Los libros de “la historia
que nos contaron” se vanaglorian de la construcción del Estado Nacional basada
en la importación de la civilización europea y norteamericana; la conquista de
un “desierto”, poblado de nativos de estas tierras, y la “adaptación” a un
sistema económico mundial adaptado a las ventajas comparativas sembradas
en el campo, y cuyos frutos cosecharon los mismos que escribieron esa historia,
y aniquilaron y expropiaron a nuestros coterráneos.
Sin embargo, hay otra
historia. Una historia que enseña a mirar hacia adentro y hacia los costados
más cercanos. Hacia nosotros mismos y hacia nuestros vecinos. A integrar, en
lugar de incluirse. A construirse entre iguales. Aquella y esta historia, no
son iguales.
Muchos hombres y mujeres,
forjaron esa historia. Sellaron sus ideales en frases elocuentes y los animaron
en acciones.
Más allá de sus
“hollywoodenses” batallas y sus espectaculares campañas, acciones que, de
haberse registrado en nuestra época, serían explotadas por la fuerza de la
imagen y la magia de la televisión; por fuera también de sus máximas a
Merceditas, usadas por los aristócratas como manual de un comportamiento civilizado;
existe una faceta más oculta del General José de San Martín. Una cara que
refleja su visión americanista de integración de los pueblos, y que respeta e
iguala a quienes comparten las tierras que habitamos y son sus legítimos
dueños.
Hijo de su tiempo (frase
que hizo historia), el General compartía las ideas revolucionarias del partido
de la “Libertad, la igualdad y la fraternidad” que provenían del pensamiento de
filósofos como Rosseau, Montesquieu, Voltaire y D’Alembert. Derechos del
hombre, soberanía popular, rechazo de la nobleza, la inquisición y todo
privilegio de sangre, democracia y ciudadanía igualitaria, eran conceptos
claves en su ideología.
San Martín reconocía como
auténticos dueños del país a los habitantes originarios de América y se refería
a ellos como “nuestros paisanos”. Un dato curioso y poco conocido es que su
famosa “Logia Lautaro”, de la que formaron parte otros patriotas como Tomás
Guido, Manuel Moreno y Bernardo de Monteagudo, toma su nombre de un guerrero
Araucano que en 1553 encabezó la resistencia contra los españoles que habían
invadido territorio chileno 19 años antes. El guerrero ajustició al
conquistador español Pedro de Valdivia, pero murió en combate, y sus restos
fueron expuestos en una plaza pública, tal cual la costumbre de los
“civilizadores” para apaciguar los ánimos “subversivos”.
Por otra parte, los
acalorados debates parlamentarios entre facciones irreconciliables no son fruto
de esta época en la República Argentina. Por el 1800, y al calor de las luchas
por la independencia, se producía una discusión significativa sobre la forma de
gobierno y cómo encarar la relación con nuestros pares americanos. Sin duda,
los medios de comunicación no tenían el peso de hoy para captar las
subjetividades. Pero quienes se creen “dueños” del país hoy, son los mismos que
se creían dueños del país por ese entonces. San Martín adhería al plan de
conformar una monarquía con un rey Inca, propuesto por el General Manuel
Belgrano y aceptado también por otros patriotas contemporáneos a él como
Mariano Moreno y Juan José Castelli. El Plan Inca implicaba mirar la historia
americana desde la perspectiva de los pueblos masacrados y sometidos por el
imperio español, y no como una lucha de las colonias españolas contra su
metrópoli. Hacía partir la emancipación americana desde la gran rebelión del
cacique inca Túpac Amaru y no, como suele decirse, desde las invasiones
inglesas.
El Plan popular se
inscribía en el perfil sudamericano y de nación continental de la Declaración
de la Independencia que fue hecha a nombre de las “Provincias Unidas en Sud
América” y no “del Río de la Plata” como tergiversará la historia oficial. Esa
que por hoy, dejamos de lado. Como hecho estratégico, el plan del Rey Inca
permitía sublevar e incorporar a la revolución a las masas del Perú y del Alto
Perú y debilitar el fuerte poder español en territorio peruano. También
permitía incorporar a los seguidores de Artigas, puesto que guaraníes y
charrúas que componían la mayoría de las tropas artiguistas estaban
emparentados desde tiempos inmemoriales con el Incario.
La Monarquía Inca
propuesta era constitucional, con una cámara vitalicia de Caciques y otra de
diputados electos; resolvía también de un solo golpe el problema de la
distribución igualitaria y democrática de la tierra. Sin embargo, la propuesta
fue tildada de “ridícula” (así eran los insultos de la época) por los
aristócratas de Buenos Aires. La historia oficial esconde que el Congreso
reunido en Tucumán aprobó el proyecto de Belgrano por mayoría simple y no por
los dos tercios necesarios. Finalmente la propuesta fracasará con la
intervención de los diputados porteños (esto no es Pro, pero bueno), al mudarse
el Congreso a Buenos Aires, cambiarse la voluntad de algunos diputados y
reemplazarse a los que permanecían firmes en su aprobación del proyecto popular
(cualquier similitud en artimañas con la actualidad, no es pura coincidencia).
Tomás Manuel de Anchorena, diputado de Buenos Aires que había sido secretario
de Belgrano en el Ejército del Norte, expuso en aquella época cómo caía el
planteo de Belgrano en los hombres de Buenos Aires y qué pensaba la “gente
decente” al respecto: “habiéndose llamado al General Belgrano a la sala de
sesiones, para que informase cual era el juicio que él había traslucido en su
viaje a Europa y tuviesen formados los gabinetes europeos sobre la clase de
forma de gobierno que más conviniera los nuevos estados de América, contestó
que estaban decididos por la forma monárquica constitucional. Y habiéndole
respuesto en quién creía él que a juicio de esos mismos gobiernos podríamos
fijarnos, contestó que a su juicio particular debíamos proclamar la monarquía
de un vástago del Inca que sabía existía en el Cuzco…. Al oír esto los
diputados de Buenos Aires y algunos otros nos quedamos atónitos por lo ridículo
y extravagante de la idea, pero viendo que el general insistía en ella, sin
embargo de varias observaciones que se le hicieron de pronto, aunque con
medida, porque vimos brillar el contento en los diputados cuicos del Alto Perú,
en los de su país asistentes a la barra y también en otros representantes de
las provincias, tuvimos por entonces que callar y disimular el sumo desprecio
con que mirábamos tal pensamiento, quedando al mismo tiempo admirados de que
hubiese salido de boca del Gral. Belgrano. El resultado de esto fue que al
instante se entusiasmó la cuicada y una multitud considerable de provincianos
congresales y no congresales. Pero, con tal calor, que los diputados de Buenos
Aires tuvimos que manifestarnos tocados de igual entusiasmo por evitar una
dislocación general en toda la república”. Anchorena aclaraba que no le
molestaba la idea de la monarquía constitucional, pero sí en cambio que se
pusiese “la mira en un monarca de la casta de los chocolates (esta vez no hay
que referirse a Ricardo Fort), cuya persona si existía, probablemente
tendríamos que sacarla borracha y cubierta de andrajos de alguna chichería para
colocarla en el elevado trono de un monarca”. Esta era la postura de quienes no
podían considerar la idea de que un nativo de estas tierras ejerciera su
derecho legítimo de formar parte de un gobierno americano, pero que sí hubieran
aceptado de buen grado la propuesta de coronar en su lugar a algún miembro de
la familia real española.
Retomando los contactos de
San Martín con los pueblos originarios americanos, antes de cruzar la
Cordillera de los Andes, el General se reunió con caciques pehuenches al sur
del río Diamante, límite de la provincia de Mendoza, para solicitarles su
permiso. “Ustedes son los verdaderos dueños de este país”, les dijo en aquella
oportunidad. Salvo tres caciques, el resto aceptó el pedido del Libertador
y se sumó a la causa independentista.
Por último, ya proclamada
la independencia del Perú, el 27 de agosto de 1821 San Martín decretaba:
“después que la razón y la justicia han recobrado sus derechos en el Perú,
sería un crimen consentir que los aborígenes permaneciesen sumidos en la
degradación moral a que los tenía reducido el Gobierno Español, y continuasen
pagando la vergonzosa exacción, que con el nombre de tributo, fue impuesta por
la tiranía como signo de señorío.
Por lo tanto declaro:
1. Consecuente con la
solemne promesa que hice en una de mis proclamas del 8 de setiembre último,
queda abolido el impuesto, que bajo la denominación de tributo, se satisfacía
al Gobierno Español.
2. Ninguna autoridad podrá
cobrar ya las cantidades que se adeuden por los pagos que debían haberse hecho
hasta fines del año último, correspondientes a los tercios vencidos del
tributo.
3. Los comisionados para
la recaudación de aquel impuesto deberán rendir las cuentas de lo percibido
hasta esta fecha al Presidente de su respectivo Departamento.
4. En adelante no se
denominarán los aborígenes, indios o naturales; ellos son hijos y ciudadanos
del Perú, y con el nombre de Peruanos deben ser conocidos”.
He aquí una historia que
poco ha pasado a la historia. No por su insignificancia, claro está; sino, más
bien, por su ocultamiento.
Agradecimiento por su
colaboración: Matías Rafael Quercia
Fuente>Raíces de América
Latina
Felicitaciones por su escrito. Me es totalmente útil para el proyecto que estoy trabajando con mis alumnos sofre el rol de los pueblos originarios en el cruce de loa andes. Gracias
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