguen siendo importantes hoy en día, como nueces de Brasil, palma de azaí, mandioca, maíz, pimientos picantes, arroz y árboles de cacao. Esta “selva virgen” sería muy diferente sin la presencia de pueblos indígenas.
Incluso hoy, comunidades tradicionales a menudo regresan a los lugares donde vivieron sus antepasados, actualizando viejas memorias y revitalizando antiguas prácticas. Como me contó un lugareño acerca de una arboleda de castaños, “Cuando nuestro abuelo limpiaba el área dos veces por semana, el castañal producía. Ahora la cubierta forestal se ha cerrado y ya no produce”.
Otro me dijo: “El bosque es una herencia y debemos enseñar a nuestros hijos a usarlo. Nuestro padre nos dejó los árboles de caucho”.
Las comunidades indígenas pueden enseñarnos mejores formas de vivir y desarrollar la tierra. Este conocimiento adquiere un valor especial ahora, cuando el ser humano se ha convertido en el principal causante de las crisis climáticas y biológicas.
La gran pregunta es: ¿Cómo ha sustentado la Amazonía a bosques tan diversos después de miles de años del uso humano de la tierra?
Puede haber pistas en los pueblos circulares del Parque Nacional Indígena Xingu y otros lugares parecidos. Indígenas locales, e investigadores encabezados por el arqueólogo Michael Heckenberger, descubrieron estos pueblos, compuestos de plazas centrales unidas por caminos que se alinean con el movimiento del Sol. Entre 250 y 1000 habitantes Xingu vivían en estos lugares, rodeados de un mosaico de jardines, huertas y bosques gestionados.
En un artículo de la revista Science, Heckenberger y sus colegas describieron cómo estos pueblos desarrollaron un sistema urbano adaptado al entorno boscoso más de 500 años antes de que sir Ebenezer Howard, el urbanista inglés que fundó el movimiento urbanístico de la ciudad jardín, propusiera un modelo muy similar.
Durante siglos, los científicos buscaron una “Ciudad Perdida” escondida en la Amazonía. Buscaban un modelo estándar de grandes edificios de piedra, comunes en las ciudades de Europa y Medio Oriente. Otras formas de monumentos, expresadas por los árboles que estaban frente a sus ojos, pasaron desapercibidas.
Los árboles gigantes, como las abuelas del Bosque Nacional Tapajós, son lazos entre los pueblos amazónicos y sus antepasados. Quemar uno hasta los cimientos es como destruir una biblioteca llena de registros históricos irremplazables.
Carolina Levis es investigadora postdoctoral en ecología de la Universidad Federal de Santa Catarina. Traducido del inglés por Erin Goodman.
Fotografia 1: Un integrante del grupo indígena Uru Eu Wau Wau es retratado en la base de un árbol samaúma. Credit Victor Moriyama para The New York Times.
Fotografía 2: La BioGuía.
Fotografía 2: La BioGuía.
Fuente: Revista de Prensa.
https://www.almendron.com/tribuna/el-arbol-abuela/
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