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Nuestras culturas originarias guardan una gran sabiduría. Ellos saben del vivir en armonía con la naturaleza y han aprendido a conocer sus secretos y utilizarlos en beneficio de todos. Algunos los ven como si fueran pasado sin comprender que sin ellos es imposible el futuro.

martes, 10 de junio de 2025

Tláloc: El Señor del Agua y la Ira Celeste en la Civilización Mexica



En el complejo universo espiritual de la civilización mexica, Tláloc se alzaba como una de las deidades más poderosas, temidas y veneradas. Su presencia marcaba el equilibrio entre la vida y la destrucción, entre la abundancia y la devastación. Tláloc no era solamente el dios de la lluvia: era el amo del relámpago, del granizo, de las tormentas y de las aguas que nutren y castigan la tierra por igual. En su dualidad se manifestaba el orden cósmico, reflejo de una visión del mundo profundamente conectada con la naturaleza y sus ciclos eternos.

El pueblo mexica, cuya agricultura dependía de los ritmos sagrados de la lluvia, veía en Tláloc al garante del sustento. Las siembras de maíz, frijol, amaranto y calabaza estaban sujetas a su voluntad. Su intervención divina era invocada cada año en rituales que buscaban asegurar la caída de lluvias fértiles, sin excesos, sin tormentas destructoras. Era un dios indispensable, cuya generosidad significaba vida, y cuya cólera podía traer hambre y muerte.

Los ciclos agrícolas estaban profundamente marcados por el calendario ritual mexica. Durante las festividades dedicadas a Tláloc, los sacerdotes ascendían los templos para presentar ofrendas que incluían alimentos, objetos preciosos, e incluso sacrificios humanos. Las víctimas, muchas veces niños, eran seleccionadas por su pureza, y sus lágrimas eran consideradas como augurio de lluvias próximas. En estas ceremonias, la sangre y el agua se entrelazaban como elementos sagrados de renovación.

Tláloc no solo era temido por su capacidad de enviar lluvia. También se le atribuía el control de las tormentas violentas, del granizo y de los rayos que desgarraban el cielo. Estas manifestaciones eran interpretadas como castigos por fallas en el cumplimiento de los rituales o como advertencias divinas. La llegada de un temporal fuera de estación o una granizada devastadora era vista como un recordatorio del poder de Tláloc, y de la necesidad de honrar su presencia con respeto y temor.

En la cima del Templo Mayor de Tenochtitlán, el recinto sagrado más importante del imperio mexica, se alzaban dos adoratorios gemelos: uno dedicado a Huitzilopochtli, dios de la guerra y del sol, y el otro a Tláloc. Esta dualidad simbolizaba la tensión entre la fertilidad y el conflicto, entre la vida que nace del agua y la muerte que llega con la guerra. Desde lo alto del templo, los rituales de invocación a Tláloc se llevaban a cabo con gran solemnidad, acompañados de cantos, tambores y procesiones que descendían hasta los lagos que rodeaban la ciudad.

Las representaciones de Tláloc, tanto en códices como en esculturas, lo muestran con ojos redondos, colmillos prominentes y una máscara con forma de serpiente, símbolos de su fuerza y poder sobrenatural. Su imagen se encontraba por todo el altiplano central: en vasijas, frescos, pilas de agua, canales de riego y en templos de piedra. Tláloc era omnipresente, y su culto trascendía las fronteras del imperio.

Más allá del mundo de los vivos, Tláloc reinaba sobre una de las regiones del inframundo: Tlalocan. Este paraíso acuático estaba reservado para aquellos que habían muerto por causas relacionadas con el agua, como el ahogamiento o las enfermedades acuáticas. A diferencia de otros destinos oscuros del Mictlán, Tlalocan era un lugar de abundancia perpetua, con ríos cristalinos, vegetación exuberante y un clima eternamente benévolo. Allí, las almas vivían en gozo, nutridas por la gracia de Tláloc. Esta creencia reflejaba una concepción cíclica de la existencia: el agua, al llevar la muerte, también concedía una nueva forma de vida.

El legado de Tláloc sobrevivió a la caída del imperio mexica. Con la llegada de los conquistadores españoles, sus templos fueron arrasados y sus rituales prohibidos, pero su imagen persistió entre las comunidades indígenas y en la memoria colectiva del pueblo mexicano. Aún hoy, su figura aparece en el arte popular, en los estudios arqueológicos, en los murales contemporáneos y en los relatos orales que sobreviven en las zonas rurales. Tláloc no ha desaparecido: sigue presente en las lluvias de verano, en los truenos que sacuden la tierra y en la reverencia que muchos pueblos aún sienten por las fuerzas de la naturaleza.

Recordar a Tláloc es volver al origen de una cosmovisión profundamente ecológica, donde los dioses no habitaban cielos distantes, sino los ríos, las montañas y el viento. En un mundo moderno aquejado por sequías, inundaciones y desequilibrio climático, la figura de Tláloc resuena con una fuerza renovada. Su legado nos recuerda que el agua no es solo recurso: es poder, es vida, es divinidad.

Fuente: FB Historias y Enigmas

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