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viernes, 16 de enero de 2015

Consulta Previa – Convenido 169



Según lo dispuesto por el Convenio 169, la consulta a los pueblos indígenas debe tener las siguientes características:

Debe realizarse cada vez que se prevean medidas

La consulta se aplica siempre que el Estado quiera adoptar alguna medida administrativa o legislativa y no, como puede pensarse, en algunos casos. Ahora bien, debe tratarse de medidas que afecten “directamente” a los pueblos indígenas y no de aquellas cuya posibilidad de afectarles sea remota, o bien uniforme respecto de otros integrantes del Estado. La idea que subyace a este estándar es que determinadas medidas afectan de manera especial a los pueblos indígenas y que son aquellas las que deben ser objeto de consulta.
Por otra parte, las medidas que el Estado debe consultar son tanto aquellas emanadas de la Administración como aquellas emanadas del Poder Legislativo. La expresión “medidas administrativas o legislativas” no debe ser interpretada en forma restrictiva, toda vez que el sentido y fin del tratado internacional es aumentar, no restringir, la participación de los indígenas en los asuntos que les afecten.
Así, las medidas legislativas, por ejemplo, no quedan limitadas a la ley en sentido estricto, sino que también incluyen las reformas a la Constitución. En el mismo sentido, si, por ejemplo, una comisión parlamentaria está encargada de investigar un asunto que afecte los derechos e intereses de los pueblos indígenas, aun cuando no haya una “ley” o reforma constitucional, puede entenderse que se trata sin embargo de una medida legislativa y, en tanto el espíritu del Convenio es propender a la mayor participación indígena, existen buenas razones para incluir las decisiones que una comisión de esa naturaleza adopte como parte de aquellas que deben ser sometidas a consulta previa.
En relación con las medidas administrativas, nuevamente el propósito debe ser interpretar la expresión de modo de favorecer –no de restringir– la consulta e interacción con los pueblos y comunidades indígenas. El filtro no debe pasar por el tipo de medidas, sino por la afectación directa.


La consulta debe ser previa
El sentido de la consulta es que permita a los pueblos indígenas hacer valer su opinión respecto de todas aquellas materias que les atañen. Históricamente, los pueblos indígenas han estado, por regla general, excluidos de los procesos públicos de toma de decisiones –en palabras del Tribunal Constitucional chileno, son “un grupo socioeconómicamente vulnerable”– el Convenio busca revertir esta situación imponiendo a los Estados la obligación de llevar adelante la consulta antes de que las medidas sean finalmente adoptadas.
Lo anterior implica que para el Estado la obligación de consultar pesa una vez que esté dentro de su agenda llevar adelante alguna medida que afecte directamente a un pueblo indígena. Así, entre más temprana sea la consulta, mayores serán las posibilidades de los indígenas de participar activa y genuinamente en la toma de decisiones y, en consecuencia, menor la posibilidad de falta de legitimidad de la medida administrativa o legislativa de que se trate. Por tal razón, los órganos de control de la OIT han sostenido que la consulta debe realizarse lo más temprano posible en el proceso de toma de decisiones.

La consulta debe hacerse de buena fe
En relación con el punto anterior, el propósito del Convenio es que los pueblos indígenas puedan manifestar su opinión y que esta sea debidamente sopesada por la autoridad, de manera que es preciso que los procedimientos de consulta no sean conducidos para cumplir con un formulario, sino para atender razones, ponderarlas y, de ser necesario, cambiar de opinión.
Si la consulta previa se hace, por ejemplo, hacia el final del proceso de toma de decisión, se lesiona el espíritu de buena fe que debe animar la aplicación del tratado. De modo similar, y tal como lo ha expuesto el Relator Especial de la ONU y profesor de derecho James Anaya, la consulta “no se agota con la mera información”. Es necesario que los pueblos indígenas sean escuchados y sus planteamientos atendidos, dándoles razones para rechazarlos o modificando las posturas estatales iniciales en caso de que aquellos planteamientos sean más razonables que los esgrimidos por el Estado.
Por cierto, en un proceso de consulta llevado a cabo de buena fe, los pueblos interesados también deben estar dispuestos a modificar sus posturas originales. De lo contrario no hay, en rigor, consulta ni comunicación, sino un diálogo de sordos que finalmente se zanja sobre la base de motivaciones que no guardan relación con la provisión de razones públicas. En este sentido, un procedimiento de consulta que al término no ha modificado un ápice las posiciones con que las partes comenzaron a intercambiar información es un fracaso, una conversación entre grupos e individuos que no están genuinamente dispuestos a deliberar.

Entonces, para materializar la exigencia de que los procesos de consulta sean de buena fe, la provisión de información por parte del Estado (y de un privado interesado, si corresponde) resulta crítica. La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha sostenido que es preciso que los pueblos consultados “tengan conocimiento de los posibles riesgos [implicados en una medida estatal] a fin de que acepten el plan de desarrollo o inversión propuesto con conocimiento y de forma voluntaria”.

Es difícil exagerar la importancia de la buena fe como requisito del derecho de consulta previa de los pueblos indígenas. En nuestra tradición jurídica, la buena fe ha estado presente desde los inicios como principio regulador del derecho privado, especialmente en materia contractual. Por tal razón, acaso no sea del todo evidente la manera en que se aplica este principio cuando la materia es diferente. Con todo, si bien esa diferencia en cuanto al asunto implicado es real, lo es menos de lo que pudiera pensarse inicialmente. En el procedimiento de consulta entre pueblos indígenas y el Estado –y los particulares que puedan estar implicados, aun cuando sobre estos no recaen las obligaciones establecidas en el Convenio 169– se reproduce un conjunto de actos muy similares a aquellos conducentes a la celebración de un contrato: hay dos partes que negocian con el objetivo de llegar a un acuerdo, un objeto sobre el que recae esa negociación –la adopción de medidas legislativas o administrativas– y una forma de consultar, esto es, un determinado procedimiento, que debe encaminarse a dotar de legitimidad la decisión que se adopte. En tal sentido, la consulta se asegura para garantizar que no haya, en el lenguaje de los civilistas, “vicios del consentimiento”.

Fotografia: Alice Kolher
Pues bien, en materia de contratos, la buena fe es un principio fundamental, recogido por el Código Civil y que informa la manera en que se deben adoptar e interpretar. Cuando se dispone que no solo es obligatorio lo que se expresa en sus cláusulas, sino también “las cosas que emanan precisamente de la naturaleza de la obligación”, debe considerarse –en el caso de los procesos de consulta entendidos como concurso de voluntades que permiten hacer un paralelo con los contratos– que se está en presencia de acuerdos celebrados por Estados que históricamente han utilizado sus normas jurídicas para despojar de derechos a los indígenas y forjar así la construcción de un Estado-nación por medio del sofoco de identidades culturales que ahora se intenta proteger. Esas son demandas de justicia intergeneracional que en gran medida el Convenio busca remediar y, para lo que interesa a este trabajo, la buena fe resulta central porque va más allá de la estrictez de las medidas que se discuten; tiene que ver con la forma en que los pueblos indígenas y el Estado ven a su contraparte en el proceso de deliberación. Si se considera el principio de buena fe tal como está recogido por nuestra legislación (de derecho privado, pero haciéndola extensiva a este ámbito propio del derecho internacional de los derechos humanos y del derecho constitucional), entonces podemos decir que emana de la naturaleza de la obligación que el Estado actúe de buena fe. A ello debe agregarse que, como se ha planteado, este se sirvió del sistema jurídico para subordinar a los indígenas, todo lo cual articula un deber de reparar los daños provocados, deber que ha de manifestarse en los procesos de consulta. Siguiendo con la lógica de derecho privado, habría en este argumento el juego de dos principios fundamentales del derecho: por una parte, el principio de buena fe, y por el otro, el principio de responsabilidad. No se trata, como resulta obvio, de dos partes que están en la misma situación jurídica: una de ellas ha ofendido a la otra y tal ofensa, por un lado, motiva las circunstancias del diálogo y, por otro, debe tenerse en cuenta al momento de ponderar las razones que se esgrimen. En este sentido, si bien la buena fe no es contingente, sino un elemento necesario de las relaciones jurídicas, ella depende mucho en estos casos de las circunstancias del proceso de consulta y de las características propias del pueblo interesado y del Estado implicado, cuestión que se conecta estrechamente con el requisito siguiente.

La consulta debe realizarse mediante procedimientos adecuados

Para que la consulta cumpla los estándares internacionales, debe efectuarse mediante procedimientos que efectivamente permitan a los pueblos indígenas manifestar sus pareceres. El Convenio, desde luego, no define cuáles son los procedimientos adecuados, lo que obliga a los Estados a dictar disposiciones de derecho interno que materialicen esta exigencia (y las demás). Un comité tripartito de la OIT ha establecido que “[n]o hay un modelo único de procedimiento apropiado y este debería tener en cuenta las circunstancias nacionales y de los pueblos indígenas, así como la naturaleza de las medidas consultadas”.
En este mismo sentido, el artículo 12 del Convenio dispone que los Estados deben adoptar “medidas para garantizar que los miembros de dichos pueblos puedan comprender y hacerse comprender en procedimientos legales, facilitándoles, si fuere necesario, intérpretes u otros medios eficaces”. Cuando se trata del aspecto medular del Convenio, como es el derecho a la consulta previa, esta obligación que pesa sobre los Estados es crítica. Si una parte no comprende cabalmente los aspectos que se discuten en el seno del procedimiento de consulta, no puede predicarse que el proceso satisface los estándares que vinculan al Estado.Es claro, en esta línea, que si se trata de un pueblo emplazado en áreas rurales, con difícil acceso a comunicaciones, un Estado no puede contentarse con realizar una consulta si para ello efectúa convocatorias por Internet, o bien en lugares urbanos donde se asume que las personas podrán llegar aunque en la práctica no sea así
.La consulta debe realizarse a través de las instituciones representativas de los pueblos indígenas.
Fotografia: Odan Jaeger
Uno de los elementos clave de la implementación de la normativa sobre consulta previa es que se lleve adelante con aquellos grupos o personas que representen realmente el parecer de los integrantes de uno o más pueblos indígenas. Y, tal como lo han observado órganos internacionales, no le corresponde al Estado determinar quiénes son tales personas (o grupos), sino a los indígenas, mediante sus propios procedimientos internos de toma de decisiones.
Son numerosos los casos en que, aun actuando de buena fe, el Estado no ha dado reconocimiento a las estructuras tradicionales de liderazgo y autoridad indígenas, extendiendo a sus pueblos las estructuras jurídicas “comunes”, lo que ha generado fricciones al interior del propio pueblo. La ley indígena chilena de comienzos de la década de los noventa es un buen ejemplo de ello, pues no establece derechos a favor de “pueblos” sino de comunidades, asociaciones e individuos indígenas, utilizando además la expresión “etnias”, la que de acuerdo con el derecho internacional es inadecuada.
En tanto son los indígenas los llamados a determinar quiénes son sus representantes, es importante que el Estado arbitre los medios para que puedan determinar libremente esa representación y para que, una vez iniciada la consulta, se asegure a los interesados que las decisiones que adopten sus representantes tengan la legitimidad necesaria para valer como voluntad del pueblo que ha de comparecer a la consulta.
En este ámbito es posible advertir tensiones –posibles o reales– entre las tradiciones indígenas y los valores que promueve el derecho internacional de los derechos humanos. El Relator Especial James Anaya ha señalado que los criterios mínimos de representatividad deben establecerse “conforme a los principios de proporcionalidad y no discriminación [y, en consecuencia], deben responder a una pluralidad de perspectivas identitarias, geográficas y de género”. No son pocos los pueblos indígenas cuyas tradiciones –por ejemplo, para determinar liderazgos– están en tensión con principios como el de no discriminación que, entre otras cosas, proscribe la exclusión de las mujeres de los procesos de toma de decisiones o reconoce a las personas menores de dieciocho años el derecho a ser oídas y, de esa manera, a influir en la adopción de decisiones. No se ha resuelto la manera en que los operadores jurídicos deben abordar estos principios, que bien pueden colisionar en estas circunstancias, aunque el Convenio adelanta una solución al prescribir el “goce sin discriminación de los derechos generales de ciudadanía” para todos los indígenas, sin que pueda “sufrir menoscabo alguno como consecuencia de medidas especiales” (art. 4.3).Si bien no es esta la materia del capítulo, es un aspecto crítico que amerita la atención de la academia.
El objetivo de la consulta es llegar a acuerdo o lograr el consentimiento
Uno de los aspectos fundamentales de la consulta previa a los pueblos indígenas es que tiene un fin claramente establecido por el Convenio 169: llegar a acuerdo u obtener el consentimiento acerca de las medidas propuestas. No está diseñada para informar a los indígenas de las medidas administrativas o legislativas que se quieran adoptar, o solo para recabar sus opiniones. La consulta, llevada adelante de buena fe y cumpliendo con los demás requisitos contemplados en el artículo 6 del Convenio, busca sentar las bases para la deliberación en un marco de confianza mutua, respeto por las opiniones, tradiciones y posiciones del otro para, con todo ello como telón de fondo, buscar el acuerdo o consentimiento.
Dado que el objetivo de los procesos de consulta es el cumplimento de metas –en eso consiste el acuerdo o consentimiento–, debe mirarse con desconfianza el establecimiento de plazos para que se lleven adelante las consultas. Desde luego, no es conveniente que la consulta se eternice, pero en tanto debe realizarse por medio de procedimientos adecuados a las realidades de los pueblos interesados, el Estado ha de rehuir la premura en los procesos. Es el procedimiento lo que dará (o quitará) valor al resultado, por lo que debe cuidarse que sea impecable,de modo que la decisión final, aun cuando no satisfaga del todo a los intervinientes, no sea impugnable por falta de (o indebida) consulta.
En síntesis, un proceso no debe conducirse como si su objetivo fuera únicamente notificar ciertas decisiones (adoptadas o por adoptarse). Ello es contrario al sentido y fin del Convenio 169 y ese incumplimiento puede acarrear sanciones jurídicas, tanto internas como internacionales, además de quitar legitimidad a las decisiones estatales, con la consecuente tensión y conflictividad social que es posible apreciar en muchos países.

Fuente: Pueblos Ancestrales.

1 comentario:

  1. Gracias por difundir mis escritos..son años de estudio al servicio de los pueblos ancestrales..

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