Los
mapuches atribuyen a cada pico de la cordillera un dueño. Un pillán. Se
trata de una especie de espíritu que se encarga de resguardar los tesoros de la
naturaleza y los cuidan de los abusos que el ser humano puede cometer sobre
ellos. Si bien el Pillán vive en la altura del pico, desciende a la
superficie para corroborar el estado de los caminos, la salud de los animales,
el bosque, y se entretienen viéndose en los espejos de agua de los lagos y
asomándose a los abismos de los valles. El peligro de hacer enojar al
Pillán es el violento viento que su ira dispara. Ese viento es tan fuerte
que puede provocar peligrosas tormentas que ponen en riesgo la vida de las
poblaciones que azota. Para calmar estos arranques de furia del dios suelen ser
necesarios sacrificios trágicos para los hombres.
Huanquimil
era el cacique de una tribu que habitaba en uno de los valles que rodean al
Lanín, el Mamuil Malal, en la ladera norte. En esa zona los pehuelches
moraban como grandes señores y peligrosos guerreros.
En
una ocasión, un conjunto de jóvenes que salió a cazar, seguía el rastro de
un huemul.Enfundados en un manto de valentía y con toda la determinación
necesaria para enfrentar los helados vientos de la cordillera, subían por la
ladera.
En
un momento, pierden el rastro del animal y uno de los de la comitiva
sugiere que el bicho habíase dirigido para el lado del torrente. Asegurando que
allí lo atraparían, convenció a sus compañeros que sin dudarlo se dirigieron
hacia donde indicaba, más arriba en la montaña.
El
área en donde se encontraba la cascada los obligaba a ser cuidadosos con sus
pasos. Se trataba de una angosta corriente de agua que descendía desde la cima
y que, cuando se encontraba con algunas ramas y piedras formaba estanques que
se diseminaban por todo su recorrido.
Los
muchachos de la tribu se escondieron y silenciosos esperaron la aparición del
huemul. Luego de lo que pareció una eternidad, el tan esperado animal,
apareció junto al arroyo y se dispuso a calmar su sed en el agua cristalina. Los
jóvenes aprestaron sus arcos y con sus flechas apuntando. Pero un ruido
inesperado espantó al huemul que salió disparando, corriendo hacia la cumbre de
la montaña, escondiéndose entre los árboles.
La
carrera tras la huella del ciervo se había largado. Los canes indicaban el
camino que su olfato les dictaba y los hombres subían en distintas direcciones
para encerrar a la presa. Pero el huemul no se dejaba atrapar, se detenía,
observaba y seguía escapando montaña arriba, que era su único camino libre.
Lograron acorralarlo muy cerca de la cumbre. Les dolían las pantorrillas y
estaban cansados, no podían gritar, pero eso no era motivo para no gozar con
cada cuchillada que le daban al animal el triunfo de haberlo cazado al fin.
Cuando
lograron recuperarse y tomar conciencia del lugar en el que se encontraban se
dieron de bruces con un panorama desconocido, nunca habían trepado hasta
tan arriba el volcán y sintieron miedo. Decidieron bajar inmediatamente,
entonces, se pusieron de pie y emprendieron el descenso, llevaban a la rastra
el cuerpo del animal muerto.
Al
llegar a la aldea y antes de disponerse a trozar la presa, del volcán empezó a
salir un humo todavía claro. Con el paso de las horas la humareda se hizo más
espesa y oscura. A la noche, la tribu entera sintió cómo la montaña
temblaba. A la mañana siguiente el sol no se asomó, el humo había nublado el
cielo, era el comienzo de una larga época de angustia. La tierra se calentaba y
temblaba, la ceniza llovía sobre los sembradíos, los mapuches atemorizados
rogaban y hacían ofrendas al Pillán pero nada calmaba su furia. Para
encontrar una solución la machi se aisló en una grieta de la montaña. A su
vuelta una sombra de tristeza se había instalado en su rostro. El Pillán exigía
un alto precio por su calma: la vida de la hija del cacique Huaquimil, la joven
Huilefún.
La
aldea complete cayó en la más profunda angustia, la joven Huelifún, tan querida
por todos, era un sacrificio enorme, pero que debía cumplirse, sino toda la
tribu padecería la ira del espíritu de la montaña. El más valiente y joven de
la aldea era quien debía llevarla hasta arriba.
La
joven princesa resignada se dejó preparar, la ataviaron con las más lindas
galas disponibles. Trenzaron su pelo y la envolvieron en un manto que se
acababa de tejer. Cuando la presentaron ante el pueblo reunido su belleza
resplandecía. Ella, muy triste, observaba a los muchachos dispuestos en filas y
se preguntaba cuál de todos debería acompañarla.
Quechuán, un
joven muy valiente sería el encargado de llevarla. Comenzó la despedida
con el llanto desconsolado de la madre de la joven que ya tenía el pelo
cortado. Se abrazó a su hija y le colocó el mechón de pelo como símbolo del
duelo. La joven saludó a su padre quien se mantenía incólume pero a quien luego
se lo escuchó sollozar. Quechuán tomó a Huilefún de la mano y emprendieron el
ascenso. Aparecían y desaparecían de la vista de la tribu según los caprichos
del camino hasta que ya no los vieron más.
La
subida fue trabajosa. El aire estaba cargado de ceniza y se hacía difícil respirar.
Debían cubrirse las caras con los mantos para protegerse. Cuando se cansaban
paraban a la vera del camino para descansar sentados sobre unas rocas. Las
fuerzas de la joven se agotaron y Quechuán la cargó sobre sus hombros y la
llevó hasta el cráter.
Cuando
Huilenfún bajó de los hombros de su acompañante le dijo casi sin aliento y con
una tristeza que la rebalsaba que se volviera a la aldea. Quechuán no la soltó.
La tomó de la cintura y mirándola directo a los ojos le dijo que no se iría
nada, que se quedaría con ella hasta el final y selló su promesa con un beso
en los labios de la princesa, ya templados por la temperatura de la cima.
Los
jóvenes se sentaron abrazados, sus mantos los cubrían y los hacían uno. La
espera no fue larga, una sombra los sobrevoló y un cóndor con sus
poderosas garras arrancó a la princesa de la vera del joven y valiente
guerrero. La elevó por encima de las nubes de ceniza y lo próximo que se pudo
ver fue el cuerpo de la joven cayendo en el interior del cráter.
Horrorizado,
Quechuán empezó a descender desesperado. Instantáneamente un viento helado
abrazó a la montaña y disipó la ceniza. Nubes blancas invadieron el cielo y
comenzó a nevar. El temporal fue largo y copioso. La montaña se enfrió, el
cráter quedó sepultado y su fuego, que parecía eterno, se apagó. La tierra
de los mapuches había quedado cubierta bajo un velo protector blanco.
Nunca
más volvió a prenderse. Se dice que el Lanín se acostó a dormir con la princesa
y su belleza lo cautivó a tal punto que está hipnotizado.
Fuente:
Raza Folclórica
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