Era Niño Huérfano un joven cazador de pájaros que había alcanzado gran
nombradía entre las gentes de su poblado y, si es el caso, incluso de las
gentes de los poblados cercanos que se asentaban a lo largo del curso del Gran
Río, en la inmensa llanura rodeada por gigantescos macizos montañosos cubiertos
por frondosos y espesos bosques de verdes y puntiagudos árboles de hoja
perenne, ya que los de ramaje deciduo no eran capaces de soportar climas tan
extremos y rigurosos que hacían que toda la extensa pradera se cubriera de un
grueso manto de nieve y hielo, que había de ser surcado por las manadas de
bisontes en busca de otros prados más benignos en los que los pastos les
resultasen más asequibles para comer.
Niño Huérfano había alcanzado gran éxito cazando pájaros por todas aquellas majestuosas y frías latitudes.
Un día el joven cazador de aves salió de su tienda hecha con piel de búfalo secado al frío riguroso del lugar en busca de pajarillos con los que distraer su ocio y satisfacer, si no su hambre, sí al menos la de su desdentada abuela, que se escondía en la penumbra de su cobijo.
Llevado por su afán desmedido, se adentró en uno de los espesos bosques que rodeaban su poblado sin darse cuenta de que el ahínco que había puesto en esta singular caza le había sumido en un estado tal que ni el mismo tiempo contara para él. De modo que Niño Huérfano se encontró, en un momento determinado de su expedición, en medio de un claro del bosque jadeando, casi extenuado y con el desconcierto de no saber dónde se hallaba, adonde había llegado en su obsesiva persecución de las pequeñas aves.
Niño Huérfano se limpió el sudor de su frente, se detuvo un momento en medio del calvero y, sintiendo en sus piernas el cansancio propio del denuedo realizado, se acercó a una enorme piedra redonda que yacía bajo un grupo de abetos gigantes y se sentó en ella.
Mientras el joven piel roja descansaba del esfuerzo que hiciera en su cacería, tomó de su carcaj de piel de marmota una de las flechas, que mellara su punta en el último tiro que lanzara sobre un diminuto colibrí, y se puso a repararla.
— ¿Te cuento historias?
Alguien hablaba a Niño Huérfano. Éste, sorprendido y receloso por si le acechaba algún grave peligro y sin saber muy bien lo que le habían dicho, miró a su alrededor, tomó de su cintura el gran cuchillo plano en actitud hostil y se volvió a mirar con el ansia de saber que no se hallaba solo en aquel lugar tan alejado de su tribu.
Niño Huérfano, tomando las prevenciones oportunas, al fin se atrevió a preguntar:
— ¿Quién me habla? ¿Qué me has dicho? —se calló un momento durante el cual registró con verdadero anhelo su alrededor y detrás de los primeros árboles que componían el bosque; luego volvió a preguntar—: ¿Quién está ahí? ¿Quién eres? —y ordenó, ante el mutismo que reinaba a su alrededor—: ¡Que salga sea el que sea quien me ha hablado! No sé lo que me has pedido, pero te he oído con claridad.
Quedó el cazador de aves en alerta por si veía salir de la espesura del bosque a algún guerrero de cualquiera de las tribus lejanas o algún hado desconocido y maléfico, uno de aquellos genios que decía el chamán que salían a las veredas de las montañas para echar sus encantamientos y hechizos sobre la gente de bien que deambulaba por ellas en paz.
Todo fue silencio en un buen rato. Sólo se escuchaban los trinos de los pájaros que el joven no veía por ningún lado.
— ¿Te cuento historias?
Se volvió a escuchar la propuesta.
Niño Huérfano ahora sí estuvo seguro, incluso de lo que había dicho y de donde había llegado la voz. Venía del propio risco redondo donde se sentara a descansar.
— ¡Sal de ahí! —gritó el cazador de pájaros a alguien que se debía esconder tras la singular roca.
Pero de allí no surgió nadie. Por eso el muchacho rodeó la gran peña con la esperanza de encontrar tras ella a alguna persona o ser y quedó desilusionado al comprobar que irremediablemente estaba solo.
Niño Huérfano había alcanzado gran éxito cazando pájaros por todas aquellas majestuosas y frías latitudes.
Un día el joven cazador de aves salió de su tienda hecha con piel de búfalo secado al frío riguroso del lugar en busca de pajarillos con los que distraer su ocio y satisfacer, si no su hambre, sí al menos la de su desdentada abuela, que se escondía en la penumbra de su cobijo.
Llevado por su afán desmedido, se adentró en uno de los espesos bosques que rodeaban su poblado sin darse cuenta de que el ahínco que había puesto en esta singular caza le había sumido en un estado tal que ni el mismo tiempo contara para él. De modo que Niño Huérfano se encontró, en un momento determinado de su expedición, en medio de un claro del bosque jadeando, casi extenuado y con el desconcierto de no saber dónde se hallaba, adonde había llegado en su obsesiva persecución de las pequeñas aves.
Niño Huérfano se limpió el sudor de su frente, se detuvo un momento en medio del calvero y, sintiendo en sus piernas el cansancio propio del denuedo realizado, se acercó a una enorme piedra redonda que yacía bajo un grupo de abetos gigantes y se sentó en ella.
Mientras el joven piel roja descansaba del esfuerzo que hiciera en su cacería, tomó de su carcaj de piel de marmota una de las flechas, que mellara su punta en el último tiro que lanzara sobre un diminuto colibrí, y se puso a repararla.
— ¿Te cuento historias?
Alguien hablaba a Niño Huérfano. Éste, sorprendido y receloso por si le acechaba algún grave peligro y sin saber muy bien lo que le habían dicho, miró a su alrededor, tomó de su cintura el gran cuchillo plano en actitud hostil y se volvió a mirar con el ansia de saber que no se hallaba solo en aquel lugar tan alejado de su tribu.
Niño Huérfano, tomando las prevenciones oportunas, al fin se atrevió a preguntar:
— ¿Quién me habla? ¿Qué me has dicho? —se calló un momento durante el cual registró con verdadero anhelo su alrededor y detrás de los primeros árboles que componían el bosque; luego volvió a preguntar—: ¿Quién está ahí? ¿Quién eres? —y ordenó, ante el mutismo que reinaba a su alrededor—: ¡Que salga sea el que sea quien me ha hablado! No sé lo que me has pedido, pero te he oído con claridad.
Quedó el cazador de aves en alerta por si veía salir de la espesura del bosque a algún guerrero de cualquiera de las tribus lejanas o algún hado desconocido y maléfico, uno de aquellos genios que decía el chamán que salían a las veredas de las montañas para echar sus encantamientos y hechizos sobre la gente de bien que deambulaba por ellas en paz.
Todo fue silencio en un buen rato. Sólo se escuchaban los trinos de los pájaros que el joven no veía por ningún lado.
— ¿Te cuento historias?
Se volvió a escuchar la propuesta.
Niño Huérfano ahora sí estuvo seguro, incluso de lo que había dicho y de donde había llegado la voz. Venía del propio risco redondo donde se sentara a descansar.
— ¡Sal de ahí! —gritó el cazador de pájaros a alguien que se debía esconder tras la singular roca.
Pero de allí no surgió nadie. Por eso el muchacho rodeó la gran peña con la esperanza de encontrar tras ella a alguna persona o ser y quedó desilusionado al comprobar que irremediablemente estaba solo.
La piedra redonda le dijo:
— Soy yo.
Niño Huérfano quedó atónito, sorprendido, sus piernas le forzaban para que se alejase de allí a todo correr. La piedra le repitió:
— Sí, no te asombre, soy yo.
El cazador de aves, extrañado, preguntó:
- ¿Tú?
— Sí, yo. Y te repito la misma propuesta que tanto te extraña: ¿Te cuento historias? —dijo el risco redondo y luego enmudeció.
Niño Huérfano aún no abandonó su recelo y palpó la dura roca parlante por si en ella había algún conjuro o algún maleficio. Cuando comprobó que aquélla era una piedra como cualquier otra que yacía al borde del camino, dijo:
— ¿Qué es eso? ¿Qué significa contar historias?
La piedra volvió a hablar y le informó afablemente:
— Contar historias significa simplemente contar lo que ha pasado hace muchísimo tiempo.
En joven cazador de pájaros, lleno de curiosidad y recelo, se acercó algo más a la piedra redonda y le preguntó tímidamente:
— ¿Puedes contármelas a mí?
— Puedo si quiero— repuso.
— ¿Y quieres? —preguntó de nuevo el muchacho.
La insólita roca le hizo su oferta:
— Yo te contaré historias a cambio de los pájaros que tienes.
Niño Huérfano se los dio todos.
La piedra redonda, según lo acordado, contó una historia tras otra sobre el mundo anterior al mundo entonces presente.
A Niño Huérfano le gustaban tanto estas narraciones que todos los días salía a cazar y, atiborrado de pájaros, se acercaba al calvero donde descansaba la piedra parlanchina para cambiarle las aves por nuevas historias fascinantes y antiquísimas.
Un día acudió a la cita diaria con un niño mayor y poco después se presentó con dos hombres de su tribu. Todos escucharon embelesados las magníficas historias que contaba la piedra redonda. Viendo ésta que sus narraciones eran del gusto de la gente y que entre todos ellos se había creado una gran fama y notoriedad, se dirigió a Niño Huérfano y le propuso:
— Mañana que venga todo el pueblo en masa. Contaré mis historias para todo aquel que me quiera oír.
El muchacho asintió asegurándole que se haría como ella deseaba y que el pueblo en masa se presentaría en el calvero para escuchar sus atractivas leyendas. Y desde entonces, cumpliendo fielmente las instrucciones que diera la piedra redonda, es indispensable contar estas historias de generación en generación.
Ahí va el origen de las historias que construyeron el pueblo piel roja.
Traducido por: Plumas de Águila
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