Fábulas y cuentos
que nacen todos los días desde raíces folklóricas y se instalan para siempre en
todo el mapa del país
Escrito por MARCELO
ORTALE
marhila2003@yahoo.com.ar
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EL FANTASMA DE QUIROGA DEAMBULA POR LOS CORREDORES DE SU VIEJA
CASA, COMO SI QUISIERA EFECTUAR EN LA MUERTE UN REGRESO QUE NO CUMPLIÓ EN VIDA”
/ WEB
“Después supe que al
finao/ Ni siquiera lo velaron/ Y retobao en un cuero / Sin rezarle lo
enterraron / Y dicen que dende entonces/ Cuando es la noche serena/ Suele verse
una luz mala/ Como de alma que anda en pena…”, dice Martín Fierro, en alguna de
sus escasas alusiones a una de las leyendas más características de la pampa: la
luz mala. Muchas estrofas después, en la Vuelta: “Pues si va a hacer la
revista,/ se vuelve como una bala/ es lo mesmo que luz mala/ para perderse de
vista”.
Son referencias
concisas sobre un extendido mito rural. El cantor argentino no necesita
describirla ni decir más, por cuanto a la luz mala basta con mencionarla. El
oyente de esa copla, el lector, ya conoce lo que significa. Lo sabe más por
sentimiento, que por razón. La luz mala pertenece al sentir popular y esa
convicción acendrada no se discute.
LUZ MALA / WEB
Viajeros iluminados
por extrañas fosforescencias, almas en pena de personas muertas que vagan en
los campos, hombres lobos, fantasmas que deambulan por viejos castillos de una
ciudad, seres embrujados que viajan aún hoy en los últimos subtes de las noches
porteñas, encuentros con diablos que parecen pájaros, son incontables los mitos
y leyendas que cubren el mapa de la Argentina, desde el Noroeste hasta la
baldía Patagonia, desde Cuyo hasta el Litoral y la llanura bonaerense cruzada
por relatos legendarios que los juglares transmiten , desde el fondo de la
historia hasta hoy.
La luz mala, bajo la
forma de claridades que aterrorizaban a quienes vivían en la llanura.
HOMBRE LOBO /
SHUTTERSTOCK
Es mucho más rica la
imaginación y la expresividad populares que la documentación literaria que
intenta transmitir esa cultura, nacida en inhallables usinas folklóricas o
heredada de ancestros ya olvidados. Apenas si pueden los investigadores
racionales con tantas tradiciones orales, con tanta imaginería dispersa que
crece espontánea en cada paisaje y en cada paisano.
El estudioso Adolfo
Colombres, autor de culto de una antología de literatura popular bonaerense,
rescata la importancia de quienes reproducen, a veces de manera anárquica y
hasta pobre, el tesoro de cuentos y leyendas: “ El habla de la comunidad y el
narrador deben estar presentes en toda su fuerza, pero no hasta el extremo de
distraer al buen lector de lo universal del relato, de su sustancia narrativa,
ni de alimentar la idea de que esa gente nada tiene que ver con la literatura”,
dijo.
En esa obra,
Colombres exalta el proceso recopilador que se inició en 1926 en Catamarca con
la publicación del Cancionero Popular de esa provincia, de Juan Alfonso
Carrizo, seguido en 1947 por el Primer cancionero popular de Córdoba, de
Guillermo A. Terrera, sin perjuicio de exaltar allí los valiosos trabajos
recopiladores de la literatura oral, que hicieron Berta Vidal de Battini,
Ventura R. Lynch, Estanislao Zeballos, Jorge M. Furt, Robert Lehmann-Nitsche,
Horacio Jorge Becco e Ismael Moya, entre otros investigadores.
LUZ MALA, FUEGOS
FATUOS
La temida luz mala
se presentó bajo la forma de claridades o pequeñas hogueras de luz que aterrorizaron
a los habitantes de la llanura. El gaucho y también el indio temieron a esos
fulgores que aparecían suspendidos a baja altura, que a veces se movían y
parecían perseguirlos cuando ellos pasaban cerca.
Acá mismo, en
nuestra zona y no hace tanto, fueron vistas luces malas brillando por donde hoy
está el Mercado Regional, en tierras que antes fueron sede del primer
cementerio público de nuestra ciudad. Es que a esas extrañas luces se las
relacionó siempre con la muerte. Se decía que cuando la luz aparecía blanca,
era porque pertenecía a un hombre de alma buena. Ahora, si la luz era rojiza,
bueno, la creencia popular comenzó no sólo a llamarla “luz mala”, sino,
también, “farol del Diablo”.
En el Norte del
país, dicen, no hay que salir a caminar de noche los 24 de agosto, que es el
día en que el Diablo anda suelto. La luz mala es la creencia más extendida, que
recorre a todo el país. Los que la investigaron saben que brilló sobre
cementerios indios, sobre todo lugar en el que hubiera huesos humanos u osamentas
de animales. Justamente, después la ciencia comprobó que se trata de una
fosforescencia que despiden los huesos enterrados a baja profundidad. Pero la
comprobación no tranquilizó a nadie y la luz mala sigue mereciendo hasta hoy el
temeroso respeto de todo viviente.
En casi todas las
culturas occidentales se habla de los “fuegos fatuos”, una especie de seres
malvados que suelen vivir en los cementerios y vienen a representar a las almas
en pena, una suerte de diablos de menor cuantia que se presentan bajo la forma
de pequeñas llamas danzantes y temibles. De allí que se los emparenta con la
luz mala. “Un fuego fatuo (en latín ignis fatuus) es un fenómeno consistente en
la inflamación de ciertas materias (fósforo, principalmente) que se elevan de
las sustancias animales o vegetales en putrefacción, y forman pequeñas llamas
que se ven andar por el aire a poca distancia de la superficie”, dijo en 1560,
con ánimo tranquilizador, el sacerdote jesuita José Luis Achieta.
Ahora bien, ¿por qué
se suele decir de alguien que es un “fatuo”? Fatuo es toda persona engreída en
sus actitudes, en definitiva, aquel que nos reclama que veamos que, sobre él,
supuestamente brillan extrañas claridades intelectuales o físicas. De modo que
la luz mala o los fuegos fatuos, también llamados almas en pena, farol de
Mandinga o farol del Diablo no los tendríamos tan lejos nuestro. A lo mejor
trabajan a nuestro lado, son conocidos cotidianos que más valdría mantenerlos a
distancia prudencial.
Es imposible
inventariar los mitos y leyendas, porque todos los días nacen más. Los hay de
reciente data, como Rodrigo o Gilda, promotores de santuarios. Se trata de una
población a veces prestigiosa, a veces perversa, a veces santa o pagana.
El Gauchito Gil, San
La Muerte, el siempre famoso Lobizón, el hombre Tigre, la Pincoya, el
abominable Trauco y el extraño Imbuche –estos tres últimos de la Patagonia-, la
Salamanca, el pájaro de Chepes, el Niño que llora, el Petiso, la Novia, el
Zupay y otras bestias lujuriosas, el Inti, la voluptuosa Pachamama, divinidades,
leyendas y mitos que se derraman de norte a sur y de este a oeste para llenar
de terror o ilusión, de amor o terror a poblaciones que los veneran.
HORACIO QUIROGA
La vida del escritor
Horacio Quiroga se deslizó entre selvas, paisajes fantásticos y una literatura
nutrida en su mente siempre febril, propia de un escritor maldito y, a la vez,
deslumbrante. Pero a pesar del desorden que lo acompañó siempre y de los temas
límites que rozó, no puede decirse que haya sido un cultor de leyendas y mitos
populares.
Sin embargo, su
nombre y su memoria forman parte ahora de ese universo emocional. Un escritor
nacido en el Salto uruguayo, Diego Moraes, es decir de la misma ciudad en nació
el autor de “Cuentos de la selva” asegura que el fantasma de Horacio Quiroga
aparece asiduamente en varias casas de su ciudad natal.
“El fantasma de
Quiroga deambula por los corredores de su vieja casa, como si quisiera efectuar
en la muerte un regreso que no cumplió en vida”, dice Moraes. Afirma que
Quiroga se había propuesto en 1902, por distintas causas que lo fastidiaban, no
volver nunca más a Salto. Sin embargo, con los años, inició una suerte de
íntima reconciliación con su ciudad. “ En buena medida, este propósito ya
podría adivinarse considerando con atención la correspondencia quiroguiana
hacia la época de su segundo exilio misionero y las reiteradas ocasiones que en
ella el escritor recuerda con cariño y nostalgia las ya lejanas horas de la
juventud”.
Sin embargo, el
cáncer gástrico que lo afectó le impidió concretar ese regreso, hasta que en
1937 muere después de ingerir una fuerte dosis de cianuro. Lo cierto es que
desde entonces “el fantasma de Horacio Quiroga se aparece todavía en tantos
lugares del Salto: para conseguir, desde el más allá, la anhelada vuelta al
hogar que su cuerpo humano no pudo alcanzar en vida. Tal vez también por esta
razón, los lugares en que con más frecuencia se manifiesta su espectro sean las
dos casas que habitó en la ciudad”.
Hasta hoy los
sucesivos inquilinos de esas casas lo ven a Quiroga envuelto en una manta roja.
Una de esas dos casas es una escuela y allí “suele presentarse a los niños,
caseros y cocineros sentado en una silla de hamaca ubicada junto a la estufa o,
en el jardín, removiendo plantaciones, sin que los lugareños se asusten
demasiado. El fantasma de Quiroga se parece al de las últimas fotografías:
“enflaquecido, la piel arrugada y amarillenta, la espesa barba comiéndole la
cara, la mirada triste y como perdida en el vacío”. Igualmente lo ven a Quiroga
paseando cerca del Mausoleo que lleva su nombre en la Costanera o, también a
veces –como homenajeando a la bicicleta que hay en su casa del
Chaco-“pedaleando muy orgulloso con su camiseta del Club Ciclístico Salteño”.
El de Quiroga debe
ser el único caso en el que, expresamente, se han unido la imaginería y el
sentimiento popular con el raciocinio propio del fenómeno literario.
Fuente:
Diario El Día (La
Plata – Argentina) – 1º de Abril de 2.018
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