Hace 528 años los pueblos de Abya Yala se enfrentaron por primera vez con aquellos que venían del otro lado de las Grandes Aguas.
Promediando el año 1492 del calendario occidental, los pueblos originarios de esta parte del mundo que más tarde se llamaría América, se encontraban en un proceso cultural que era la culminación de una historia no menor a quince mil años.
El continente albergaba a unos cien millones de personas con todas las formas de vida imaginables, con complejas cosmovisiones y un bagaje de conocimientos admirables.
Habían conformado sociedades sedentarias que vivían en armonía con su entorno, cultivando intensamente la tierra -que para ellos era transformar el caos en cosmos- y sostenidas por una organización social que aglutinaba a miles de individuos, en verdaderas “economías de amparo”. Algunas de sus ciudades eran las más grandes del mundo, con templos, fortalezas, santuarios y redes viales de una arquitectura notable.
En otros casos, bajo el cielo abierto de las llanuras infinitas o en el interior de las selvas más grandes del planeta, grupos de cazadores, recolectores y pescadores recorrían sin cesar los caminos no solo en la búsqueda del alimento cotidiano sino con el propósito existencial de sentirse libres, livianos, móviles, sin estar fijados a ninguna parte.
Eran hijos de la Tierra pero también del Cielo, con una muy fuerte conexión con el Arriba y el Abajo en la cual hombres y mujeres (siempre la omnipresente dualidad) hacían las veces de eje, encargados de mantener esa unión indisoluble.
Hubo entre ellos astrónomos y matemáticos que inventaron el cero y midieron el tiempo en una escala cósmica de miles y miles de años, en asombrosos calendarios. Casi todos comerciaron entre sí, entablándose en algunas regiones un espacio de todos, el espacio del intercambio, la reciprocidad y el encuentro cotidiano. En otros lugares, el encuentro no fue pacífico sino a través de la guerra cruel que en ocasiones constituyó casi un ideal de vida.
Todos invocaron a los dioses, a los espíritus de la naturaleza y a todo lo misterioso que albergaba el Mundo Invisible; rogaron a los dueños de los animales, de los ríos, de las lagunas, de las montañas; pidieron consejo a los ancianos, siguieron a sus líderes y se curaron con sus médicos. Honraron a sus muertos y respetaron a los mayores y los niños. Enseñaron a sus hijos los secretos de la comunidad, transmitidas de generación en generación por el poder único de la palabra. Jugaron. Amaron. Odiaron. Soñaron. Fueron en algunos casos solidarios y dignos; en otros, mezquinos y violentos.
El futuro, como toda experiencia humana todavía desconocida, era impredecible. Por eso confiaban en el tiempo y espacio sagrado y circular que todo lo renovaba, a través de la fuerza de las ceremonias y la celebración de rituales.
Los pueblos originarios vivían una vida plena y con cada salida del Sol, la vida comunitaria volvía a ser posible y el destino colectivo un proyecto por el cual valía la pena ser un hombre y una mujer de este lugar del mundo. En cada amanecer, los pueblos originarios rendían culto al Sol, generador de la vida, la luz, el calor y la energía.
Pero un día el Sol se detuvo. Y todos quedaron inmóviles. En algunas regiones los vieron; en otras, más al interior del continente, los presintieron: habían llegado otros hombres, de otras tierras, desde muy lejos. Habían venido hasta ellos. Eran extraños y traían artefactos desconocidos. Algunos transportaban la muerte. Otros simbolizaban dioses; hasta traían animales jamás vistos. Hablaban otra lengua. Tenían otro color de piel. Y otras vestimentas. Y otra forma de caminar. Venían desde más allá de las Aguas Interminables. De otro mundo. Y continuaban viniendo. Habían llegado hasta ellos, irremediablemente, a quedarse para siempre.
Cuando el Sol detuvo su viaje, la señal fue clara: otro Ciclo había llegado a su fin, dando lugar esta vez, a un largo período de oscuridad.
La llegada de los extraños desde el otro lado de las Grandes Aguas provocó el aniquilamiento de buena parte del mundo indígena americano. Los conquistadores interrumpieron abruptamente la vida de estos pueblos que se vieron arrojados a la sinrazón del exterminio y sus sobrevivientes obligados a adaptarse a una realidad diametralmente opuesta a la que vivían.
Desde entonces, la resistencia; la lucha por ser ellos mismos en las nuevas sociedades; la defensa de sus cosmovisiones y la reivindicación de sus territorios perdidos signaron el camino y su destino como pueblos.
El impacto de la conquista fue desastroso: un genocidio que provocó gravísimas pérdidas humanas y la ruina de muchas culturas; la pérdida de las tierras y territorios; la transmisión de enfermedades desconocidas que exterminaron a etnias enteras y que en gran medida fue la razón principal de una brutal caída demográfica de la población autóctona; la destrucción sistemática de tesoros culturales; la persecución e intento de eliminación de las cosmovisiones originarias y de las prácticas tradicionales como el chamanismo, fundamentales para sus vidas; el saqueo del oro y la plata; la desintegración de los ethos comunitarios y familiares y la incorporación compulsiva a nuevas formas de trabajo en condiciones degradantes...las consecuencias negativas del drama de la conquista constituyeron una nómina interminable de desdichas, sufrimientos y crueldades, en una realidad histórica que hoy es imposible discutir.
La resistencia a los conquistadores luego del impacto inicial, fue casi inmediata, prolongándose por siglos en algunas regiones, a través de luchas y confrontaciones que incluso hoy en algunos lugares perduran.
Simultáneamente muchos pueblos mantuvieron sus territorios libres -las llanuras de América del Norte y del Sur- y solo mucho tiempo después los respectivos estados nacionales los tomaron para sí, después de largas y renovadas luchas de conquista consumadas a fines del Siglo XIX. Mientras tanto en la gran selva amazónica sus habitantes originarios también lograban preservarse. Existieron finalmente espacios de mestizaje, que formaron parte de una dinámica cultural que sentó las bases de las nuevas sociedades americanas, constituidas por los españoles, los criollos, los mestizos, los indígenas libres, los sometidos y los africanos traídos a la fuerza por el otro gran drama humano de la esclavitud.
Cada una de las sociedades americanas tuvo -más allá de las características propias- un proceso semejante de construcción de un nuevo perfil étnico y cultural en donde los intentos por negar, marginar o invisibilizar a los indígenas fueron la regla. Incluso las corrientes inmigratorias de distintas partes del mundo que llegaron a estas tierras durante el siglo XIX y el XX fueron utilizadas por esas políticas estatales de invisibilización.
Pero en 1992, los festejos y contrafestejos en ocasión del quinto centenario de la irrupción de los conquistadores produjeron un punto de inflexión.
Se registró entonces una creciente toma de consciencia generalizada respecto a la conquista y sus nefastas consecuencias. Se sucedieron hechos como la autocrítica de la Iglesia Católica; la entrega del premio Nobel de la Paz -por primera vez- a una persona de origen indígena (Rigoberta Menchú Tum, maya-quiché de Guatemala); la proliferación de debates, foros, congresos y publicaciones en América y Europa; la aparición de novedosos movimientos indígenas que dijeron al mundo: “aquí estamos”…”aquí seguimos estando…” y en fin una legislación internacional favorable que no dejó de crecer y multiplicarse, repercutiendo en los pueblos indígenas asumidos ahora como sujetos de derechos.
Hoy los indígenas transitan un nuevo Ciclo, anunciado en las profecías de muchos pueblos, como “el fin de los cien años de silencio”, o “el darse vuelta la Tierra (Pachakuti)” o “la gran reunión del cóndor, el águila y el quetzal”. Todas estas señales parecen confluir en un mensaje que habla del retorno a los valores ancestrales, y cuyos alcances transponen las fronteras del mundo indígena, haciéndose carne en buena parte de un mundo en crisis que encuentra en aquellos valores una clave para un futuro compartido.
Más allá de todas las situaciones críticas y los crónicos conflictos que aún atraviesan, este nuevo 12 de octubre encuentra a los pueblos indígenas de pie. Han logrado sostener en un proceso de resistencia humana ejemplar, las identidades y las cosmovisiones originarias, recreándolas en forma constante, fortaleciendo su presencia en el continente.
A su vez, cada vez más no indígenas toman consciencia de que la conformación de estas sociedades se ha alimentado también y de manera protagónica, por esa gran vertiente originaria.
Parece estar llegando el momento en que todos nos pongamos a caminar juntos, sin olvidar la enorme tragedia de la conquista; pero avanzando en la construcción de sociedades más humanas e igualitarias y básicamente más armónicas en su relación con la naturaleza y el universo y con la fantástica biodiversidad de la Madre Tierra, nuestro hogar.
El Padre Sol hace tiempo que ha vuelto a recorrer el firmamento, alumbrando, guiando, dando calor y vida. Los pueblos originarios saben muy bien que nunca más el detendrá su andar como en aquel día nefasto de 1492. Pero también saben que el caminar juntos será posible solo desde el mutuo respeto a las propias identidades; desde una justicia que llegue a todos; y desde una diversidad cultural que honre el convivir en paz, posibilitando el disfrute por las diferencias, esas que son la gran riqueza de la especie humana.
Por El OREJIVERDE - 12 de Octubre de 2020.
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