Somos la partitura inexacta de un cosmos que afina su eternidad con millones de notas descompasadas.
Una sinfonía que no teme la disonancia, porque en ella encuentra su verdad más honda.
Cada ser humano es un cuadro inacabado, retocado mil veces por manos invisibles.
Los errores no son manchas, sino trazos inevitables que acaban por dar forma a una belleza que no fue prevista… solo sentida.
La evolución —ese músico ciego y perseverante— nos esculpió con la única herramienta que poseía: el fallo.
Y en su impredecible genio, nos obsequió un espejismo: la ilusión de que somos infalibles, justo lo necesario para no quedarnos inmóviles frente al abismo de nuestras carencias.
Como un violín aún torpe que cree sonar perfecto mientras aprende a temblar,
nosotros también necesitamos esa mentira dulce para seguir tocando, para no silenciar nuestra música interior.
Tal vez ya hayamos volado tan alto como nos es permitido,
pero incluso un ave herida sigue batiendo las alas, por nostalgia del cielo.
Errar no es una desviación: es el único sendero hacia algo más alto.
En el pensamiento, somos cartógrafos de lo incierto, dibujando el mundo a fuerza de equivocaciones.
En el amor, aprendices de jardineros que solo conocen la poda tras ver caer los pétalos.
En la vida, marineros de barcos rotos, enderezando el rumbo con cada colisión.
Recuerda esto:
las melodías que arrancan lágrimas al alma también nacieron rotas,
hiladas nota a nota, en el silencio paciente del ensayo.
La existencia no es una ópera cerrada, sino una improvisación eterna.
Y tú…
tú eres tanto el compositor como la sinfonía que aún se está escribiendo.
Permítete errar.
Porque cada tropiezo es una nota más en tu partitura, y sin ellas, no habría música. Solo un vacío mudo.
No temas equivocarte: a veces, la nota que desafina es la que despierta al corazón dormido.
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