Pueden parecer dos hechos inconexos porque, a fin de cuentas, qué tienen que ver la muerte de un yaguareté y la drástica reducción de becas del Conicet para el área de las humanidades. Por un lado, hace pocos días, el 1 de agosto de 2024 para ser más precisos, a través de El Litoral nos enteramos de la muerte a mano de cazadores amateurs de uno de los últimos yaguaretés del Gran Chaco. La nota dice que estos cazadores no tienen escrúpulos al matar un animal que se encuentra en peligro de extinción. En la nota también queda claro que existen leyes que defienden la especie y que penan la caza porque, como sabemos, la biodiversidad tiene una función y un valor intrínseco. Pero, cabe preguntarse... ¿Sirven para algo los yaguaretés?
Ciertamente, no sirven para carne de consumo, no pueden criarse en cantidad y no son un producto que cotiza en el mercado. Esa pobre perspectiva oculta las verdaderas causas de que el yaguareté (¡Y cuántas otras especies!) esté en peligro: el avance de la frontera agrícola y la deforestación de tres millones de hectáreas en quince años. Sin hábitat no hay subsistencia posible, haya o no cazadores. Esto no libera de responsabilidad al cazador que sigue teniendo una culpa algo diluida. Lo que sí hace la ley es trasladar la inescrupulosidad a otros actores que son cómplices de esta situación crítica: funcionarios de todo el arco político, empresarios, bancos y, por qué no, el común de la gente. Todos somos responsables, por acción u omisión, ante este ecocidio generalizado. Y en lugar de tomar medidas, se extiende en los organismos oficiales (como el INTA por ejemplo) donde se prohíbe usar frases como "cambio climático", o bien expresiones como "sustentabilidad" y "biodiversidad", lo cual nos lleva al poder de "visibilizar" de las palabras del que hablaremos después.
Pero… ¿Por qué sucede esto? Hay una razón clara: el afán de lucro entiende que el monte es dinero y, por eso, está justificada su destrucción. Existe, en el fondo, una distorsión de lo que es "valioso" porque se pone el énfasis en lo inmediato. En ningún caso hay una riqueza en la naturaleza y su diversidad; incluso si se la quiere medir en términos materiales: no valen sus maderas, sus frutos, hierbas, insectos y demás. Por otro lado, la capacidad de valorar la naturaleza depende directamente del observador: sólo una mirada que supera lo meramente material puede ver la belleza de trasfondo que, a fin de cuentas, es la más importante. Para ilustrarlo: el valor de una escultura no se mide por la cantidad de mármol empleado, sino por la perfección de su acabado. Lo mismo sucede con un bosque o con una especie animal: un yaguareté no vale su carne ni su piel, ni un monte de miles de años la cantidad de madera que contiene. Nuestros ecosistemas son obras de arte que valen la contemplación y admiración.
Así, la inescrupulosidad de funcionarios, empresarios y de todos en general habla, en realidad, de cierta dificultad para trascender el límite del abordaje materialista: habla de nuestra pobreza, la espiritual. Algo semejante sucede cuando se interroga sobre la importancia o utilidad de los estudios humanísticos, particularmente de las letras y de la filosofía. Se preguntan: "¿Para qué sirven?". Producimos, y mucho, pero no productos que coticen en bolsa. Los griegos, hace más de 2.500 años, se preguntaron sobre la utilidad de estos conocimientos y los llamaron "artes placenteras". Porque, precisamente, a diferencia de otros saberes u oficios que generan un producto aparte como resultado (una mesa o un barco), las placenteras tienen su beneficio y utilidad en el acto en sí de realizarla. Leer un poema, pensar un argumento, preocuparse por cómo el lenguaje genera nuestras creencias: esas acciones resultan "un bien", "un valor" en sí, en el placer del acto de realizarlas y en cómo ese acto nos transforma.
Decía Aristóteles que son estos saberes los que nos detienen a reflexionar sobre lo que nos hace humanos: nuestras creencias, el sentido de lo que hacemos, del mundo que nos rodea y de cómo interactuamos con él. Nos permiten pensar que existe una "historia de las ideas" pero que esas ideas (justicia, verdad, bien, libertad) no están fuera del lenguaje, como el yaguareté, sino que son construidas por la lengua y el consenso. Y hay consensos que es mejor pensarlos bien, analizarlos y discutirlos. Hay muchas formas de defender las humanidades pero lo que nos interesa enfatizar aquí es que estos estudios, que no se rigen por las leyes del mercado, se abocan al pensamiento, a comprender cómo las lenguas modelan nuestra mente, nuestros juicios, cómo los argumentos se tensionan en una sociedad, cómo construyen pertenencia, identidad, autoridad o sumisión. Un espíritu vacío de este interés, vacío del asombro ante la naturaleza y del asombro ante el conocimiento en general es un espíritu deshumanizado.
Los estudios humanísticos y los estudios clásicos, en particular, poseen ese valor porque se ocupan de los temas humanos más universales: del amor y del dolor, del bien y del mal, de la justicia humana y divina, del origen del universo y del final de la vida, sea en el formato de la reflexión de la tragedia clásica de Sófocles o en el formato de la reflexión filosófica de Platón. Sería absurdo pensar que el enfrentamiento entre griegos y troyanos de Homero o la ética de las virtudes aristotélica han perdido vigencia. Si bien ya no vivimos como los antiguos, compartimos muchas inquietudes. En todo caso, desde Homero en adelante, los antiguos nos recuerdan una cosa: somos responsables de nuestras decisiones y, siempre, de las consecuencias.
Somos responsables de lo que miramos y de lo que elegimos no ver. Así, al igual que con la muerte del yaguareté, el desfinanciamiento de la educación y de los organismos de ciencia y tecnología del país va dejando terreno árido. Nos empobrece y no sólo a quienes trabajamos directamente allí sino a todos los educadores de diferentes niveles (porque la educación pública y el sistema científico también es un ecosistema solidario que forma a docentes tanto de instituciones públicas como privadas) que luego educan, a su vez, con ese conocimiento nuevo producido en nuestro entorno, con nuestros intereses e inquietudes.
No miremos para otro lado, por favor, ni nos quedemos en silencio. Con los ojos bien abiertos: por la naturaleza y la educación siempre.
Por Ivana S. Chialva y Manuel Berrón de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Universidad Nacional del Litoral.
Fuente: Diario El Litoral (Ciudad de Santa Fe - Argentina) - 12 de Agosto de 2024
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